El 8 de diciembre de 1956, en plena dictadura franquista, Agustín Gómez Pagola sudaba por el césped del Metropolitano junto a otros diez compañeros de equipo. Vestía la camiseta del Atlético de Madrid, y aunque aquel día competía contra el Fortuna Düsseldorf alemán, eran los aficionados colchoneros quienes le propinaban todo tipo de insultos cuando luchaba por la pelota. Cierto es que su partido no resultó brillante. La prensa de la época tildó de «coladero» la banda que defendía, y «no dio una a derechas en toda la tarde, a pesar de su buen deseo». Pero los gritos no emergían de la desesperación por su baja forma, ni de su imprecisión con el balón, sino del odio por lo que el futbolista significaba. Agustín Gómez Pagola, vasco y comunista, acababa de llegar a España desde la Unión Soviética.
Lo hizo pocas semanas antes, a bordo del barco Krym. Desde hacía cuatro años, buques provenientes de Rusia cruzaban el Mediterráneo cargados de españoles que desembarcaban en la costa levantina. Algunos eran voluntarios de la División Azul que habían sufrido el Gulag –campos de concentración soviéticos– tras haber sido capturados por el Ejército Rojo en la II Guerra Mundial; otros eran exiliados republicanos que habían decidido retornar a España con su familia y enfrentarse a cualquier causa abierta que tuvieran por la ya pasada pero presente Guerra Civil española; y, el resto, eran niños de Rusia, o niños de la guerra, menores de edad que habían sido enviados a la Unión Soviética desde la zona republicana entre los años 1937 y 1938. Agustín pertenecía a este último grupo.
Seis días antes de que Bilbao cayera en manos de los sublevados, a Agustín lo embarcaron en el Habana junto con sus hermanos pequeños Juan y Ramón. Construido en los años veinte, el transatlántico de 146 metros y 14.000 toneladas era antiguamente conocido como el Alfonso XIII. Así, el que fuera el navío más grande jamás construido en España llevó miles de jóvenes almas hasta Burdeos. Una vez allí, Agustín fue enviado a la Unión Soviética. Al igual que otros 3.000 niños que formaron parte del éxodo infantil de nuestra historia contemporánea, el vasco dejó su patria verde por la blanca Rusia; reemplazó su Rentería natal por Óbninsk, una ciudad ubicada a un centenar de kilómetros de Moscú. Por suerte, la nueva casa que les daba la bienvenida estaba rodeada de una zona boscosa con río, por lo que los menores tuvieron el privilegio de adaptarse en un entorno natural que no les era del todo desconocido.
Más allá de las clases que impartían en el sanatorio, el joven de 15 años se desenvolvió buscando tiempo para el balompié. Tuvo la oportunidad de demostrarlo al poco tiempo, pues se concertó un partido de fútbol en el Estadio Dinamo, construido una década antes y capaz de albergar hasta 54.000 espectadores. En cualquier otra fecha, habría sido el Dinamo Moscú el encargado de ocupar la mitad del césped. Sin embargo, el campo se había cedido para que se disputara el partido entre el Stadio y el equipo vasco del sanatorio Óbninsk. Agustín, capitán del conjunto vasco, presentó al equipo junto con Kolya Kustov, el capitán que tenía enfrente. Para desgracia de los niños que ocupaban las gradas del campo, el partido terminó con 2 a 1 a favor del Stadio.
Sin embargo, aquella guerra que les sonaba lejana volvió a tocar la puerta de Agustín y los demás niños internados en Óbninsk. Podía haber terminado en España, pero un nuevo conflicto había estallado en Europa a los pocos meses. La invasión de la Unión Soviética por parte de la Alemania nazi tuvo lugar en junio de 1941. La operación sorprendió a un Stalin desprevenido que tardó en reaccionar, y muchos de los sanatorios que albergaban a menores españoles se desmantelaron. Tal y como señala en sus investigaciones la historiadora especializada en exilio republicano Alicia Alted Vigil, «fueron años de penurias, de un hambre y frío atroces y de sufrimiento para la población rusa y los niños españoles en particular». De hecho, algunos jóvenes optaron por alistarse como voluntarios en el Ejército Rojo.
A Agustín el fútbol le salvó la vida. Mientras competía, se inició en los estudios de Ingeniería y Economía. El mismo año que se produjo la invasión germana, el vasco fichó por el club moscovita de Krasnaya Roza. Tres años más tarde, con la guerra ya finalizada, jugó para el Krylia Sovetov, conjunto de la ciudad de Samara. Poco a poco, el vasco fue disputando más partidos y gozando de oportunidades hasta el punto de que el Torpedo de Moscú se fijó en él. Afincado en el equipo en la banda izquierda, ganó dos copas de la Unión Soviética. La primera en 1949, y la segunda, luciendo el brazalete de capitán, en 1952. Además, fue elegido el mejor jugador de la Liga ese mismo año, y los aficionados rusos lo apodaron «el vasco legendario». Con el honor y el juego limpio como bandera, protegió a un árbitro de un intento de agresión durante un encuentro ante el Dinamo de Tiflis.
Finalmente, la selección de la Unión Soviética planteó su convocatoria. El Estado socialista siempre entendió el deporte como un vehículo de prestigio que mostrar al mundo entero. El hombre y la mujer nueva, libres de cadenas y fuertes física y mentalmente, competían contra los decadentes países capitalistas. Conscientes de la calidad del vasco, la selección de la URSS, la Otra Roja, aprovechó que Agustín había obtenido la nacionalidad soviética para convocarlo con el conjunto que participaría en los Juegos Olímpicos de 1952.
Ya en los juegos, su recorrido resultó ser más bien discreto. El seleccionador Borís Arkádiev prescindió de uno de sus laterales izquierdos de referencia y, aunque derrotaron a Bulgaria en la prórroga de los dieciseisavos de final, cayeron ante Yugoslavia en octavos. Perder contra la selección que representaba al país de Tito, con quien Stalin sentía tanta desafección, era un deshonor hacia la patria. A Arkádiev se le ordenó regresar a Moscú inmediatamente para dar explicaciones por la derrota, mientras que Agustín no tuvo ningún tipo de problema. Su compromiso con el comunismo, con reuniones rutinarias con la Pasionaria de por medio, era su mejor garantía.
En 1953, el fallecimiento de Joseph Stalin cambió el rumbo de las relaciones diplomáticas entre la Unión Soviética y el régimen franquista. En consecuencia, a partir de 1954 se llevaron a cabo una serie de repatriaciones desde el Estado socialista a España. Ocho fueron los barcos que arribaron a la costa levantina con la intención de que sus tripulantes retomaran su vida en una España que desconocían tras tantos años en el extranjero.
No obstante, el régimen no se fiaba de aquellos que retornaban de la lejana URSS. Desde el primer momento en que pisaban tierra española, si no antes, las autoridades franquistas interrogaban a todos los pasajeros en busca de posibles espías. El seguimiento de los repatriados quedó en manos de la Dirección General de Seguridad, que recogía periódicamente las actividades de los sospechosos. Los documentos, organizados en carpetas en calidad de «Informe Especial», hacían mención de su adaptación a la sociedad española, de su ubicación exacta y de los cambios de residencia que se habían producido desde su llegada. Por otra parte, se interesaban por la vida cotidiana del pueblo soviético o sobre la infraestructura y los complejos industriales del país, así como por los españoles que todavía seguían allí.
Sobre Agustín, que había regresado en octubre de 1956 con su esposa y sus dos hijos, las autoridades españolas conocían su pasado y presente comunista. Además, estaban al tanto de su valía futbolística: «Al parecer está pendiente de autorización de la FIFA para su fichaje por el Atlético de Madrid, en cuyo equipo se entrena y con el que formó parte el pasado día 8, y que se enfrentó contra el club de fútbol alemán ‹Fortuna› de Dusseldorf».
Su mala actuación sobre el terreno de juego y la mala fama que había adquirido entre la afición colchonera llevó al equipo rojiblanco a desechar su fichaje. La vida del vasco comunista había dado un giro de 180º. A sus 34 años, lejos de su mejor forma física y en una España que vigilaba cada paso que daba, regresó a su tierra natal, donde entrenó a equipos como el Real Unión de Irún o el Tolosa. Como curiosidad, llegó a ser técnico de Periko Alonso, padre de Xabi Alonso.
La nueva vida de Agustín Gómez Pagola no era sino una tapadera. Su retorno a España y el fallido fichaje por el Atlético de Madrid era la excusa perfecta para iniciar sus operaciones de espionaje contra el régimen franquista. Desde la clandestinidad, trató de impulsar el Partido Comunista de España, que en aquellos años maquinaba desde las sombras. Se convirtió en uno de los referentes comunistas en el País Vasco, hasta el punto de que la dictadura franquista acabó por descubrirlo.
Fue detenido y enviado a la prisión de Carabanchel, donde fue golpeado y torturado en vano. Agustín no reveló información que pudiera comprometer a sus camaradas. La noticia del arresto llegó hasta Moscú, y la presión internacional jugó un papel importante en la liberación del guipuzcoano. Al fin y al cabo, Agustín seguía siendo ciudadano soviético.
Tras verse nuevamente en la calle, sus cualidades como espía resultaban inútiles en España. Su pasado le quemaba, así que decidió comenzar una nueva vida. Se instaló en el País Vasco francés en primer lugar para posteriormente recorrer Latinoamérica con identidades varias. Nunca dejó de colaborar con el KGB y se mostró eternamente vinculado a las órdenes dictadas desde Moscú.
De hecho, arremetió contra el mismísimo Santiago Carrillo cuando este condenó la intervención soviética en Checoslovaquia tras la Primavera de Praga. El presidente Alexander Dubček había tratado de reformar el socialismo del país, por lo que la Unión Soviética tomó aquella deriva como una amenaza al comunismo ortodoxo y reprimió el país con más de 200.000 militares y 2.000 tanques en 1968. El conflicto generó una división dentro del PCE. Los seguidores de Carrillo pretendían desvincularse del control soviético y defender posturas más abiertas, mientras un segundo grupo quería seguir vinculado a Moscú. Agustín, enrolado en este último grupo, lideró la escisión del PCE para fundar el llamado Partido Comunista de España (VIII-IX Congresos).
En 1971, el exfutbolista decidió volver al país en el que había sido feliz. Se asentó en la Unión Soviética, donde trabajó en una fábrica de camiones. Vivió la Eurocopa de 1972 junto con sus compatriotas rusos, aunque la selección para la que había jugado cayó en la final por tres goles a cero ante la República Federal Alemana. El 16 de noviembre de 1975, cuatro días antes de que lo hiciera Franco, Agustín Gómez Pagola falleció a los 52 años en la tierra que le había acogido en mitad de la Guerra Civil, la que le había inspirado en sus valores, y la que le había permitido jugar al deporte que amaba.
Su recuerdo tampoco ha quedado en el olvido en España. Parte de su familia sigue afincada en el País Vasco, y su rocambolesco recorrido histórico y deportivo ha sido reflejado en el cine español gracias al director Algis Arlauskas, creador del documental Vivir y morir en Rusia. Su cuerpo, no obstante, yace bajo tierra en el cementerio de Donskoy, en Moscú.
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