Qué bien le ha venido a la columnista que esta semana se haya juntado el parón de selecciones con la presentación de los vídeos de la Queens League. Los más puristas defenderán que lo que hemos visto esta semana no es fútbol, es solo espectáculo, y los más tiquismiquis hilarán más fino aún para encontrar defectos en los 250 vídeos disponibles para analizar jugadoras. Sin embargo, ahí, en la cantera, en jugadoras de 16 años haciendo una prueba llenas de nervios o de 35 llenas de ilusión, es donde se ve el fútbol más puro. El simple pero tan complicado arte de hacerse un hueco en un equipo cuando acabas de abrir la puerta del vestuario.
Las pruebas son cortas, escasas en dificultad y hechas con prisas, no lo vamos a negar. Demostrar fútbol en cinco minutos es tentar a la suerte, tener el día, que entre todo, o salir del campo con la sensación de tener las botas cambiadas de pie. No hay grises. Pero aún así, el toque del pie en el balón es el único que puede medir lo futbolístico, y es que la otra parte, la de las métricas, deja un montón de dudas tanto en las futbolistas como en los analistas y espectadores, y es que, ¿se puede medir el talento?
¿Cúál es la escala? ¿el 0 sería yo y el 100 Alexia Putellas? ¿Dónde dejamos el cinco raspado? ¿Qué te da decimales? ¿Se puede acudir en septiembre para subir nota? ¿La decisión del tribunal es inapelable? Y si en vez de dar un pase en profundidad hubiera optado por recorte y encarar, ¿tendría un 70 en vez de un 60? La decisión es tan subjetiva que es imposible encontrar un criterio unificado en el fútbol sobre el talento de los que vemos temporada tras temporada, imagínense en cinco minutos. Si es improbable, o al menos harto difícil, que el seleccionador que nos okupa sea capaz de ver el talento de las pivotes de la Liga F en siete años, cómo vamos a pedir que un grupo de analistas den con la clave para calificarlo en apenas cinco minutos de partido.
El fútbol se siente y se disfruta, no se mide. Si acaso, podemos medir la eficiencia en él, a base de estadística fría, goles, asistencias, balones perdidos, y sobre todo la tabla clasificatoria, esa cruel compañera que te condena o te da la gloria. Y aun así en ella hay alegrías y tristezas que no se pueden medir, como escapar del descenso en la última jornada, o salir de puestos de Champions en el último minuto de la temporada. Todo eso, que nace de la emoción visceral, de la pasión, no es objetivo, y es lo que hace a este deporte bello, aunque esa belleza caiga a veces en el pozo del fanatismo, del odio al contrario y del juego sucio.
Ser futbolista es dejar que te invadan esos sentimientos cuando pisas el verde. Amar el fútbol es sentir por la que lo está tocando. Quienes han visto los 250 vídeos fijándose en los números que acompañan al perfil de cada futbolista, han perdido la inocencia del niño que se apoyaba en la barra del campo de fútbol de su pueblo viendo a los mayores golpear desde la frontal del área. Les voy a contar una cosa: mi sobrino con tres años tenía como ídolo al portero del Real Oviedo, Oinatz Aulestia. Para muchos un mediocre que no pasó de segunda, para él un héroe. La primera vez que le vio sacar de puerta, me dijo que era el hombre más fuerte del mundo, porque la había llegado al otro campo, y ya no había quién le bajara de la burra de que aquel portero era el mejor de la historia, haya los que haya por encima de él en la lista. Esa es la magia del fútbol, que no se mide. Que lo que yo siento cuando Patri Guijarro alza la mirada buscando un pase, cuando Misa Rodríguez saca una mano de puro reflejo, cuando Marta Cardona arranca una carrera en la banda, cuando Ana Gamundi pisaba la pelota en el centro del campo, cuando Ane Azkona mete un centro milimétrico, no se puede poner en números. La buena futbolista es la que te hace levantar el culo del asiento cuando recibe la pelota, jamás la mejor calificada por una inteligencia artificial ni por un GPS. Sientan más, midan menos.