El pasado verano tuve el honor de que me escribieras. También, de recibir en mi pueblo a Galder Reguera (ahora es cuando buscas en Google quién es Galder Reguera).
Después de comer, hicimos lo normal en el pueblo: pegar unos chuts en la pista de futbito con un balón de reglamento. Por ahí andaban sus hijos y también el mío, que se llama Teo. Mi hijo no será futbolista porque no es tan bueno, pero como ojeador le auguro un futuro próspero. Vio a Galder tocar la pelota un par de veces y antes de que chutara no hubo que decirle nada: mi hijo huyó al córner con una prudencia a priori exagerada. Y digo a priori porque no sé muy bien qué significa a priori, y también porque Galder le dijo que no hacía falta irse tan lejos, que estuviera tranquilo porque iba a chutar a puerta, que confiara, y ahí a mi hijo le falló el instinto y se le notó la partida de nacimiento.
La partida de nacimiento asegura que Teo nació en septiembre de 2016, eso asegura la partida de nacimiento. De alguna manera, le invité a que se acercara a la portería, donde yo estaba haciendo el bobo de portero. Teo, abrumado por la autoridad adulta, volvió obediente al meollo de la acción y enseguida aprendió una lección por el Método Escarmiento. Galder pegó un punterazo desde unos 20 metros y la pelota dibujó una trayectoria violentamente perfecta: perfecta para hacer diana en mi hijo y su cabeza.
Teo se quedó medio tonto un buen rato. Todavía hoy, a veces parece que le quedan secuelas. El otro día mi madre le dijo «cada día estás más guapo», y el niño contestó «pues al principio sí que debía ser feo». Ya sabéis, las secuelas Enrique Ballester (ahora es cuando buscas en Google quién es Enrique Ballester). Ese tipo de secuelas.
El caso es que Galder se debió sentir culpable o algo. Tanto, que me preguntó si quería ir a Frankfurt en octubre para jugar un partido de fútbol. Yo contesté lo que se espera que conteste una persona súper ocupada, que siempre tiene trabajo y nunca tiene tiempo para nada: «Por supuesto».
Nuestro partido de Frankfurt no era un partido cualquiera. Por resumir: íbamos con la selección española de escritores (bautizada La Cervantina) para jugar contra la selección alemana de lo mismo. Cuando Galder lanzó en el campito de mi pueblo su vaga propuesta, yo era consciente de que mi estado físico era terrible, pero vi lejísimos octubre y pensé en hacer algo de deporte para llegar más o menos decente al gran evento. En el fondo, sabía que no iba a hacer nada de eso, pero a la vez confiaba en que lo del partido fuera el típico plan que molaría hacer, pero nunca se hace. Pero no: resulta que en La Cervantina hay gente de esa que dice «molaría hacer esto», y lo hace.
Gente que admiras y a la vez da un poco de miedo.
Dejándome llevar, un día en octubre estaba en Madrid para un entrenamiento. Mi primera carrera sirvió para recuperar un balón y cederlo de tacón, con mucha clase (está feo que lo diga), a un compañero. Mi gran error, y aún lo lamento, fue no pedir el cambio y retirarme para siempre en ese momento. Porque mi segunda carrera terminó con un frenazo en seco: mi cuerpo fue para un lado y mi tobillo para el opuesto. Como soy un tipo duro (está feo que lo diga), seguí jugando hasta el final del entrenamiento. Me dolía, pero tampoco era un tormento.
El asunto se fue complicando a medida que pasó el tiempo. Un rato después, estaba tomando una cerveza con mi editor, Emilio Sánchez Mediavilla (ahora es cuando buscas en Google Emilio Sánchez Mediavilla), y noté que el dolor iba en aumento. Luego, cenando con mi mujer (a ella no hace falta que la busques en Google), apenas podía apoyar el pie en el suelo, y de madrugada, ya en el hotel, el tobillo estaba hinchadísimo y el roce con las sábanas resultaba un infierno.
Volví a Castellón con muletas, pastillas y todo eso. A Frankfurt viajábamos en poco más de una semana y acumulé sesiones de fisioterapia para recuperarme del esguince a tiempo. En realidad, nadie me esperaba en Alemania, La Cervantina no me necesitaba y la mitad del equipo aún no sabe mi nombre, todavía hoy, pero soy un titán de los compromisos inútiles. Es innato: cuando algo no importa nada, doy lo mejor de mí. Así, me esforcé para fortalecer el tobillo, me lo vendaron a conciencia y tuve premio. Después de dos madrugones infames embarqué con los demás en el vuelo.
A estas alturas debo resumir el cuento, porque seguro que eres alguien ocupado que no puede perder el tiempo. En Frankfurt conocí a gente con un gran talento (fuera del campo). En el partido yo duré unos cinco minutos, hasta que me dieron una patada clínica en mi tobillo maltrecho. Ni tan mal: de repente dejé de ser un casi cuarentón en el lateral izquierdo y me convertí en un héroe de la patria. Una vez lesionado, el colega Javier Aznar recomendó un innovador tratamiento a base de Tom Collins, un cóctel que se reveló como el analgésico perfecto. No te quiero aburrir, porque intuyo que aquello fue lo típico que te hace gracia si estuviste allí, y si no, pues no tanto. Quien quiera saber más de aquello puede buscar un par de artículos que escribí en su momento, o algún capítulo de mi podcast, porque no marqué, pero al menos moneticé la experiencia.
Los alemanes nos trataron genial, excepto lo de mi tobillo, y por eso los hemos invitado a Madrid, este sábado en La Chopera de El Retiro y durante la Feria del Libro, para disputar la gran revancha. Con un poco de suerte me vuelvo a lesionar en el entrenamiento del viernes, me puedo centrar en el Tom Collins y ponerme en el banquillo a hacer aspavientos. Cuando nos avisaron de este nuevo partido y dije «sí», vi lejísimos el mes de junio y pensé en hacer algo de deporte para llegar más o menos decente al gran evento. En el fondo, sabía que no iba a hacer nada de eso, pero a la vez confiaba en que lo del partido fuera el típico plan que molaría hacer, pero nunca se hace. Pero no: resulta que en La Cervantina hay gente de esa que dice «molaría hacer esto», y lo hace.
Gente que admiras y a la vez da un poco de miedo.