Leí que Jarred Bowen, el autor del gol de la victoria del West Ham en la final de la Conference League, aprendió a jugar al fútbol viendo la tele. Esto es: veía los partidos con su padre y luego salía al jardín de la casa familiar para practicar las mejores jugadas.
Nada que objetar por mi parte. Al contrario, me posiciono a favor de este método de aprendizaje. Si acaso, podría haber sido mejor poner al pequeño Bowen a ver otras cosas en la tele. Siguiendo esta dinámica, podría haber sido un gran médico si hubiera visto House en lugar de la Premier. O un gran hooligan, también, si se hubiera aficionado a los documentales de animales.
El método Bowen, el de replicar lo que vemos por la tele, trituró en España millones de cerebros cuando yo iba al cole. La gente veía a Chiquito de la Calzada y luego imitaba a Chiquito de la Calzada sin darse cuenta de que solo había un Chiquito de la Calzada. Por si acaso, que alguien le pase algún video a Bowen.
En mi caso, cuando era niño, creo que me perjudicó ver tanto deporte por la tele. A distancia, construyes una imagen muy distinta de lo que en realidad es el deporte. En el fútbol no me ocurrió porque acudía al estadio con mi padre, y en el estadio el fútbol se palpa, se escucha, se huele y duele. En el estadio la experiencia es real, nada que ver con la tele.
Por eso, el fútbol que yo jugaba era el que veía en el campo, no en Oliver y Benji aka Campeones. Pero con otros deportes no tuve esa suerte.
Recuerdo, por ejemplo, mi primera competicion escolar de atletismo. Yo había visto un montón de atletismo por la tele, porque veía siempre cualquier deporte. Los grandes campeonatos, los Juegos Olímpicos, los crosses matinales… Y en mi mente infantil, en las carreras de mediofondo como la que tenía que correr entonces, los atletas salían «despacio», iban en grupo tranquilamente y en la última vuelta aceleraban a muerte. Yo «sabía» que eso era así porque lo había visto por la tele, pero resultó que mis rivales, huérfanos de las enseñanzas televisivas, tenían otros planes. Mis rivales salieron al sprint, los cabrones, y se escaparon aprovechando mi despiste noble. Mi ridículo trote. Cuando me quise dar cuenta y espabilé, ya estaban lejísimos. Después se cansaron algo y me acerqué, pero no lo suficiente.
Esos que no habían visto jamás una competición de atletismo, que no sabían lo que era el martillo o la jabalina. Esos que ni siquiera habían jugado al Olympic Gold en la Master System. Esos salvajes me dieron una lección: si quieres ganar, corre.
Algo similar me pasó con el baloncesto. En Castellón si llueve mucho no vamos al colegio, pero un día que llovió, pero no mucho, nos metieron a todos en el pabellón y organizaron partidos de baloncesto.
Lo que sabía yo de baloncesto es lo que había visto por la tele. Había jugado muchas veces, pero nunca un 5 contra 5 «de verdad». Yo suponía que me pasarían el balón en el saque de fondo, la subiría hasta el campo contrario, mis compañeros se colocarían en distintos lugares y los rivales actuarían como yo había visto que actuaban por la tele.
Yo suponía que sería Pablo Laso, mi ídolo entonces. Dividiría la defensa y tendría a un Perasovic abierto para doblar el pase. O aprovecharía un bloqueo de Ramón Rivas para dejar una bandeja. O daría una asistencia a Arlauckas mirando hacia otra parte. Yo suponía un cierto orden, pero la realidad suele ser una piraña que te come. En concreto, en esto, cinco pirañas que me rodearon cuando recibí ese primer balón, colgados del cuello los cinco rivales, sin respetar mi jerarquía de base.
Ahora, décadas después y a diferencia de lo que pasaba conmigo, mi hijo Teo no soporta el deporte por la tele. Enseguida se aburre. Tiene 6 años y le encanta jugar, sobre todo a fútbol, pero por la tele no puede. A mí me gusta escuchar que su razonamiento es el contrario. Ve a los mejores jugadores del mundo tan ordenados, pausados y coherentes, tan diferentes al fútbol que juegan en el cole a esas edades, y a los 5 minutos se marcha del sofá negando con la cabeza. ‘Juegan mal’, dice, y se pone a chutar con su zurdita contra un mueble.
Así es Teo. Reinventando el método Bowen.