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Mi reto y mis reglas: deportes íntimos y cotidianos

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Una noche, con el coche abocado en la sinuosa rampa de entrada al parking de casa, tuve una idea brillante ¿Qué pasaría si apagara el motor y tratara de utilizar la rampa para llevarlo por inercia hasta mi plaza de aparcamiento? ¿Sería capaz de completar el recorrido o me chocaría contra alguna de las paredes? No preguntéis por qué, pero de repente necesitaba saber la respuesta. No preguntéis por qué, pero esa noche, después de haber entrado miles de veces a ese parking, necesitaba saber si podía o no podía hacer esa chorrada, y estaba dispuesto a asumir el riesgo y las consecuencias de la jugada.

Imagino que ya os estaréis preguntando por qué se me ocurrió esto y cómo finalizó la historia. Iremos por partes. Respecto a la primera cuestión cabe apuntar que existen precedentes familiares. Ya he escrito alguna vez sobre mi tío Moncho, para mí sin duda un referente. Mi tío no iba andando al bar de pueblo, que estaba a dos minutos de distancia. Mi tío subía al coche, quitaba el freno de mano y aprovechaba el desnivel para ahorrar esfuerzos en una jugada maestra e inapelable, un plan sin fisuras que marcó, como se puede comprobar, a toda una generación de sobrinos que quedamos tocados para siempre.

Quizá esto de mi tío conteste también de algún modo la segunda pregunta. Quizá con este desafío de la rampa del parking yo pudiera estar por fin en algo a la altura de mis antepasados. Hasta ese momento, cabe admitir que no estaba dando la talla. Para empezar, en lo literal: soy un centímetro más bajito que mi padre, que eso dónde se ha visto, eso no tiene lógica alguna y va contra la evolución de las especies. Además, y puede que más importante, soy el único miembro del árbol genealógico familiar (de cualquier rama) que no sabe nada de bricolaje, que paga a terceros para que le monten los muebles y que es incapaz de tratar con animales.

Quizá por ello algo en mi interior intuyera en el reto de la rampa una oportunidad para vengarse. También pudiera influir mi conocida habilidad al volante. Es verdad que una vez estampé un coche contra una cuneta tras salirme en una curva, volviendo de fiesta, y que a bordo viajaban mi novia, mi hermana y dos amigas, pero en realidad no pasó nada y ese fue el momento que más cerca estuve de sentirme futbolista, así que todavía no está muy claro si fue algo bueno o malo aquello en mi mente. No es menos cierto que el coche acabó en el desguace, pero también es verdad que era buenísimo al Sega Rally, una por otra, el mejor de mi clase.

Del Mundial de Rallys ya nadie habla y hubo unos años que íbamos todos con el asunto muy a tope. Coincidió con Carlos Sainz padre en su prime, casualmente, que no quisiera yo decir que los deportes nos gustan en España si ganan los españoles. Son casualidades temporales.

Pero volvamos a la rampa del parking y a aquella noche, si aún os apetece. El caso es que apagué el motor, levanté el pie del pedal del freno y me lancé a probar suerte. Pronto entendí que no sería fácil, pero nadie había dicho que fuera a ser fácil. El coche pillaba velocidad enseguida y cada tres o cuatro metros debía frenar del todo para tener cierta seguridad y no chocarme. Tuve la fortuna de que no apareciera por allí ningún vecino y ningún otro coche. Con todo, rocé los muros un par de veces y cuando llegué al llano ya estaba sudando bastante.

Vislumbrando la meta y aprovechando la inercia de los últimos metros de la rampa me acerqué a mi plaza del garaje, pero el ángulo idóneo para clavarlo era muy pequeño. Rasqué una columna, pisé demasiado el freno por acto reflejo y el coche se detuvo a un par de metros de la gloria, pero en mi diccionario no existe la palabra rendirse. Necesitaba maniobrar como fuera, así que mi cerebro resolvió que si no encendía el motor y salía para empujar el coche, el reto se daría por conseguido; mi reto y mis reglas: historia del deporte.

En esa situación límite, hice lo que haría cualquier adulto maduro, cabal y responsable. Abrí la puerta y bajé, por supuesto, empujé el coche con fuerza durante un buen rato, hacia detrás y hacia adelante, mientras giraba el volante. Estaba ya cansadísimo y a punto de culminar la gesta cuando escuché una voz inquietante. Procedía del asiento trasero y preguntaba: “Papá, ¿qué haces?”.

Historia, hijo. Historia grande. Lo entenderás cuando seas mayor, pero no se lo cuentes a tu madre.

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