Advertencia para el lector: si se dispone a leer esta columna con la bufanda del Real Madrid colgada al cuello, no le va a gustar, pese a que no diga en ella nada malo de su equipo.
Hubo otro clásico el jueves pasado, el décimo desde que se disputan. Hubo otra victoria del FC Barcelona. Hubo un partido en el que Irene Paredes fue expulsada al rato de empezar la segunda parte, que el Real Madrid empató, y que no consiguió remontar frente a diez. Hubo un partido de toma y dale, de esos que los que critican el fútbol femenino dicen que no existen. Hubo igualdad hasta casi el final de la prórroga, cuando Marta Huerta de Aza pitó un penalti que sí hubo. Y tras el partido, hubo lío en las redes sociales donde hasta se hizo viral un tweet por gol anulado al Real Madrid por fuera de juego en el que, de hecho, el balón se fue por un lado de la portería.
Hubo después un Toril en rueda de prensa postpartido que se quejó del arbitraje —normal, fue malo para todos— y en la que aseguró que estaban más cerca de ganar a quienes no gana nadie en España desde que en 2021 el Atleti las apeara de esta misma competición, la Supercopa. Hubo después un Jonatan Giráldez que tiró de datos para contestarle a su homólogo, con los 21 tiros a puerta de las suyas frente a los 6 de las madridistas, y recordando que el Barça jugó con una menos más de una hora. Y en esos datos se sostiene que la igualdad no existió.
Si me preguntan, en la primera parte de la prórroga yo vi a un Madrid ansioso, peleón y agresivo que bien se podría haber llevado el partido. Vi en el campo a jugadoras como Zornoza con hambre, pero también vi la desesperación de Athenea, que me recordó a Manu Sánchez y aquello que hacía de ponerle los vídeos en los que protestaba en cada partido para que cambiase su actitud. Y vi una Misa una vez más excelsa pero sobrepasada, en especial en los dos últimos goles, en los que no se creía el error de infantil de tres jugadoras lanzándose a por Bronze en el área, o que protestaba una mano de Oshoala (que no hubo) en el robo que propicia el tercero. Vi un partido guapo e intenso, de los que hacía tiempo que no veía, pero en el que sigue pesando una cosa que es fundamental en esto del fútbol: la experiencia.
Experiencia para parar y templar el juego, para salir en zona de presión, para crear jugadas, para deleitar incluso en algunos momentos. La experiencia que tiene el FC Barcelona para jugar bajo la lupa del rival, del público y de los medios. La experiencia que tienen las jugadoras como grupo para dar un apoyo, una segunda jugada o una cobertura de forma automática. La experiencia que hace que el Barça esté cómodo en la primera parte del encuentro, que sepa mantenerse con 10 y que, aunque sufra, te puede resolver un partido antes del 120 cuando Bronze, sin opciones de tiro, echa mano de eso mismo para meterse en el área y buscar un contacto que acaba llegando. Y eso solo se gana con el tiempo.
El Real Madrid, aunque tenga el escudo del Mejor Club del Mundo, sigue siendo un equipo joven y en formación, al que se le exige por legado que venga a esta liga a ganar en un plazo corto. También se le exige por presupuesto y condiciones, pero esa es otra historia, porque a eso deberían aspirar todos los clubes de la liga cuando hablamos de migajas en un pastel enorme dentro de los clubes tradicionales. Ni desde la prensa se hace bien anunciando cada clásico como la oportunidad del cambio de ciclo, ni desde los aficionados en el de no admitir que aún no se está ahí (y que no pasa nada por ello).
El FC Barcelona es un equipo sólido con un árbol de jugadoras que juegan de memoria, y en el que cada variable introducida en los últimos tiempos se adapta desde inicio a un estilo de juego que lleva fraguandose varias temporadas y que las ha hecho brillar aquí y fuera. La comparación está desequilibrada. Al Real Madrid le falta rodaje, aprender de las derrotas y disfrutar las victorias, construir una estructura que vaya puliendo los fallos temporada a temporada y, desde ella, crear un proyecto que a medio plazo pueda ganar a cualquiera. Le falta, y eso no es ningún insulto, ni tan siquiera una queja. Es el ciclo natural. Nadie nace y es el mejor. Para eso hay que crecer. Y, en este caso, se está creciendo en la buena dirección.
Si algo aprendí de las columnas de Gistau fue que el pedigrí madridista va asociado a la falta de paciencia, la crítica excesiva y el recelo a los cambios. Y que todo eso se multiplica, como un ardor en el pecho, cuando se pierde contra el eterno rival. La pasión, ese arma de destrucción que mueve el mundo del fútbol, no puede cegar al vikingo: dejen a la fábrica trabajar sin prisa.