Trieste, que pasó a la región italiana de Friuli-Venezia-Giulia tras la I Guerra Mundial, es una Viena con puerto. Una fusión de culturas y religiones (pasó de ser laica y socialista con los Austrias a democristiana a mitad del siglo XX), de —también hoy— utópica independencia. Irradia una animada historia (fue conquistada por Napoleón), una mezcla de estilos y sabores. Aquí hay que detenerse en el castillo de Miramar —construido como residencia de la corte imperial—, la plaza de la Unidad de Italia —asomada al Golfo—, sin olvidar la catedral de San Giusto Martire, el barrio del Borgo Teresiano con el Puente Rojo, palacios señoriales, el teatro Verdi y sus óperas, la Gruta Gigante con estalagmitas de hasta 12 metros… Y para los amantes del descubrimiento y de tomar conciencia con el pasado existe la posibilidad de visitar un campo de concentración fascista: Risiera di San Sabba. Lugar de masacre para partisanos, judíos y detenidos políticos. El único en toda Italia.
Trieste. Un lugar con heridas, con historia. Lleno de contradicciones y mina de oro de escritores y artistas, de chefs y cafeteros. En Trieste no puedes dejar de probar el goulash, la menestra de alubias y los gnocchi de pan. Además de frecuentar los cafés. Especialmente el Caffè degli Specchi, donde acudían Stendhal, Italo Svevo y James Joyce (se cuenta que pudo haber escrito allí páginas de Ulises). Todo cabe en una cultura independiente insertada en la médula espinal, demasiado auténtica, variopinta y compleja. Tierra de frontera, en definitiva. Tierra sin identidad definida, de cicatrices mal curadas, de aura mágica y grácil. De guerra y paz, de traumas y obsesiones, de fútbol y redención. De mucho fútbol y mucha redención.
Todo comenzó el 26 de abril de 1945, el día después de la liberación. Italia perdió en Albania, Grecia, Rusia, en el desierto y en su propio país. Ese día, Italia oficialmente no había perdido la guerra sino todas las guerras posibles.
Trieste dividida
La guerra civil italiana en medio del segundo conflicto mundial dio inicio en el 43, con el armisticio del general Pietro Badoglio. El sur fue liberado por los partisanos, mientras que al norte estaban los fascistas de Saló. Italia se debatía entre República o Monarquía, entre Brigadas del Rey o Comité de liberación. Nadie representaba mejor esa polarización que Trieste, que se la disputaron todos: su puerto -capital para la conexión con Oriente en la ruta de la seda- fue primero del imperio; después pasó a los alemanes durante el conflicto armado. Además, en 1945 Tito intentó apropiarse de ella para convertirla en la séptima República Federal. Fue una ocupación en toda regla con cuarenta días de infierno y sangre.
La solución, como siempre sucede durante toda la historia en millones de confines mundiales, vino con el deporte, con el fútbol. Concretamente con la Triestina, escuadra que nació en 1918 para conmemorar que Trieste formaba parte de Italia. En realidad la llamaban la Unione, y siempre estuvo a merced de los grandes como Juventus, Milán, Inter o el Gran Torino, quien se impuso en el campeonato del 43.
Un año después, con el país fragmentado en dos fracciones, en el norte se impusieron los bomberos de La Spezia (los desplazamientos lo hacían con su camión de oficio), mientras que al sur lo hizo el Coversano. Fue un periodo convulso: el directivo Ottorino Barassi escondió la última Copa del mundo en una caja de zapatos para evitar que los nazis la cogieran y la convirtieran en dos kg de oro.
Con una Trieste aún en zona de nadie, la guerra dejó casi medio millón de muertos. Italia era un país hecho cenizas, con una tasa de analfabetismo enorme y dos líderes políticos (Palmiro Togliatti PCI y De Gasperi DC) que se disputaban el gobierno. En esas, la Nazionale de Pozzo se enfrentó en Turín contra Suiza (4-4) en un partido en el que España se negó a jugar por la politización el fútbol italiano. Esa Azzurra estaba compuesta única y exclusivamente por jugadores del Torino y sólo alguno de la Juve.
Porque si el Gran Torino era la imagen por la que el país sacaba pecho y crecía, la Triestina era el botín obtenido tras una guerra. El problema es que Trieste no sabía muy bien hacia dónde remar: Tras los acuerdos de Belgrado se estableció una línea A y una B. La primera estaba controlada por los angloamericanos, mientras que la segunda era titina. Tito, como represalia al Fascismo, hizo una limpieza étnica importante arrojándola a las famosas foibes (simas del Carso). Murieron miles de inocentes.
Clima de terror
Italia era un agujero negro. Un callejón sin salida con necesidad de agarrarse a algo para salir. En ese clima de terror la Triestina jugaba al fútbol casi por obligación italiana. Además, contaba en sus filas con Gino Colaussi, campeón en el 38. ¡No podía decir que no! En el 47, comenzó a entrenarla un tal Nereo Rocco (ya había sido jugador), que estuvo en el Libertas, club ligado a la Democracia Cristiana. Rocco -que luego haría historia con el Milán– alternaba el banquillo con la carnicería familiar. Era un señor robusto, de una pieza.
La Triestina entrenaba en el Estadio Littorio (arquitectura racionalista-fascista), bautizado como Comunale tras la deposición de las armas. Allí Italia ganó el Mundial del 34, y no lejos de allí se situaba el único horno crematorio italiano, donde pasaron judíos y opositores al régimen: la famosa Risiera di San Sabba. Todo cabía en este conglomerado de estilos y fechas, personajes e ideas.
En una Italia debatida entre Coppi y Bartali, la República venció a la Monarquía en unas elecciones donde por vez primera votaron las mujeres. Para lo del aborto y el divorcio habría que esperar casi cuarenta años más.
Mientras, en el 46 vuelve el Calcio. Además, ese año se fundó el primer equipo de fútbol de mujeres… Trieste y la Triestina, sin embargo, seguían en serios problemas. El gobierno aliado prohibió que jugara allí, en aquel estadio con connotaciones del Duce, los partidos de casa. De hecho, los últimos once choques los juega fuera. Once derrotas que le llevan a la Serie B. Pero esa Triestina no podía bajar, porque era el símbolo de la Italia que había ganado la I Guerra Mundial. Era el símbolo de la italianidad, el trofeo máximo, el calmante para un país deprimido. La recibió el Papa en una audiencia especial, e incluso provocó una especie de crisis diplomática porque no, ese equipo no podía bajar pese a haber quedado último.
Ya existía, entonces, la Ponziana, un club local que disputaba el campeonato yugoslavo. Durante un tiempo Trieste era eso: el único lugar del mundo con dos equipos que jugaban en dos ligas diferentes de dos países diversos. El problema es que el dinero llegaba de Belgrado, de ahí que muchos de la Triestina se marcharan a la otra orilla. Hubo familias míticas -los Valcareggi– fragmentadas futbolísticamente hablando.
Por suerte la efímera Ponziana murió cuando Tito y Stalin rompieron relaciones; ya no era necesario tener un bastión eslavo en Italia, un país joven que seguía sin conocerse, mucho menos aceptarse.
Deportistas de élite
Fuentes de la época contabilizan que el éxodo Giuliano-Dálmata fue de casi medio millón de personas. Gente inocente que huía de Tito, que no quería salir de una dictadura para entrar en otra. Entre ellos había deportistas de élite, oros olímpicos como Nino Benvenuti o Abdon Pamich. También tótems como el velocista Ottavio Missoni o el campeón del mundo de F1 Mario Andretti.
Lo mejor estaba por llegar. La política salvó finalmente la Triestina pues significaba un valor moral y simbólico, ya que Trieste había ayudado a recuperar el sentimiento nacional. No fue casualidad que en el 52, una triestina ganara el Festival de San Remo: Nilla Pizzi con Vola Colomba. El presidente de la entidad, Leo Brunner, pidió dinero a Giulio Andreotti (entonces mano derecha de DeGasperi y gran apasionado de deportes) para hacer un buen equipo. La Democracia Cristiana ganaría las elecciones del 48 ante el Frente Popular, un partido comunista y ateo. A partir de ahí Il divo tejería el país a su antojo durante casi cincuenta años, pero ya es otra historia.
Ésta es la del campeonato del 48, que partió con el Gran Torino como claro favorito (será el vencedor), pero con un grupo de perseguidores dispuestos a ponérselo difícil: La Juve de Boniperti, el Inter de Benito Lorenzi y el Milán de Héctor Puricelli. Nadie apostaba porque la Triestina (con once futbolistas y un entrenador nacidos en Trieste) pudiera colarse en ese selecto elenco sin pedir permiso.
Nereo Rocco, cuyo segundo milagro sería en el Milán con Cesare Maldini (otro triestino), inventa la posición del libero. Impone ese catenaccio tan defendido por Gianni Brera y termina segundo del campeonato. La historia la escribieron Memmo Trevisan, Rossetti, Guini o Bresca. Fue el triunfo del fútbol provincial, tan vital para que Italia no cayera nuevamente en una guerra civil, en una depresión. Fue el primer milagro de Rocco, la herida mejor curada de un país condenado a sufrir o gozar, sin medias tintas. Fue la primera Dolce Vita y el primer boom económico.
Sólo conociendo antropológica y sociológicamente Trieste (la eligió Mussolini para publicar las leyes raciales del 38) ahora sí, ahora sí que podría hacerse perfectamente un viaje… Quizás leyendo Svevo o Joyce… Un viaje sin juicio, sin ideologías, con la inocencia de un niño. Es la única manera para poder comprenderla, pero sobre todo para saber aceptarla. Fue trazada con caminos intrincados que ella siempre decidió recorrer sin ambages.