La mejor manera de aprender cómo se juega a un deporte es comprar un videojuego. Yo no había visto un partido de hockey sobre hielo en mi vida, pero un día decidí que comprar el NHL 99 de la Play Station 1 era una buena idea. Lo decidí y lo compré. Por lo que fuera.
De hecho, llegué a la tienda sin saber qué videojuego comprar. Ni siquiera tenía claro si iba a comprar alguno, pero ocurrió algo que todavía me ocurre: no sé comportarme en una tienda. Por una parte, si se me acerca algún trabajador y pregunta si quiero algo, me derrumbo por completo. Digo «no» y salgo por la puerta más próxima, aunque en realidad sí estuviera buscando lo que fuera. Lo siento, pero no soporto tanta presión. No manejo la exigencia.
Por otra parte, si no me preguntan nada y me dejan hacer, y estoy un rato observando el género, siento la necesidad de comprar algo, aunque no lo quiera. Me sabe mal. Me siento en deuda. Pienso que si salgo de una tienda después de estar mucho tiempo mirando, y sin comprar nada, voy a hundir a esa gente en la miseria.
Así, en ese contexto mental, a veces me gusta dar la sorpresa. Una extraña fuerza, un impulso similar al que me hace decir «sí» cuando quiero decir «no» en el trabajo, me domina y me ordena. En esos casos me sorprendo a mí mismo con lo que sea. En mi historial asoma el alquiler de películas que era imposible que me gustaran, la compra de discos de grupos que ni me sonaban o la elección de platos de una carta que no sabía ni lo que eran. Normalmente la jugada sale mal, pero en ocasiones sucede lo inesperado y merece la pena. La película me descubre un director de culto, el disco se convierte en fetiche y el plato es lo primero que imagino cuando abro la nevera.
El NHL 99, un videojuego que aún no sé por qué compré, me hizo feliz muchas horas durante mi adolescencia. Además, me enseñó las reglas de ese deporte, un hecho que me hizo parecer listo cuando estuve de Erasmus en Suecia. En el NHL 99 jugaba con los Detroit Red Wings: Osgood era el portero y escuchar «Shanahan scores!» era lo máximo a lo que podía aspirar en aquellos momentos. Años después, hablando con un amigo que sí es fan del hockey aporté estos dos nombres como mitos del pasado y me dijo que seguían jugando. Yo no daba crédito. Lo busqué y era cierto. Osgood, Shanahan y Fernando Alonso, los incombustibles de nuestra era. Yo ya estaba cansado de salir los jueves y de vivir y ellos continuaban agrandando su carrera. Me parecía que había pasado una vida entera.
En Suecia nunca me llevaron a un partido de hockey sobre hielo porque en mi ciudad de adopción jugaban a algo distinto: el bandy. Es como el hockey sobre hierba, en campo grande y 11 contra 11, pero sobre hielo. El club local de bandy de la pequeña ciudad de Falun, el Falu BS, invitaba a los estudiantes universitarios a algunos partidos. Primero no nos hizo mucha gracia, pero luego alguien dijo que daban bebida gratis, y allá que fuimos a darlo todo por el Falu BS, que desde pequeñitos éramos todos del Falu BS, tremenda pasión por el Falu BS, que nos faltó besar con lengua el escudo del glorioso Falu BS. Llegamos y era verdad: regalaban un vino caliente aromático llamado glögg, que al principio generaba algo similar a la náusea y al final te acostumbrabas y hasta te gustaba, tal y como sucede con las canciones de la radiofórmula. El glögg crecía en su valor por el hecho de estar viendo el partido bajo cero. Hay gente que triunfa y no tiene más mérito que ese: ser la bebida caliente de alguien que vive bajo cero. Ese era el secreto del bandy: ser el único deporte a mano en nuestro pueblo.
El NHL 99 tenía una función que mejoraba la realidad del bandy en Suecia. Después de algún choque duro, el partido se detenía y dos jugadores se retaban a una pelea. En la parte superior de la pantalla salían dos barras, como en los videojuegos de lucha, cuya energía iba menguando si recibías un golpe. Al principio era súper divertido, pero luego te dabas cuenta de que si no peleabas y te rendías, solo te expulsaban 2 minutos, en lugar de 5. Era el gran dilema: la diversión inmediata de la pelea o la perspectiva suficiente para tener la actitud correcta (la universidad es igual, si lo piensas). Juraría que había una relación directa entre el tiempo que dejabas de verle la gracia a pelear y tu resultado en un test de inteligencia.
La gloria semanal de Ballester. Gracias Diosito.
Better call Ballester.
Nuestra dosis semanal.
Gracias por las risas.
Jajaja, buenísimo.
Tuve una experiencia similar a la tuya en la tienda de Game de Burgocentro (antes tenía otro nombre que no recuerdo), pero acabé comprando el NFL y me volví fan del football. Al principio la única jugada que hacía era el «hail Mary» (nombre sensacional para una jugada kamikaze) pero le acabé cogiendo el truco.
Cuando estuve en Toronto, aluciné con el hockey sobre hielo. Es un pasada, y allí se sigue más que eñ fútbol en Europa. Es rapídisimo, todo el rato se están pegando, y verles patinar es una pasada. Si van a Canadá, no duden en ver a los Maple Leafs (o a su filial los Marlies, bastante más económico). Ahora, no les recomiendo jugarlo por el elevado riesgo de romperse la muñeca