Lucas tenía 12 años cuando River anunció que Marcelo Gallardo sería el nuevo entrenador. La noticia tampoco le despertó demasiada ilusión. El «Muñeco» era uno de los referentes del equipo cuando empezó a ir al Monumental de la mano de su padre, pero Lucas todavía no había terminado de asimilar la sorprendente renuncia de Ramón Díaz, el entrenador más ganador en la historia del club, el que los volvió la situar en lo más alto del fútbol argentino.
Lucas se había hecho hincha de River escuchando a su padre hablar de triunfos heroicos en la Libertadores o de la la Copa Intercontinental ganada en Japón. Había oído historias del «Beto» Alonso, de Francescoli, Crespo o Saviola y esas eran su garantía de que River era uno de los grandes del fútbol mundial; porque, lo que él había vivido en su corta vida, apenas era el reciente título con Ramón Díaz, el Clausura del 2008 y luego, la pesadilla del descenso.
Gallardo había sido un jugador notable, campeón de la Libertadores y de suficientes títulos como para ser recordado con cariño entre los hinchas. «Era recontrarespetado, querido, admirado, pero no sé si tocaba ese nervio que tocan los ídolos; como el «Burrito» Ortega, por ejemplo» explica Andrés Burgo, periodista e hincha «gashina», autor de los libros Ser de River, La final de nuestras vidas y River para Félix.
Fue Enzo Francescoli, por entonces manager del club, quien se fijó en Gallardo para dirigir a River. Ambos habían sido campeones de la Libertadores en los años noventa, por eso, cuando se encontraron en el aeropuerto de Montevideo, muchos años después, se saludaron y estuvieron un rato charlando de fútbol. Se volvieron a encontrar en un restaurante de Buenos Aires y volvieron a hablar de fútbol. Ahí ya le quedó claro a Enzo que Gallardo estaba preparado para entrenar a un grande.
Midiéndose a Boca
El «Muñeco» asumió el cargo en junio de 2014, con la presión añadida de tomar un equipo que acababa de salir campeón. Empezó bien en el campeonato argentino, hasta que, en las semifinales de la Copa Sudamericana, le tocó enfrentarse a Boca. No es fácil de entender lo que implica un Boca-River en competición continental, baste decir que, a partir de ese momento, Gallardo dejó de lado el campeonato argentino y puso todas las fichas a la Sudamericana.
Después del empate a cero en la Bombonera, en el partido de vuelta apenas pasó un minuto hasta que llegó el momento clave, cuando el árbitro señaló penalti a favor de Boca. Gigliotti lanzó y Barovero detuvo. La primera imagen para el recuerdo del ciclo Gallardo. River terminó levantando aquella copa y Boca vendió a su delantero. Así es el fútbol.
Aquellos primeros meses ya dejaron claro lo que sería el River de Gallardo. «Marcelo ha hecho dos grandes aportes al club» me cuenta Andrés Burgo. «Cambia la racha con Boca, ganando cinco series consecutivas, todas grosas y perdiendo, por penales, dos menores. Y, por otro lado, le dio a River la grandeza internacional que tenía en nombre, pero no en títulos».
La temporada siguiente volvió a costarle coger el ritmo al equipo de Gallardo. En la Libertadores estuvo a punto de quedarse fuera en la fase de grupos, pero una inesperada victoria de Tigres frente a Juan Aurich le dio el pase a octavos. «Ahora que venga el que sea», declaró Gallardo. Y el que sea fue, una vez más, Boca Juniors.
Entre la hinchada de Boca había miedo a una nueva derrota con el máximo rival y todo terminó por estallar cuando, desde la grada, un barra brava roció gas pimienta en el túnel por el que estaban saliendo los jugadores de River, hiriendo a varios de ellos. Boca fue descalificado y el equipo de Gallardo terminó ganando aquella Libertadores.
Ese día, cuando River se enfrentó a Tigres en la vuelta de la final, Lucas estaba con su padre en la tribuna San Martín alta viendo el impresionante recibimiento del Monumental a los jugadores y saltó de alegría cuando Funes Mori marcó el tercer gol, el que aseguraba la victoria en la Libertadores. Sabía que los «bosteros» seguirían cargándolo con el descenso, pero River había vuelto a lo más alto del fútbol sudamericano y ya no necesitaba recurrir a historias del pasado para demostrarlo.
Vamos por más
En las celebraciones por la Libertadores el «Muñeco» declaró: «Es para la gente, que después de 19 años vuelve a tener una gran alegría. Gracias a todos por haber disfrutado esta fiesta. ¡Y vamos por más!».
Para entonces Gallardo ya era uno de lo entrenadores más respetados del continente, reconocido y admirado por todos. Sí, por los de Boca también, aunque muchos no lo quisieran reconocer. Además, la gestión económica del presidente, Rodolfo D’Onofrio, estaba dando al club una estabilidad que había tiempo que no conocía. Nada de proyectos a corto plazo, ni de plantillas nuevas en cada mercado de pases. Desde la directiva se trataban de hacer equilibrios entre la consolidación de la plantilla y la deuda que arrastraba el club desde los tiempos del descenso.
Varios jugadores clave fueron vendidos y sustituidos por otros de coste más bajo con los que había que mantener el nivel competitivo. Ahí se reflejó otra de las virtudes de Gallardo. Si en sus primeras temporadas había ayudado a dar un salto de calidad a jugadores como Matías Kranevitter, Carlos Sánchez o Ramiro Funes Mori, ahora debía repetirlo con Nacho Fernández, Exequiel Palacios o el «Piti» Martínez.
Al equipo le seguía costando ganar el campeonato argentino, pero lo compensaba con títulos como la Recopa Sudamericana o la Copa Argentina. En la Libertadores de 2017 se le complicó la eliminatoria frente a Jorge Wilstermann y se vio obligado a remontar un 3-0 que traía de Bolivia. Una vez más, quedó evidente la capacidad de los equipos de Gallardo para dar su mejor versión cuando más complicada viene la mano. River ganó 8-0 y dejó otro de los momentos marcados en la retina de los aficionados.
Aquel año terminó cayendo en semifinales de la Libertadores y siguieron unos meses de dudas y mal juego. Para marzo de 2018 esperaba la Supercopa Argentina, frente a Boca. Un torneo menor que, por la trascendencia del rival, se convertía en un partido que marcaría el devenir de ambos equipos. «Veníamos muy mal, 13 partidos sin ganar, pero ganamos igual» recuerda Burgo. «Fue parte de la estrategia» declaró el «Muñeco» al terminar el partido, jugando al despiste con la prensa. Boca volvía a terminar desarbolado por el River de Gallardo.
Aquella fue la segunda final entre los dos grandes en toda la historia, 42 años después de la primera. La tercera podía darse en la siguiente Libertadores si River era capaz de remontar el 0-1 que había sacado Gremio en la ida de las semifinales. «Que la gente crea, porque tienen con qué creer», dijo Gallardo al terminar aquel partido.
En la vuelta, en Brasil, un nuevo gol de Gremio puso las cosas muy cuesta arriba. Santos Borré empató en el minuto 81 y en el 94, el «Piti» Martínez marcó el definitivo 1-2 que clasificaba a River para la final. Enfrente estaría, cómo no, Boca Juniors. La final de sus vidas.
Durante varias semanas la Libertadores copó los informativos y las conversaciones de los argentinos. Los hinchas de cada uno de los dos equipos sabían que se jugaban años, décadas de cargadas, bromas y canciones. Los nervios y la expectación se apoderaron del país, a la espera de que el balón echara a rodar.
El partido de ida, en la Bombonera, terminó con empate a dos. En la vuelta, el autobús de Boca fue atacado cuando se dirigía al Monumental, varios jugadores terminaron heridos y hubo que prolongar la agonía unas semanas más, con el añadido de que, esta vez, la final se jugaría en el Santiago Bernabéu de Madrid.
La tensa espera aumentó, si cabe, la presión de los jugadores y terminó por afectar al juego, más agarrotado de lo habitual. Benedettó abrió el marcador en el minuto 43, Pratto igualó en el 67 para llevar la final a la prórroga. En el minuto 108, Juanfer Quintero ponía a River por delante por primera vez en la final. En el 121, el «Piti» Martínez (¡qué loco que está!) aprovechó que Boca estaba volcado al ataque para correr hacia el arco vació. «¡Y va el tercero y va el tercero y gol de River, gol de River!», relató Mariano Closs por televisión. Otro momento grabado en la memoria de los hinchas.
Lucas estaba en el Monumental mientras el autobús de Boca era atacado por el camino y siguió el partido de Madrid con su familia, en su casa del barrio Belgrano de Buenos Aires. Todavía no había cumplido 18 años, pero ya había vivido dos victorias en la Libertadores y podía alardear ante sus amigos de que River era el mejor equipo de América. Ya no le importaban el descenso, ni cualquiera de las cargadas,al fin y al cabo, habían ganado la final más importante de todas y la recordaría el resto de su vida.
El pacto con el diablo
Después de Madrid, Gallardo pasó a ser una cuestión de fe entre los hinchas de River. Ya no les preocupaba la venta de un jugador, ni cuestionaban la calidad del último fichaje; la garantía de que el equipo iba a jugar bien la tenían en el banquillo. El «Muñeco» era ya la estrella incuestionable, el icono al que los hinchas rendían pleitesía.
Un año después volvían a cruzarse con Boca, esta vez en semifinales de la Libertadores. «Esos partidos siempre son reparejos, pero desde la Supercopa se había instalado la sensación de que éramos mejores y con la victoria en Madrid se hizo ya muy fuerte» cuenta Burgo. River ganó con solvencia aquella eliminatoria y entre los hinchas de Boca se extendió la desesperación con Gallardo, que llevaba un lustro amargándoles.
En la final, en cambio, frente a Flamengo, a River le esperaba el más cruel de los destinos. «Yo tengo una teoría» dice Burgo, «se hizo un pacto con el diablo para ganar a Boca en Madrid y a partir de ahí tenían que venir malas. Te dio lo mejor y ahora bancate las feas». Las feas, en este caso, representan los dos goles de Flamengo en los minutos 88 y 91, para dale la vuelta a una final que estaba casi ganada. «Me duele todavía» dice Burgo, que había hecho un viaje de tres días para ver aquel partido. Gallardo lo definió con más resignación: «la mejor medicina para una victoria es una buena derrota y nosotros tenemos que convivir con ganar y perder».
Después de aquello volvieron a marcharse jugadores clave, como el «Piti», Exequiel Palacios o Nacho Fernández, pero se consolidaron jóvenes canteranos que ilusionaban más que muchos fichajes. Porque, la revalorización de las inferiores ha sido otro de los sellos de Gallardo en River. Entre Francescoli y él han trabajado para poner orden en el área deportiva del club, reflejado en una apuesta constante por los jugadores de casa.
Al ciclo Gallardo todavía le dio tiempo para un poco más de gloria y épica. En la Libertadores de 2021 las lesiones, sanciones y los efectos de la pandemia, dejaron al equipo con apenas 11 jugadores para disputar un partido fundamental frente a Independiente Santa Fe. La CONMEBOL no admitió los recursos del club y se vieron obligados a jugar sin suplentes y con Enzo Pérez bajo la portería. Ante la adversidad, los goles de Angileri y Julián Álvarez, además del compromiso colectivo para proteger a su improvisado portero, aseguraron el triunfo y dejaron otro momento que quedará guardado en la retina de los hinchas.
Y el periodo de Gallardo en River se cerró con un título en el campeonato argentino, una de las deudas pendientes. Las figuras de aquel campeonato, Julián Álvarez y Enzo Fernández, fueron vendidos al City y Benfica respectivamente. Era la confirmación del crecimiento que había experimentado el club con D’Onofrio como presidente. Poco antes del descenso a la B, River había vendido los derechos de cinco juveniles para comprar la pintura necesaria para renovar el Monumental. Doce años después, dos jugadores de la cantera fueron vendidos por 35 millones de euros y terminarían siendo figuras en la selección argentina que acaba de proclamarse campeona del mundo.
Después de ocho años y medio, Gallardo finalmente anunció su adiós el pasado octubre. Se marcha como el entrenador con más títulos en la historia de River y con una estatua que se instalará a la entrada del Monumental. Los hinchas de Boca también agradecieron y celebraron, algunos en público y muchos más en privado. Y hay pocos premios mayores que el reconocimiento del gran rival. «Ahora mismo, si no es el mayor ídolo de la historia del club, comparte esa posición con Labruna» sentencia Burgo. «Simplemente decirles gracias, gracias por todo el amor y el afecto que me brindaron. Ha sido una historia hermosísima» se despidió Marcelo.