Futbolista total, privilegiado técnico a pesar de su corpulencia y altura, privilegiado táctico capaz de ocupar demarcaciones dispares, sacrificado en defensa y letal ante la portería contraria, Ruud Gullit siempre fue un tipo especial, de esos que el aficionado nunca quería perderse. Por no hablar, claro, de la insoslayable cuestión estética: aquel bigote y, sobre todo, aquella frondosa melena de rastas, acaparaban las miradas de cualquiera. Esa singularidad la extendió más allá del terreno de juego, como prueba que, al recibir el Balón de Oro de 1987, ya enrolado en las filas del Milán, dedicase el premio a uno de sus referentes vitales; Nelson Mandela, aún encarcelado en Sudáfrica. Según desveló más tarde, Gullit sentía por entonces que los italianos ni siquiera sabían quién era ese tal Mandela.
Algunos años atrás, en uno de sus primeros viajes con la selección holandesa, el trabajador del aeropuerto encargado de comprobar los pasaportes alucinó con su documentación: no solo presentaba un aspecto muy diferente —la foto mostraba un chico sin rastas—, sino que el nombre impreso no coincidía con el nombre por el que todos lo conocían, y en su lugar podía leerse Rudi Dil. Eso se explicaba porque, cuando nació en Ámsterdam, sus padres no estaban casados y lo inscribieron en el registro con el apellido de la madre, Ria Dil, que sí era holandesa. Sus primeros pasos como futbolista los dio con su nombre verdadero, pero cuando comprendió que iba a convertirse en profesional quiso hacer bueno el refrán —de tal palo, tal astilla— y adoptó el apellido paterno.
George Gullit nació en Surinam cuando todavía era colonia neerlandesa—lo fue hasta 1975— y jugó en algunos de los mejores equipos locales. Según su propio análisis, el talento de su hijo era infinitamente superior al suyo, y en la única faceta del juego donde él podía reconocerse era en el potente disparo a puerta.
Durante su andadura en la liga surinamesa, George Gullit coincidió con Herman, quien pronto pasó de compañero a amigo íntimo. A finales de la década de los 50, todavía veinteañeros, ambos decidieron mudarse a Holanda; George para estudiar una carrera universitaria, Economía, y Herman para continuar su carrera futbolística. Los dos se establecieron en Ámsterdam, en la famosa zona de canales y callejas de Jordaan, hoy gentrificada pero entonces un barrio obrero de la capital. Allí conocieron a sus respectivas mujeres y fueron padres casi a la vez, en septiembre de 1962. La amistad se transmitió de una generación a otra, y aquellos niños jugaban siempre juntos al fútbol en la calle, inseparables, el hijo de George Gullit y el hijo de Herman, de nombre Frank y de apellido Rijkaard.
Jugaban en la calle, sí, pero por poco tiempo. Aunque la edad mínima para incorporarse a un equipo era ocho años, la capacidad física y futbolística de quien el mundo conocería como Ruud Gullit ya superaba a la de sus mayores. Así, el FC Meerboys lo fichó con solo siete años, y aquel pequeño maravilló anotando una barbaridad de goles, a veces hasta ocho en un partido, y eso que jugaba de defensa. Su técnica para marcar era insultantemente simple: agarraba el balón en área propia y driblaba a todo infeliz que se le pusiese por delante hasta llegar a la portería contraria. Aquello, lógicamente, no sentaba demasiado bien al resto del equipo. Una vez, como castigo, su padre no le permitió volver en bicicleta ni en autobús después del partido; si podía apañárselas solo en el campo, le dijo, también tendría que hacerlo fuera. Pero al niño no le importó, al contrario, se marchó corriendo y llegó a casa antes que el padre.
Su entrenador también intentó forzarle a que practicase el juego combinativo, y un día le prohibió avanzar con el balón controlado más allá del medio campo. Él obedeció, aunque a su manera: efectivamente, se detenía en la línea divisoria, pero luego le pegaba a puerta, y hasta consiguió marcar. Por mucho que el entrenador alucinase con que un niño de once años fuese capaz de anotar desde esa distancia, aquello atentaba contra el espíritu de equipo y le comunicaron que debía abandonar el club.
Es difícil precisar a qué respondía aquel afán por destacar y exhibir su apabullante superioridad, aunque quizás sirva como pista unas declaraciones del propio Gullit, ya retirado, recordando cómo fue crecer siendo el único con un color de piel distinto: «Creo que, de hecho, me ayudó mucho. Siempre tuve que trabajar más duro que los niños blancos. Todos me miraban pensando a ver qué puede hacer el chico negro. Para mí fue un factor motivador».
Tenía trece años cuando experimentó un episodio que contribuyó a modelar su conciencia: en una tienda, un amigo suyo se propuso sustraer una chocolatina. Cosas de chavales. Se aproximaba a la estantería una y otra vez, aunque sin terminar de atreverse. Gullit, por su parte, se aburrió y decidió esperarlo fuera del establecimiento, pero antes de que pudiera poner un pie en la calle lo interceptó un vigilante de seguridad que además llamó a la policía, acusándolo de robar. Su amigo, en cambio, salió tan tranquilamente, sin responder la más mínima pregunta por parte del segurata. Aquel otro joven, huelga explicarlo, era blanco.
Gullit, ya con su apellido paterno como nombre futbolístico, jugaba en el DWS Amsterdam, un club conocido entonces por su buena política de cantera. Allí llamó la atención del Ajax y del Anderlecht belga, pero fue el modesto HFC Haarlem quien se llevó el gato al agua. Su presidente, Barry Hughes —exfutbolista galés que desarrolló gran parte de su carrera en Holanda—, compensaba la escasez de recursos con imaginación para los fichajes, por lo que solía echar sus redes en el circuito amateur. Vio jugar a un Gullit todavía quinceañero, y tras el pitido final se acercó para trasladarle una oferta, pero su padre consideró que era demasiado pronto, y arguyó que su hijo, antes de dar el salto a la categoría profesional, debería enmendar su pobre desempeño escolar. Así, George Gullit emplazó a Hughes al año siguiente, y el galés se lo tomó al pie de la letra: llamó a su puerta a la misma hora, justo 365 días después. Le prometió una plaza en un buen colegio de Haarlem y un bonus económico si el chaval conseguía aprobar los exámenes. Ese compromiso logró decantar la balanza.
El 19 de agosto de 1979, con dieciséis años, Gullit se convirtió en el debutante más joven de la historia del fútbol holandés. A pesar de su buen rendimiento individual, el FC Haarlem descendió a la Eerste Divisie, la segunda división. Fue ahí cuando cambió su demarcación: pasó de defensa a delantero, marcó catorce goles, lo eligieron mejor jugador de la categoría y ascendieron como primeros. Al año siguiente, volvió a marcar catorce goles y lideró al equipo hasta quedar cuartos en la tabla, clasificándose para la UEFA —una hazaña inédita y jamás repetida por el HFC Haarlem—. Gullit no llegó a disputarla con ellos, ya que al terminar su tercera temporada abandonó Haarlem, en las afueras de Ámsterdam, y se mudó a Róterdam tras firmar por el Feyenoord.
Precisamente, en el primer partido europeo con su nuevo equipo, en la temporada 83/84, Gullit experimentó lo que él mismo calificaría como la noche más triste de su carrera. El sorteo le deparó una visita al estadio del Saint Mirren, en Escocia. Los aficionados locales no parecían muy acostumbrados a recibir jugadores negros, y lo abuchearon durante todo el encuentro, además de imitar el sonido del mono cada vez que intervenía. Por mucho que le afectase personalmente, Gullit no se dejó amedrentar y firmó una gran actuación, hasta el punto de anotar el único gol del partido.
En una entrevista de aquel mismo año, declaró que le preocupaba «el fascismo creciente en Europa. He leído muchos artículos sobre jóvenes fascistas en algunos países. También he visto un documental en televisión. Es algo que me asusta». Por eso aceptó la propuesta de inaugurar una exhibición en el museo de Anna Frank, ya que creyó que contribuiría a quelas nuevas generaciones conociesen el efecto de la violencia y el racismo.
Su propio país intentaba purgar las culpas del pasado en Sudáfrica, donde seguía vigente una estricta segregación racial heredera de los primeros colonos holandeses que se establecieron allí siglos atrás —de hecho, apartheid es una voz neerlandesa que significa apartamiento o separación—. Gullit acudió a numerosas manifestaciones y se interesó por la causa, que recibía mucha atención en la antigua metrópoli. Como nunca había tenido ídolos futbolísticos, explicó, convirtió a Mandela en su referente. Le impactó que llevase encarcelado desde el año de su propio nacimiento; todo el tiempo que él había vivido, el sudafricano había estado entre rejas.
La música reggae era banda sonora y símbolo de la lucha antirracista, y Gullit se aficionó tanto que incluso hizo sus pinitos como cantante. En 1984 publicó dos canciones, y una de ellas, Not the Dancing Kind, llegó al top20. En agosto de aquel año, durante su banquete de boda, Gullit subió al escenario ante todos sus compañeros de equipo y la interpretó en directo. En la ceremonia también actuó un grupo amsterdamés llamado Revelation Time.
A esa ceremonia, probablemente, no acudió su entrenador, Thijs Libregts, con quien mantenía una relación muy fría a pesar de haber ganado una liga juntos. El motivo fue que Libregts se quejó de su capacidad de trabajo en una entrevista concedida a un periódico nacional. Dijo que Gullit bien podía ser brillante, pero que por momentos se paseaba por el campo. «Ya sabes lo que pasa con estos negros. Tienen esa clase de actitud». Gullit almacenó aquellas palabras en el rinconcito del alma donde madura el rencor, y se las hizo pagar seis años más tarde, cuando lideró un motín para destituirlo como seleccionador.
Después del Feyenoord, Gullit fichó por el PSV. En Eindhoven dejó un impresionante registro de 24 y 22 goles en dos temporadas que se saldaron con sendos títulos ligueros. No solo se convirtió en una estrella en el campo, también fue una figura mediática, un hombre anuncio, ya que los propietarios del club, la marca Phillips, utilizaban su imagen para promocionar cualquier producto. En medio de unos desencuentros públicos con la directiva y el entrenador, y con el tintineo de una oferta del Milán en los oídos, Gullit llegó a decir que en el catálogo de electrodomésticos solo había fotos suyas, y que recurrían a él cuando una aspiradora o una batidora no vendía lo suficiente.
Finalmente, el Milán consiguió ficharlo en 1987 por algo menos de diez millones de euros —récord mundial hasta la fecha— gracias a la inyección económica del nuevo presidente, Silvio Berlusconi. Gullit fue pieza clave en el resurgimiento del equipo rossonero, que pasó de la bancarrota a conquistar Europa, junto a un compatriota llamado Marco Van Basten. Ya el primer año ganaron la liga bajo la renovada batuta del técnico Arrigo Sacchi.
En su segunda temporada en Italia quedó completado el legendario trío de holandeses con la incorporación de su amigo Frank Rijkaard —a quien el Ajax había cedido el año anterior al Zaragoza—. Los dos niños que solían jugar en la calle, los hijos de George y Herman, levantaron numerosos títulos juntos, entre los que destacan ligas italianas y Copas de Europa, además de haber sido los dos primeros futbolistas negros de su selección, con la que conquistaron la Eurocopa de 1988.
Durante ese período exitoso en Italia, Gullit no cejó en su interés por las causas extradeportivas, como el ecologismo de Greenpeace, pero siempre con la predominancia del antirracismo. Tampoco abandonó la música reggae, ni como melómano ni como miembro: en 1988 grabó con la banda Revelation Time, la que actuó en su boda, quienes previamente habían publicado una canción en su honor, Captain Dread, en referencia a su histórica capitanía con la selección nacional y a su peinado —en inglés, dreadlocks significa rastas—. Gullit colaboró con su voz y tocando el bajo en South Africa, una letra donde se conminaba a marcharse a quienes fueron a aquel país a enriquecerse, con claras alusiones a la segregación racial —«luchas contra ellos y los atrapas y los metes en prisión y los juzgas y los matas con las leyes que tú haces»—. La canción pegó fuerte en Holanda, donde alcanzó el tercer puesto en la lista de éxitos.
Su admiración por Mandela tampoco decayó. Según declaró, en Italia no existía activismo contra el apartheid, por eso aprovechó el altavoz del Balón de Oro para poner el foco sobre su figura. La prensa, poco acostumbrada a semejantes declaraciones por parte de un futbolista, criticó que se metiese en política, pero él adujo que se trataba de un problema social, una decisión humana. A nadie que conozca mínimamente el fútbol italiano le sorprenderá saber que, casi cada quince días, Gullit y Rijkaard recibían insultos racistas provenientes de la grada.
La cadena perpetua de Mandela fue revocada en 1990. Años después de dedicarle el trofeo que lo acreditaba como mejor futbolista del mundo, Gullit pudo conocerlo en persona. Tras su excarcelación, lo recibió con honores en Sudáfrica. No fue la única vez que se vieron. El ya exfutbolista visitó también la isla de Robben, una de las cárceles donde el activista cumplió condena, y departió con varios de sus compañeros de celda. Le contaron que, al enterarse de su dedicatoria del Balón de Oro, se oyó una ovación en prisión, pero al mismo tiempo temieron que por ese gesto las autoridades futbolísticas pudieran retirarle el galardón. «Ese es el efecto que el apartheid tuvo sobre ellos. Les hizo creer que la injusticia era una parte normal de la vida», reflexionó Gullit.
Aunque, sin duda, el testimonio que siempre recuerda con más emoción salió de los labios del propio Mandela, que en uno de sus encuentros le habló así: «Ahora que soy presidente y estoy fuera de prisión tengo muchos amigos, pero cuando estaba en la cárcel no tenía tantos, y tú fuiste uno de los que me apoyaste».
Interesante artículo. Futbolistas como Gullit ya apenas existen.
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