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Sobre el elitismo: ¿Es la vela un deporte de pijos?

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¿Qué tenían en común dos octogenarios a priori tan distintos como el músico recientemente fallecido David Crosby y el Rey Emérito? El primero era una leyenda de la música californiana y un reconocido ecologista y antisistema —apoyó con sus canciones las protestas de Occupy Wall Street—; el segundo, de una manera muy distinta, ha dañado gravemente las instituciones de su país. Pero, por más que pertenezcan a universos sin apenas conexiones, David Crosby y Juan Carlos I compartían una pasión y dedicaron buena parte de su tiempo y sus esfuerzos a una misma actividad, muy alejada de aquellas por las que fueron mundialmente conocidos. Tanto Juancar como Croz fueron expertos navegantes a vela. Si uno patroneó los veloces y sucesivos Bribones, con los que participó en numerosas competiciones, el otro fue dueño del Mayan, una goleta (porque tiene dos mástiles) clásica que inspiró el tema Wooden Ships y llevó de travesía a amigos como Neil Young o Joni Mitchell.

Entonces, ¿es necesario haber ocupado un trono (real o metafórico: en Zarzuela o en Laurel Canyon) para disfrutar del placer de la navegación a vela? ¿Son —según el tópico— todos los que navegan pijos y ricos o, como poco, ricos? No, pero. Y en adelante profundizaremos tanto en el adverbio como en la conjunción.

Da igual cuál sea el objeto de estudio. Siempre hay un francés que ha escrito sobre él entre 1960 y 1980. Y esos textos siguen siendo un buen punto de partida, verdaderos catálogos de prácticas, hábitos y mitos contemporáneos desde los que enfocar cualquier cuestión. Así que, si Barthes no habla de barcos a vela en sus Mitologías, Bourdieu sí que lo hace en su ensayo La distinción: criterios y bases sociales del buen gusto. «Todas las características que percibe y aprecia el gusto dominante—escribe el sociólogo— se encuentran reunidas en deportes como el golf, el tenis, la navegación a vela, la equitación o el esquí: practicados en lugares reservados y separados (clubes privados), en los momentos en que apetece, solo o con compañeros elegidos (características todas ellas opuestas a las disciplinas colectivas, a los ritmos obligados y a los esfuerzos impuestos de los deportes colectivos), al precio de un coste corporal relativamente reducido y, en cualquier caso, libremente determinado, pero al precio también de una inversión relativamente importante». Y continúa explicando que en la navegación se sustituye la batalla cuerpo a cuerpo de los deportes populares por el «combate contra la naturaleza», algo con lo que más de un regatista—en las «carreras de barcos» la técnica suele estar igualada: todos saben cómo enfrentarse a viento y oleaje; se gana con decisiones tácticas— no estaría de acuerdo.

En cualquier caso, Bourdieu acierta al incluir la vela entre esos deportes que todavía generan una mezcla de fascinación y rechazo por considerarse exclusivos y elitistas. Menciona que se practica en clubes privados y que requiere de una gran inversión inicial. ¿Sigue siendo así en España, un país en el que más de una de cada diez medallas olímpicas se lograron en esta disciplina?

En primer lugar, conviene ajustar la escala. Por un lado están los grandes eventos. La Ocean Race o la Copa América, competiciones que quedan a una distancia del aficionado equivalente a la que separa un monoplaza de la escudería Renault (o Alpine) del coche de la misma marca que sale del concesionario. Una distancia que, por cierto, podría no ser tan enorme como parece: monoplaza y Twingo comparten mandos y accionamientos (volante y pedales) y tecnología (un motor de explosión y dos ejes); igual que un IMOCA tiene dos o tres velas que se triman mediante escotas y se dirige con un timón. Por otro lado, están las dos modalidades que se practican, un sábado cualquiera, entre las balizas de las decenas de clubes náuticos y escuelas que existen a lo largo de nuestras costas: la vela de crucero y la vela ligera.

Los cruceros son aquellos veleros que están siempre en el agua. Pesan varias toneladas, de su casco cuelga una quilla fija, disponen de un motor auxiliar y suelen tener varios camarotes y uno o más baños. En un crucero la comodidad siempre se logra a costa del rendimiento, y viceversa. En cualquier caso, lo que el propietario suele buscar en estos barcos no es un ángulo de ceñida muy afinado, sino que sean una plataforma segura para viajes o aperitivos que además permite disfrutar del «placer del deslizamiento». Con un crucero se podría salir a mar abierto y emular al joven Joseph Conrad cuando, alrededor de 1875, se dedicaba al contrabando por encargo del Sindicato del Tremolino, una cuadrilla de extravagantes navieros partidarios de Don Carlos que operó entre Nápoles, Mahón y la costa catalana; pero las más de las veces se pasea en busca de las mejores calas o se practica el cabotaje, de puerto en puerto, como se pasaría el verano de cámping en cámping en una autocaravana.

En cuanto a su coste, como es habitual, tras un lugar común muy desgastado se esconde una media verdad: un crucero a vela es un sumidero de dinero en el que cada elemento falla y debe ser reparado o sustituido constantemente, excepto si dispones de algunos conocimientos (electricidad, mecánica y manejo de la fibra de vidrio, como poco) y estás dispuesto a dedicarle una enorme cantidad de tiempo. La vela ligera es una alternativa más barata, más divertida (para quien disfrute de la velocidad y la adrenalina) y más incómoda, que da lugar a singladuras (travesías que se completan en un solo día) que terminan en tu propia cama y no en una litera o sobre una colchoneta húmeda. Existe otro aliciente: en los Juegos Olímpicos (es decir, al más alto nivel) solo compiten embarcaciones de vela ligera que son idénticas entre sí (dentro de cada clase) y, a su vez, prácticamente iguales a las que se puede permitir cualquier asociación de aficionados o a las que participan en campeonatos regionales.

Si bien una caricatura podría convertir las pequeñas embarcaciones de vela ligera en juguetes de playa —como esas coloridas velas de windsurf que se mueven al fondo de los planos veraniegos de Éric Rohmer—, una simplificación así sería tan injusta como la que reduce los cruceros —con su promesa de aventuras y posibles naufragios— a sus neveras. A bordo de un vela ligera (o «derivador»: «dériveur» es la palabra específica que usan los franceses) se experimentan de manera más directa e inmediata los fundamentos y placeres de este deporte.

Respecto a esos fundamentos, en su Metodología de enseñanza de la vela, una de las pocas referencias sobre el tema, el psicólogo y navegante Jordi Renom presenta varias situaciones indeseables que, con mucha frecuencia, suceden dentro de una escuela de vela.

Son anécdotas como la siguiente, de una precisión asombrosa para alguien con experiencia en el sector: «El primer día hace mal tiempo y el instructor (que cursa 4º de ingeniería) propone al grupo aprovechar para avanzar en temas teóricos. Los alumnos acaban aturdidos, incapaces de recordar tantos nombres, vectores y efectos físicos». Con este ejemplo el autor deja claro que un navegante inexperto no necesita conocer los modelos físicos y matemáticos que describen el comportamiento de un velero, tan complejos como las propias Ecuaciones de Navier-Stokes (que detallan el movimiento del aire y el agua, los dos fluidos viscosos involucrados, y están consideradas uno de los Problemas del Milenio). Sin embargo, la inmediatez con la que reacciona un vela ligera permite que el novato relacione causas (un tirón en el pajarín o un desplazamiento a proa o popa del peso) y efectos (una disminución en la escora o en el asiento) mucho antes que en cualquier otra embarcación.

El placer también llega antes y es más intenso. Rafael Sánchez Ferlosio escribió mucho sobre lo que llamó «juegos deslizantes» (patinaje o esquí), unos deportes capaces de proporcionar un «gusto al cuerpo» muy anterior a reglas, competiciones o desafíos. «Son deportes o juegos ventajistas o gratuitos, ya que su gusto consiste en la disminución o supresión del esfuerzo. Pero son, además, deportes sin sentido, dado que en ellos no se trata de conseguir nada al final, sino de sacar gusto en cada momento durante el ejercicio». Muy pronto, como pasajero, o cuando logra cierta autonomía (aunque esté sujeto a la supervisión del instructor desde una lancha), el principiante que se inicia en la vela ligera goza de la manera que describe Ferlosio. El impulso silencioso del viento amplifica y convierte en velocidad cada pequeño ajuste y enseguida se percibe que, ola tras ola, el tiempo a bordo se altera.

Nuestro escritor, rigurosamente posmoderno, describe y elogia así este tiempo sin fines al que solo se accede a través de ciertas diversiones: «En esta clase de gusto cada instante está en sí mismo, se pertenece a sí mismo, ya que no está en función del anterior ni del posterior ni, menos aún, de un final, de un logro. A tal aspecto psíquico del fluir temporal le he dado, en un viejo texto, el nombre de ‘tiempo consuntivo’ (o de la felicidad), en contraposición al ‘tiempo adquisitivo’».

Pero nuestra pregunta inicial no se refería al tipo de goce que proporciona la navegación y tampoco —por más que sea necesario repasarlas— a sus modalidades, sino a si este deporte es tan elitista como parece. No, pero; dijimos.

Si la vela ligera es la mejor opción para iniciarse y aprender porque coloca a ras de agua, proporciona satisfacciones inmediatas y simplifica maniobras engorrosas, como el atraque y el fondeo, también es la que más se ofrece en escuelas y clubes. Un curso de varias sesiones (cuatro, cinco o seis es lo más habitual) suele costar entre cien y trescientos euros (existen notables diferencias en función del material usado o de la localización de la escuela). Lo habitual es que este curso de iniciación deje buen sabor de boca. Algunos abandonarán ahí: una experiencia vacacional más de la que quedarán las fotos arriesgando el móvil, el aprendizaje de varios nudos útiles durante las mudanzas y un léxico que, por falta de uso, terminará por confundirse —pasados seis meses, en la calle Apodaca de Madrid, lo mismo da barlovento que sotavento—.

Pero siempre hay quien se engancha. Se suceden los cursos de perfeccionamiento (en rumbos portantes vuela una tercera vela, el trimado ya es minucioso, a veces toca ponerse un arnés y salir al trapecio) y el alumno llega a dominar la embarcación, sea cual sea, tras cambiar varias veces de clase. Ahora tiene varias opciones: permanecer en su escuela, alquilando o apuntándose a más cursos para seguir aprovechando las embarcaciones (lo habitual es que su interés termine por decaer, al navegar siempre en el mismo entorno y rodeado de las mismas personas), o comprarse su propio velero para pasear o competir.

Pero las cosas se han complicado para los propietarios de los pequeños vela ligera. No son caros (en buen estado, se encuentran por debajo de los 5.000 euros) pero, con pocas excepciones, los tiempos en que estos barquitos viajaban desde un garaje cercano hasta la playa sobre un carro sencillo, arrastrados por varios amigos entusiastas, han terminado. Una legislación muy estricta (desarrollada para evitar el peligroso merodeo de las motos de agua) ha convertido en ilegal adentrarse en el mar si no se hace a través de un canal de navegación balizado. Y allí donde existen estos canales, faltan las rampas de hormigón que permitirían acceder a ellos con un remolque, o están en muy mal estado. No existen varaderos públicos y los puertos deportivos más grandes se desentienden de la vela ligera, así que las circunstancias y la Administración empujan al aficionado hacia el club náutico de su zona.

Rencillas entre socios, juntas directivas incompetentes, estatutos esotéricos, marineros hartos, regatas, cumpleaños infantiles, cerveza barata, y amarres caros: toda la complejidad de mundo cabe en un club náutico. Por supuesto, muchos funcionan impecablemente, y, gracias a la figura del socio deportivo, ofrecen a los regatistas lo que necesitan para competir (transporte y apoyo durante los campeonatos, una rutina de entrenamientos y espacio para guardar su material) a un precio razonable. Pero el aspirante a socio no iniciado, que solo necesita una manguera de agua dulce, una rampa y guardar un objeto de cinco metros y 150 kgs cerca del mar, se suele encontrar con una cuota de acceso muy elevada y toda una serie de servicios innecesarios.

Algo desanimado, podrá mirar hacia el circuito de regatas de crucero, siempre necesitado de sangre fresca (y comprometida), pero le costará dar con quien necesite tripulante fuera del ambiente. Además, entonces, como en cualquier otro deporte, quedará sometido a las exigencias del equipo. Para los más valientes queda la opción de preparar alguna de esas regatas heroicas, singularmente, la Mini-transat: noventa participantes que cruzan el Atlántico en solitario a bordo de barcos de no más de 6,5 metros de eslora. Miles de millas como preparación, una sólida formación en meteorología, patrocinadores… de nuevo, ese es otro mundo.

Así que al despertar de los sueños de altura, el club náutico sigue ahí, con sus divertidos campeonatos regionales y sus regatas de distintos niveles. ¿Es la vela un deporte para pijos? El aficionado novato lo descubrirá en la cafetería de su club; lo importante es que, para entonces, se las haya apañado para llevar encima más millas navegadas que la mayoría de sus compañeros de barra.

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