«El infierno del norte». «La Pascale». Esa carrera temida por muchos, amada por otros, de la que Hinault dijo que era una mierda; en la que Johan Museeuw casi se deja literalmente la pierna para después ganarla hasta en dos ediciones más. Os voy a hablar de una carrera especial, de la París – Roubaix.
No, esto no es una crónica más de lo que dio de sí la carrera a nivel deportivo. Sobre eso ya se ha escrito mucho estos días, seguro que en alguna plataforma podéis ver la carrera íntegra y los resultados los tenéis bien detallados en Pro Cycling Stats y páginas similares. Yo vengo a contaros lo que significó para mí vivir una experiencia única entre granjas, bosques y adoquines. Un fin de semana visitando Arenberg, ese tramo entre hayas, robles y fresnos desnudos y que discurre sobre una minaque obsesionó a uno de sus trabajadores, Stablinski, antiguo campeón ciclista que no paró en su empeño hasta incluirlo en la carrera. Y ese otro tramo conocido como Carrefour de L’Arbre, o Pavé de Luchin (que dicen por ahí algunos puristas) donde presencié las carreras (femenina, junior y masculina) entre maizales ya cosechados.
Será difícil transmitir todo lo que he sentido estos días en la Alta Francia porque pienso que hay que vivir y sentir la carrera. Y quiero hacer hincapié en este segundo verbo. Sentir, porque la Roubaix se siente. Y se siente con los cinco sentidos. ¿No os lo creéis? Vamos a ello.
Vista
El más obvio, podréis decir. Y sí, lo es. Ver la cara de angustia de tus ídolos, si tienes suerte, el momento de acelerón de Wout van Aert, los coches de los equipos pasando a toda prisa… Todo eso se ve. Pero no deja de ser lo mismo que hay cuando enchufas la tele desde tu casa. Allí percibes otras cosas con los ojos. Percibes esos adoquines. Dios santo bendito. Parece que alguien ha tirado las piedras desde un avión y, según caen, ahí las han dejado. Deformes, irregulares, separadas unas de otras. Una locura. Yo mi bici no la meto ahí, que le tengo mucho cariño (y a mi monedero también). Son dos tramos diferentes, a pesar de tener el mismo grado de dificultad. Arenberg más regular dentro de su deformidad. Carrefour tramos mejores (si podemos emplear este adjetivo en ese infierno) y otros que son socavones, casi escalones, obstáculos en el camino. Me habían dicho que el adoquín de Roubaix es diferente, que hasta que no estás ahí no te das cuenta. Cierto.
También ves la dificultad por la que pasan los centenares de cicloturistas en su empeño de atravesar los tramos con sus bicis, más despacio, más pendientes de seguir de pie (y con vida) que de competir y con la ilusión de llegar enteros al final (alguno luego vuelve; loco). Entre estos personajes hay alguno que lo lleva aún más al extremo, en una mezcla de locura, nostalgia y romanticismo. Lo hacen en bicis de primera mitad de siglo XX, con sus portabidones en el manillar, su(s) desarrollo(s), su peso… y cómo no ataviados con la vestimenta de la época. Pantalones, jerséis y el elemento definitivo para ser un auténtico Lapize. La cámara de recambio atada al cuerpo.
Caravanas, disfraces, maillots de diferentes equipos y etapas, banderas (flamencas las que más, presencia importante de ikurriñas) son otros elementos que pone colorido a una prueba ya de por sí variopinta.
Olfato
¿Olfato? ¿Una carrera ciclista huele? A este Eneko le dura todavía los efectos de la Leffe, Kwaremont y Grimbergen, pensaréis. Puede ser. Pero os aseguro que la Roubaix oler, huele. Huele a brasa, a salchichas, a panceta (o como le quieran llamar allí), a carne. Son cientos, miles diría, de personas las que nos concentramos en el tramo que lleva al cruce del árbol. Y a muchas de ellas se les puede dar la categoría de profesionales de la intendencia para una jornada de espera hasta la llegada de los corredores. Entre todo el material (carpas, música, sillas, mesas) está la imprescindible barbacoa. Más o menos grandes, pero cada pocos metros tienes a una familia o una cuadrilla alrededor de un recipiente del que sale humo y te llega ese aroma que provoca una manifestación masiva en tus tripas. Y tú con tu bocata de mortadela en la mochila, porque eres globero hasta para llevar la comida, cawentó.
Pero no solo huele a barbacoa, aunque de comida seguimos hablando. En las zonas más concurridas y donde se colocan tiendas oficiales, puestos de cerveza, juegos para niños, … véase el inicio del tramo a Arenberg, lo que te invade es olor a cerdo. Grasa de cerdo, concretamente. Ingrediente esencial para terminar de freír las famosas patatas franco-belgas. Un jodido manjar.
Gusto
Después de haber leído el sentido anterior, os podéis imaginar qué viene aquí. Correcto. Roubaix sabe a esas patatas que os decía que haría ponerse a los pies de sus creadores a todos los dioses griegos y romanos. Sabe a bocata de salchichas, de carne de cerdo, de ternera. Sabe también a champiñones a la brasa, a encurtidos y snacks, a guisos traídos de casa o preparados sobre la misma lumbre.
Pero si a algo sabe Roubaix es a cerveza. Mucha cerveza. Litros y litros de cerveza. Cajas, más cajas, y venga cajas de cerveza. ¿En los bares y puestos de alrededor? Cerveza. Y es que en los supermercados de la zona hay una sección decorada con rótulos, fotos y piedras de la París – Roubaix. ¿Os imagináis qué se vende en esa sección? Sí. Únicamente cerveza. De todas marcas y tamaños. Desde la blanca hasta la más especial de la zona. Desde una lata hasta barriles. La gente se aprovisiona de este líquido de cebada y lo engulle durante la larga espera a la carrera.
Oído
Quizás el sentido que más me sorprendió. Antes de la carrera es una fiesta. En el kit de supervivencia para asistir a una Roubaix está el equipo de música. Móvil, altavoz bluetooth de diversos tamaños o, ya si te has pasado todas las pantallas del juego, mesa de mezclas y bafles. Cada grupo tiene su lista de Spotify confeccionada para la ocasión o su DJ de turno. Puedes escuchar las canciones más pegadizas de los diferentes países. La Raffaella Carrá belga, el Paquito el chocolatero danés, … Pero un tema por encima de todos. Yo no sé el gusto por este deporte que tiene Neil Diamond, pero su Sweet Caroline retumba en toda carrera ciclista que se precie.
Otro de los sonidos previos al paso de los corredores es la radio o, ya con las nuevas tecnologías, televisión. Pantallas gigantes hay pocas y todas a principio o final de algún tramo. Así que si estás en medio de la nada y quieres seguir cómo va la carrera tienes que recurrir a estos medios. Paseas y puedes oír a comentaristas en todos los idiomas. Cada cuadrilla, cada familia, cada pareja… todos con su radio, móvil, tablet e, incluso algunos, pantalla de televisión.
Estos dos sonidos van en aumento conforme se acerca la hora de llegada de los primeros ciclistas. Súmale los coches de invitados, organización, equipos o motos de la gendarmerie que con su claxon anuncian que el momento que llevas más de seis horas esperando está cerca. Hasta que…
(Tacatacatacatacatacatacatacatacatacatacataca)
Hasta que suenan los helicópteros de fondo y ocurre, quizás, el momento que más me sobrecogió de todo el fin de semana.
Silencio.
Un silencio casi de funeral solo interrumpido por algún pequeño murmullo y el mencionado «tacataca» de fondo. Lo que hasta el momento era algarabía de repente todo se vuelve calma. Me recordaba a la escena de El retorno del rey, cuando están Gandalf y Pippin en Minas Tirith y el viejo le dice al hobbit «el silencio es la calma que precede a la tempestad».
Porque la tempestad llega. El momento que uno lleva años esperando. Explosión, gritos, silbatos, más claxon… Voces animando a cada uno de los corredores. Allez, allez, allez. Júbilo al paso de los héroes que están a punto de terminar este infierno. Ánimos a unos y otros. Dai, dai, dai. Los decibelios suben durante varios minutos para luego hacerse más intermitentes (los ciclistas ya van pasando más escalonadamente) y menos intensos. Es otra cosa que sabes que pasa porque se oye en la tele, pero no sabes hasta qué punto existe ese contraste de fiesta-silencio-explosión.
Y hay una última cosa que me sorprendió en este sentido del oído. El traqueteo de la bici sobre los adoquines. Ese bote constante, la vibración con la que castigas a tu máquina, que piensas que se te va a romper en cualquier momento. Sufres por la bicicleta, sufres por las manos del ciclista, sufres por ese mecánico que está en el coche o esperando en el camión al lado del velódromo de Roubaix, sufres porque sabes lo que cuesta un bicho de esos y cómo cada piedra puede ser la última. Ese ruido te hace sufrir, sí.
Tacto
Sí, sí. Tacto. Para el ciclista está claro que es uno de los sentidos más presente en La Pascale, vistas las manos al final de la carrera. Pero, ¿para el espectador?
Yo aquí quisiera mencionarlo de un modo más figurativo e incluso a través de otras acepciones de la palabra. Como metáfora, un abrazo.
Abrazo gordo.
Abrazo entre aficionados. Tú formas parte ahí de una familia. El uno te ofrece cerveza desde su silla, el otro te da un piscolabis recién salido del fuego, reconoces a alguien de tu tierra al ver el maillot del CLAS, … Me parece un sentimiento de hermandad enorme en un deporte tan individual.
Abrazo a los corredores. Animando desde el primero hasta el último de los que allí pasaban (y mira que pasaban separados y de uno en uno prácticamente). Cada uno tenemos a nuestro favorito, pero no creo que exista otra disciplina deportiva en la que haya, no ya respeto, sino admiración por los que compiten contra él. Porque el respeto está intrínseco. Nadie, absolutamente nadie está en el camino. Todos animando desde fuera, desde los campos, desde el regato. El camino (porque carretera es mucho decir) está para ellos, para los corredores y coches. Nadie corre detrás de ellos ni se abalanza.
Y abrazo a la carrera en sí. Es una prueba única y se le trata como tal. La pasión con la que se vive, la ilusión con la que cada aficionado llega a su tramo (alguno incluso recorre varios), el cuidado que se tiene con cada uno de los detalles. Y en este aspecto no me quiero olvidar de gente totalmente indispensable para que la carrera siga teniendo su pedigrí. La asociación Amis de París – Roubaix, además de estudiantes y otros entes, se encargan a lo largo del año y especialmente semanas antes de la disputa de la prueba, de que todos los tramos permanezcan intactos. Si hay alguno que ha sufrido algún daño lo reparan. Ojo, repararlo es volver a poner una piedra similar a la que había. Desgastada e irregular. Son responsables de limpiar la hierba que nace entre adoquines utilizando a su ganado caprino. Los animales pasean días antes por Arenberg dándose un auténtico festín herbáceo. Incluso el día de la carrera pude observar como estaban poniendo una piedra en mitad del tramo porque algún desalmado (que siempre hay quien se escapa de su caverna) ha querido llevar a casa un souvenir.
Entre todos los actores: ciclistas, organización, patrocinadores, aficionados, medios, asociaciones, cada uno aportando su grano de arena, consigues llevar esta carrera a su culmen en cada uno de los sentidos. Una mezcla de sentimientos, de vivencias, de historias.
Ésta es la mía. Cada uno lo habrá vivido de una manera. Puede que coincida en parte con la que acabas de leer o puede que sea totalmente diferente. Pero lo que estoy seguro es que, si ese otro alguien que ha estado allí te la cuenta, dirá que la París Roubaix es una carrera única, que te llega.
Y si eres de los que no ha estado todavía solo puedo decirte que vayas. La veas, la huelas, la saborees, la escuches y la toques. En definitiva, que la sientas.
Mis cinco sentidos se han transportado a la carrera durante 10 minutos. Gracias Eneko por compartir tu vivencia con la pasion que te acompaña
Pudimos estar con 3 amigos en el mismo tramo y es tal y como lo describes, magnífico artículo.
Qué preciosidad de texto
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