Fue él quien se puso a rodar con su bici a mi lado. Tenía catorce años, el pelo rapado, una sonrisa blanca y sus ojos redondos no dejaban de mirarme con curiosidad y viveza. Me miraba más a mí que al frente, que a la carretera, pero podía hacerlo, el tráfico era casi nulo, algún taxi, varios tuktuks y algún autobús repleto de todo tipo de adornos que siempre hacían sonar su alegre bocina trompetera. Desde que inicié el viaje, era la primera carretera asfaltada que me encontraba con doble carril y las dos direcciones separadas con una jardinera central. Había que prestar más atención a los rebaños de burros, ovejas y cabras, que al escaso tráfico. El chaval tenía pinta de saberse de memoria la localización de todos los bultos, baches y gravilla de la vía. Dominaba con habilidad su bici, una de montaña como de los años 90´, con cubiertas lisas y cuernos en los extremos del manillar. Nos entendemos en nuestro particular inglés, mañana tengo carrera, me dice. Lo miro de arriba abajo, incrédulo, en silencio, sin dejar de pedalear y me fijo en su camiseta de algodón, el chubasquero amarillo y gris ondeando al viento, las bermudas de colorines de camuflaje con un par de tallas más y, sobe todo, me fijo en sus sandalias de cuero que milagrosamente unen el pie con el pedal.
Me cuenta que el pertenece a uno de los tres clubs de ciclismo de Mekelle y que en esta época, junio, es cuando se disputan las carreras. Será porque es época de lluvias, y si llueve hay alegría. Eso supone que habrá cosecha y podrán comer todo el año. Si no llueve, el desastre, para muchos solo quedará la ayuda humanitaria. Este año, 2008, llueve, hay alegría. Economía de subsistencia creo que le llaman.
Días antes de empezar a pedalear, escribí a la embajada en Addis Abeba, para informarles de que iba a ir con mi bici y unas alforjas hasta el norte del país y, de paso, les pregunté si sabían de alguien que lo hubiera hecho antes. Me contestaron que sólo sabían de uno que hizo ese recorrido en solitario y que lo más destacable que me podían contar, es que los niños le tiraban piedras a su paso. El primer niño que se agachó para coger una piedra a mi paso me llamó la atención por los gritos de excitación que dio cuando me vio. Estaba con sus cabras al borde de una loma cortada por el paso de la carretera, a unos diez metros por encima de mí, solos él y yo, mirándonos, el hacia abajo y yo con la vista hacia arriba aceptando mi fatalidad.
Me hizo gracia la situación del crio cabrero pasándoselo bomba apedreando a un tío en bici con pantaloncitos de licra y un ridículo casco en la cabeza y me surgió una espontánea y sincera sonrisa al tiempo que levanté mi mano para saludar cual rey mago en la cabalgata. El niño, que tenía la piedra bien asida con su mano por encima de su cabeza en posición de lanzamiento, se quedó paralizado un instante al tiempo que abría la palma y dejaba caer la piedra hasta sus pies. Sus gritos aumentaron de intensidad al tiempo que movía los dos brazos en forma de saludo y contestaba a mi «gracias chaval por no tirarme la piedra», así, en castellano, con unos ¿guayugoin? muy altos que no entendí hasta que mastiqué bien la palabra mientras pedaleaba. Esos «jalou» y «guayugoin» que me soltaban los niños me servían para entablar conversación y colmar su necesidad de atención, deduje que era ese el motivo de su afición al lanzamiento de piedra al ciclista pálido. Les soltaba la retahíla de nombres de localidades por las que iba a pasar, les señalaba con el dedo diciendo la palabra «farenji», algo así como forastero, y me golpeaba el pecho diciendo «babesha», algo así como nativo etíope, todo eso sin dejar de saludar con la mano y sonreír.
Los chavales se partían el pecho y gritaban excitados, ya tenían algo que contar a sus amigos sobre el extraterrestre que habían visto en la carretera. Ni un solo chaval me tiró una sola piedra, su deporte favorito. Los que no hacían ni un amago de tirarme piedras eran los niños que estaban en la escuela, los que tenían la suerte de que sus padres no les mandaran a cuidar las cabras o a recoger higos chumbos al monte para ayudar en casa, los que tenían un balón para patear o los que corrían por la carretera repleta de personas andando, cabras, burros, vacas y dromedarios, soñando en ser estrellas del atletismo. O los niños que tenían una bicicleta china, de la china de Mao, o una bici de las que no tienen barra horizontal pero sí infinidad de cintas coloridas, timbres, molinos de viento o cualquier adorno que se le pudiera colocar. Pero ciclistas, de esos que utilizan la bici para todo, incluido hacer deporte y competir, de esos no vi ninguno hasta llegar al norte, a la región de Tigray.
Le pregunto su nombre, ¡Haile Melekot!, lo repito en alto y el me corrige, así varias veces hasta que parece sentirse satisfecho de cómo pronuncio esas «es» que son casi «oes». Los que utilizamos idiomas que sólo tienen cinco vocales, debemos ser más abiertos y respetuosos con los que tienen más vocales. Tanto el tigriño como el francés, catalán, gallego o inglés sin ir más lejos. Me pregunta por mi destino y le digo que voy a Wukro, más al norte, a la escuela del misionero Ángel Olaran. Haile me repetía que iba en dirección contraria, pero yo hacía caso al mapa que llevaba. Yo estaba aquí por culpa de un médico, Imanol Apalategui, que venía cada cierto tiempo a traer medicinas y pasar consulta a niños y adultos del pueblo y me había dicho varias veces de acompañarle. Esta vez acepté y le acompañé, pero se enfado mucho cuando le dije que iría desde Addis Abeba hasta Wukro en bici. Me lo llegó a prohibir con insistencia, pero lo que tenía que haber hecho era hablar con mi madre. Ella aprendió que conmigo funciona mejor la psicología inversa, lo supo desde que se negó categóricamente a que anduviera en bici para que continuara con mis estudios.
Aunque soy cabezón, reconozco que algo de razón tenía mi amigo Imanol, las únicas imágenes que tenía de Etiopía eran las que ponían junto a la canción esa de We are the World de unos años antes. Tampoco había mapas en las librerías de viajes que visité, así que preparé mi recorrido usando el Google Maps donde, año 2008, era todo plano y no aparecían los puertos de más de treinta kilómetros a más de 3000 metros de altitud. En el aeropuerto de Addis me agencié un mapa, no muy fiable, en la que me marcaba las poblaciones más grandes del recorrido donde era más fácil encontrar alojamiento. El primer lugar escrito con letras más grandes en el mapa era DebreBirhan, a 120 kilómetros de Addis.
Me tranquilizó encontrar el primer día un hotel con buena pinta a la entrada del pueblo, frente a la escuela. Rodeado por un murete, una pequeña estructura circular como recepción, otra más grande como restaurante y otra en forma de «L» con las espaciosas habitaciones con cama y banco de madera como único mobiliario y un baño con ducha y wc en una sola pieza, y el detalle de unas chanclas de plástico de cortesía, estaba en la gloria, de verdad. Como clientes, solo había un grupo de chinos que estaban ensanchando y asfaltando la carretera. Ahora ya está toda asfaltada.
En recepción me cuentan orgullosos, que la propietaria del hotel es la atleta Gete Wami, ganadora de la medalla de oro en 10000 en el campeonato del mundo de atletismo de Sevilla 1999, la de plata en la olimpiada de Sidney y la de bronce en Atlanta en la misma distancia, entre otras victorias. En ese momento ya se estaba dedicando al más lucrativo maratón, ganando el de Berlín dos años antes. Me cuentan que de niña se hacía corriendo 20 kilómetros diarios desde su aldea hasta la escuela situada frente al hotel, que ese era el motivo por el que lo construyó en este lugar.
La víspera de encontrarme con Haile en la carretera que une Mekelle y su aeropuerto, salí a dar una vuelta en bici por Maychew antes de acostarme. Frente a mí, en la dirección que tenía que tomar al día siguiente, sólo veía montañas. Cuando les dije a un grupo de chavales con los que hablaba, que al día siguiente llegaría a Mekelle, un centenar de kilómetros, éstos comenzaron a reírse, a hacer aspavientos y a decirme que eso era imposible, que había que subir hasta allí arriba, señalando las montañas. Quitando Addis Abeba, no había visto a nadie en todo el trayecto utilizando la bici con fines deportivos, así que no les di mucho crédito pero me sirvió para tomar precauciones, salir muy temprano iluminando con una frontal y rodando muy despacio para no reventar.
Esas precauciones me vinieron muy bien para cubrir los 50 kilómetros de subida, con algún llano y bajada entre medio, que me llevaron hasta coronar el puerto de AmbaAlage, cerca de la montaña de 3945 metros del mismo nombre. Los etíopes te señalan orgullosos esta montaña como el lugar donde ganaron una importante batalla contra los italianos que habían conquistado, de la mano del general Badoglio, toda Etiopía. Al tal Badoglio, Mussolini le nombró Duque de Addis Abeba, ducado que le duro apenas cinco años. Tan poco tiempo, que los etíopes alardean de que son el único país de África que no ha sido colonizado por ningún país europeo. Si al tipo este lo hubieran nombrado Duque de Asmara, le hubiera durado más tiempo, porque Eritrea si que llevaba tiempo siendo colonia italiana, tanto tiempo que pudieron introducir el ciclismo, las carreras ciclistas y una gran afición a este deporte que, a su vez, trasladaron a sus vecinos del sur, los tigriños.
La cima del puerto era la línea divisoria entre las regiones, y etnias, de Amhara y de Tigray. En el primer pueblo que encontré al terminar los treinta kilómetros de descenso, me paré junto a una niña en cuclillas que vendía higos chumbos al borde de la carretera. Me senté en la barra horizontal de mi bici y sin mediar palabra la niña empezó a pelar los higos y me los iba ofreciendo al tiempo que yo los engullía. Era mi alimentación básica estos días, junto a la tradicional enjera, una especie de crepe hecha con harina de tef al que se añade por encima carne o verduras. La niña iba haciendo montoncitos de peladuras de a cinco para luego sumar y cobrarme lo consumido. Cuando ya llevaba varios montoncitos de peladuras pude atisbar a lo lejos, por encima de las cabecitas de los niños que se habían ido agolpando a mi alrededor entre miradas pasmadas y risas contenidas, a un gran rebaño que se acercaba a gran velocidad. No era capaz de distinguir hasta que no estuvieron a un par de centenares de metros. ¡Era un pelotón de ciclistas!
Mi arrogancia no me permitía hacer caso al pequeño Haile que me insistía que debía pasar por Mekelle, 190 000 habitantes, para llegar a Wukro y no por el camino más corto que me marcaba el mapa. En ese estado de oídos sordos, pude escuchar unos insistentes bocinazos que provenían de un todo terreno parado al otro lado de la carretera. Era Ángel Olaran que venía del aeropuerto de recoger a una persona que iba a su escuela en Wukro. Ángel recibía a todo el mundo, parafraseando a Groucho Marx, incluso a gente como yo. También a jóvenes díscolos o rebeldes a pesar de tenerlo casi todo en Europa, sus padres los mandan allí para que vean «otras cosas». Algo así como el rey emérito con Froilán pero en un mundo paralelo. Olaran trabaja en favor de los más necesitados de entre los necesitados.
En una de las conversaciones, que no confesiones, que tuve en los años que fui a verle, pasamos por delante de la iglesia construida en los terrenos de la misión y le inquirí sobre la conveniencia de ese gasto teniendo en cuenta las necesidades básicas acuciantes. Me contestó que un grupo de suizos le daba dinero, pero con la condición de que se dedicara a la construcción de una iglesia y que no lo dudó, dio trabajo a canteros, albañiles, carpinteros y a más personas del pueblo. Seguimos un rato andando en silencio, hasta que se paró y me dijo que si un día viene, (aquí que cada uno ponga lo que más le pueda repatear: una marca de bebidas gaseosas, una compañía petrolera…) y le ofrece un dinero con el que puede salvar la vida de algunos niños, no lo duda. «Salvar la vida de unos niños con algo más de dinero», aún no estaba asimilando a donde había llegado con mi bici, ni que me pidiera ayuda para el equipo ciclista de su escuela.
Me decía que los niños, más cuando van creciendo, también tienen derecho al ocio y que el mejor ocio es el deporte. «A todas esas personas que se manifiestan en contra del aborto, yo les invitaría a que vinieran aquí y dedicaran algo de su tiempo y su dinero a salvar niños, que estos ya están creciditos», me dijo en otra ocasión con esa manera de hablar extremadamente cariñosa pero con un punto de socarronería e, incluso, algo de humor oscuro. Creo que es un buen comercial y se adapta a su interlocutor para atraparle. En ese momento tenía a 2.000 niños y niñas a su cargo, algunos en la escuela y otros, los más, colocados en familias a las que daba un dinero mensual para la manutención del huérfano. Huérfanos del sida y de la guerra con Eritrea. Si, una guerra con Eritrea de la que no tenía ni idea y que no se inició con la independencia de la antigua colonia italiana, que se hizo legalmente a partir de un artículo de la constitución etíope que lo permite tras el preceptivo referéndum, esta guerra con miles de muertos empezó años después con la disputa por una localidad y unos territorios que no habían quedado delimitados con claridad.
El joven ciclista Haile me decía que me diera la vuelta, pero no me explicaba por qué había tantos soldados en Kwiha, junto al aeropuerto, ni que habían volado el puente y la antigua carretera hacia el norte que llevaba años inservible. Los cascos azules andaban por allí y ya llevaban diez años sin combates, aunque la declaración de guerra seguía en pie. Haile no me quería decir nada de todo eso, no se quería meter en líos, su pasión era la bici, su supervivencia. Este niño que me hacía repetir su nombre hasta que me acercara a su pronunciación correcta, consiguió aparecer en todos los medios de comunicación del país nueve años después. En 2017 consiguió vencer el campeonato nacional de ciclismo de Etiopía. Al año siguiente consiguió una plaza en el Aldro, un equipo ciclista élite que dirigía Manolo Saiz. El director cántabro me cuenta que, cuando llegó, le dijo: «Aprende todo lo que puedas, tu has venido aquí para ser transmisor de conocimiento y tendrás un papel de hacedor a tu regreso». Estuvo un año más en el Caja Rural aficionado y volvió a Mekelle, ganó otro campeonato de Etiopía de carretera y de contra reloj y se dedicó a eso, a entrenar chavales.
Al año siguiente volví, con más gente a hacer el mismo recorrido, incluso gané una carrera en la calle principal de Wukro, más por astucia que por fuerza. En los años siguientes, fui viendo una lenta mejoría. En colaboración con las autoridades locales, Ángel había plantado cientos de árboles en los montes cercanos al pueblo, terrazas para retener la lluvia y en general, muchas mejoras. Niños, niñas y jóvenes tenían posibilidad de elegir entre varios deportes. Quienes practicaban el ciclismo entrenaban al alba, antes del bullicio, y recibían un almuerzo al acabar. En la capital, Mekelle, los buenos ciclistas competían con bicis de carretera. Un pionero comenzó a competir en el circuito africano, fichado por el equipo sudafricano Qhubeka. Un ídolo al que siguieron varios ciclistas más que recalaban en equipos europeos y volvían a Mekelle después de cada temporada.
¿Por qué hablo en pasado de todo esto? Es muy posible que quien no siga medios de comunicación anglosajones ni se haya enterado de que, en noviembre de 2020, estalló una terrible guerra en Tigray que duró hasta noviembre de 2022, con cientos de miles de muertos, miles de violaciones, saqueos y devastación, con un «premio nobel de la paz» y un dictador eritreo en el ajo.
Nada más firmarse el frágil acuerdo de paz en noviembre, Haile Melekota ha retomado los entrenamientos con sus chavales. Ya se han disputado dos carreras en Adigrat, al norte del Tigray. Reanudadas las comunicaciones tras dos años aislados le llamo a Haile, pero cada vez que le pregunto por algo relacionado con el conflicto vuelven a fallar las comunicaciones, que vuelven a funcionar cuando le pregunto por ciclismo. El ciclismo es un deporte de supervivientes.
Angel Olaran está estos días en Hernani, su pueblo natal. Me paso dos horas con él y con una grabadora, muy duro. Le pregunto por el deporte, -por el que se practicaba antes-, y me contesta con su dulce voz y su humor especial, «últimamente el deporte que más se ha practicado en Tigray ha sido el de correr delante de las balas».
Pello escrito muy revelador de la afición al ciclismo que tú creaste con tu gran generosidad y que los chicos arropados por Ángel han sabido agradecer a su manera con el gran cariño que te profesan. Me produces un nuevo motivo de admiración propio de personas como tú. Sigue irradiando ese buen hacer..Un fuerte abrazo
escrito muy revelador de la afición al ciclismo que tú