Hace unos meses, el fallecimiento de Bill Russell nos recordó la verdadera dimensión de su grandeza: no solo fue el jugador que ganó más campeonatos—once títulos entre 1956 y 1969—, sino también un activista que logró aportes fundamentales en la lucha por los derechos civiles. Sobre todo, cuando en 1966 se convirtió en el primer entrenador afroamericano en dirigir a un equipo de la NBA. El legendario Red Auerbach, quien había roto dos años antes la regla no escrita de tener a un jugador blanco en la pista en todo momento, confiaba en que su mejor hombre también llevara las riendas del equipo desde el banquillo.
El 31 de octubre de 1949 había debutado en la NBA el primer jugador negro, Earl Lloyd. Al principio, eran una minoría. Los aficionados rivales los insultaban. Tenían condiciones salariales diferentes. Y el trato que recibían también era diferente. Una década después, en 1959, Elgin Baylor se rehusó a jugar en Charleston al saber que el hotel donde se alojaban los Lakers no admitía a personas negras y que debían dormir en un alojamiento distinto. «Me encanta el baloncesto. Me gusta mucho jugar en esta liga, pero no a expensas de mi dignidad», declaró. El revuelo fue tal que la NBA decidió no programar partidos en lugares que promovieran la segregación racial.
Poco a poco, el compromiso de algunos jugadores como Bill Russell, Oscar Robertson y Kareem Abdul-Jabbar hizo de la NBA un lugar mejor. Sin embargo, eran excepciones y no la regla. Hasta que llegó una rivalidad que parecía que iba a cambiarla todo.
El jugador como modelo a seguir
A principios de los años ochenta, de la mano del comisionado David Stern, la NBA encontró el modelo a seguir. Los enfrentamientos entre Magic Johnson y Larry Bird revivían una liga que parecía agonizar, entre rumores de jugadores envueltos en escándalos y que abusaban de las drogas. Por supuesto, los afroamericanos ya eran mayoría, el blanco de las críticas más feroces. Pero Magic era distinto. Su sonrisa no solo deslumbraba al público en las canchas, sino también en los comerciales que protagonizaba junto a su «archienemigo» Larry Bird. Cuando llegó Michael Jordan, con su obsesiva ética de trabajo y carisma a prueba de prejuicios, la sensación era que ciertas barreras se habían derribado. Definitivamente.
Michael Jordan llegó a la liga para revolucionarla. Y lo hizo. Aunque no desde la misma trinchera que habían defendido Bill Russell, Oscar Robertson y Kareem Abdul-Jabbar. Él estaba en una dimensión que no conocía estereotipos: la del atleta ejemplar, la del be like Mike de los anuncios de Gatorade, la de la figura de Nike. Así que en 1990, cuando el demócrata Harvey Gantt tuvo la oportunidad de convertirse en el primer senador afroamericano de Carolina del Norte, la estrella de los Bulls rechazó apoyar su candidatura de manera pública. «Los republicanos también compran zapatillas», argumentó.
En aquella época —y Jordan no era la excepción—, los deportistas preferían ser neutrales y contentar a sus patrocinadores. No hablaban de política. Craig Hodges, su compañero en los Bulls, era la otra cara de la moneda: solía arengar a otros jugadores para que se comprometieran con causas sociales y políticas; con muy poco éxito, por cierto. En 1992, fue cortado debido a una lesión en la rodilla. Ningún otro equipo le hizo pruebas para contratarlo, a pesar de ser un eficiente tirador, y denunció a la liga por discriminación racial. Acabó perdiendo el juicio.
El salto cuántico del siglo XXI
Sin embargo, desde hace más de una década, la NBA juega literalmente en otra liga en cuanto a reivindicaciones. Es la consecuencia natural del empoderamiento de los jugadores, promovido por Sterna través de las figuras de Magic, Bird y Jordan, bajo la lógica de que son ellos los que llenan los pabellones y consiguen jugosos contratos de televisión. Su sucesor desde 2014, Adam Silver, ha continuado con esta labor. Además, es un activista a carta cabal que se manifiesta en defensa de los derechos de la comunidad LGBTI y de las mujeres. Por supuesto, la mayoría de las campañas que promueve giran en torno a la discriminación racial, uno de los grandes problemas del país. Los jugadores, que se manifiestan a menudo desde las redes sociales, ya no son tan tímidos a la hora de mostrar sus preferencias políticas y firmes creencias.
Lo demostraron en mayo de 2020. En plena pandemia, a raíz del asesinato de George Floyd, muchos de ellos salieron a las calles para protestar. «¿Por qué Estados Unidos no nos quiere?», escribía LeBron James en sus redes sociales. Mientras tanto, Jaylen Brown, el escolta de los Celtics, tomaba el megáfono para dirigir las marchas y el teléfono para explicar el conflicto a otros compañeros. Cuando llegó la «burbuja» de Orlando, donde se terminaría disputar el campeonato interrumpido por las restricciones, la mayoría de ellos estaban preparados. Adam Silver y la NBA, con más del ochenta por ciento de propietarios de inclinación demócrata, también.
La «burbuja» reivindicativa
El escenario del confinamiento, que requirió una inversión económica de ciento noventa millones de dólares, era una proclama en sí misma. La pista estaba estampada con la frase Black Lives Matter. Los equipos se arrodillaban, cogidos del brazo, mientras escuchaban el himno nacional, el mismo gesto que hizo que Kaepernick no consiguiera nunca más un contrato en la NFL. Sus camisetas exhibían lemas reivindicativos sobre el dorsal: Say Her Name, I Can’t Breathe, Equality, entre otros. Le plantaban cara a Donald Trump en plena campaña de reelección y algunos aficionados se rasgaban las vestiduras. Peroni los jugadores ni los patrocinadores perdían dinero. ¿La razón del éxito? Habían conseguido ser más relevantes que nunca.
Los playoffs de la «burbuja» le dieron el impulso final a una generación de deportistas que por fin era consciente del alcance de sus palabras. «No creo que se trate de que la gente esté dispuesta. Se trata de que seamos contundentes. Ese es el poder que mostramos como jugadores, asegurándonos de que todos escuchen nuestra voz», dijo Chris Paul, entonces presidente del Sindicato de Jugadores, en Orlando.
En aquellos lejanos años sesenta, lo hicieron las voces de Bill Russell y Kareem Abdul-Jabbar, a pesar de que les instaban a permanecer callados y enfocarse en jugar. Estrellas contemporáneas como LeBron James y Stephen Curry, quienes ahora son la regla y no la excepción, siguen sus pasos. Y lo hacen bajo el amparo de una liga que ha logrado ser revolucionaria. En todos los sentidos.