Lo del aeropuerto Cristoforo Colombo de Génova fue tan gordo que merece la pena recordarlo. Era el 24 de julio de 1966 y a Italia le acababan de pintar la cara en el Mundial de Inglaterra. En la Federación sabían que la habían hecho buena y conociendo como conocían a sus congéneres, decidieron aterrizar a las muy discretas tres y media de la madrugada. Porque, total ¿quién va a estar en el aeropuerto de Génova a las tres y media de la madrugada? Como mucho, los silbarán dos o tres anormales a esas horas.
En cuanto el avión tocó tierra, la situación no era la esperada. Los jugadores comenzaron a asomar sus narices por los ventanucos y no les quedó otra que urdir un plan. Tal era la que se les venía encima. «Que salga uno por la puerta de adelante para que se coma los pitidos y mientras tanto el resto nos piramos por la detrás», propuso un jugador. «¿Quién se sacrifica?» Como ninguno estaba por la labor, la democracia decidió que la broma le tocaría a Marino Perani, un delantero del Bolonia que apenas había jugado dos ratitos en el Mundial. Pobre, Perani. Lo que en la previsión federativa iban a ser ser dos tarados, resultaron seiscientos o setecientos tifosi con el puño en alto y ganas de mambo. Pitos, insultos, berridos inexplicables y un cántico común, «¡paquetes, paquetes!» se precipitaron como un chaparrón de verano sobre los 22 italianos en su huida por la pista de aterrizaje.
Escoltados por los carabineros en mitad de la noche, con los flashes de las cámaras como única iluminación en aquellos rostros apaleados, los jugadores de la azzurra se afanaban en llegar a la terminal cuanto antes. Todo lo que no habían empujado en el campo en los días anteriores lo empujaron aquí «¡Asesinos, habéis acabado con el deporte italiano!», gritó un exaltado. Hasta un niño pequeño, Dios sabe cómo se había colado en la escena, se acercó a Fabbri, el seleccionador, para espetarle en toda la cara que no le encontraba sentido futbolístico alguno, ni desde el punto táctico ni desde el anímico, a que no hubiera convocado a Mario Corso. Los panenkitas no nacieron ayer.
El caso es que aquella gente estaba pasando las de Caín, pero lo más humillante estaba por llegar. Tras salir vivos del control de aduanas, los jugadores consiguieron alcanzar el autocar. Entonces, escoltados por una lechera de los carabineros y dos coches cargados de agentes, emprendieron la huida del aeropuerto. Entre pitos y flautas, les habían dado ya las cuatro y veinte de la madrugada. Tras ellos una caravana formada por los particulares de algunos jugadores y sus novias o esposas que habían preferido desplazarse desde allí hasta sus lugares de vacaciones. Y entonces llegó el bombardeo.
Con precisión militar, algunos de los seguidores más previsores, habían colocado en las cunetas a ambos lados de la carretera algunas cajas llenas de tomates en mal estado junto a carteles en los que se podía leer «Fabbri, vete» o «Abajo la selección». No hizo falta decirle a nadie lo que tenía que hacer. Y así, enfilando la autopista hacia Milán en un autobús cubierto de tomate podrido acabó el Mundial 66 para Italia. Y claro, en la mente de todos y cada uno de los que participaron en este espectáculo decadente solo había un nombre extraño: el del coreano Pak Doo-Ik.
Pak Doo-Ik pasó de cabo del ejército norcoreano a mayor héroe de los mundiales gracias a un derechazo. Gracias a un gol suyo Corea del Norte se había metido en cuartos de final en detrimento de Italia. Nunca un simple gesto técnico había acortado tanto la distancia entre el tercer y el primer mundo. Pero antes de esa explosión memorable, los norcoreanos fueron cocinando su proeza en silencio. En primer lugar, golearon a Australia para ganarse la única plaza para el Mundial en la zona de Asia y África y a continuación, ya en Inglaterra, comenzaron a desplegar un fútbol eléctrico, solidario y basado en la velocidad de sus atacantes. La URSS, subcampeona de Europa, los quebró bien (3-0) en un partido lleno de malas artes y tarascadas, pero después empataron contra Chile y llegaron al partido decisivo frente a los italianos con la moral más dura que un busto de Kim Jong-il.
El futbolista italiano siempre ha encontrado un placer perverso en lo de sufrir como un perro en el terreno de juego, pero aquello pintaba mal desde el inicio. La gente se debatía entre dos pensamientos. De un lado, los que veían imposible una derrota contra una nación que había descubierto el fútbol ayer. Del otro, los que les habían visto jugar contra la URSS y Chile. La mala suerte para los italianos es que sus propios directivos se encontraban entre los primeros. «Corren y corren, parecen Ridolini (un actor mudo famoso por sus gags trepidantes)», le trasladó Ferruccio Valcareggi al seleccionador Fabbri después de ojear a los asiáticos en sus entrenamientos. Tras ese estereotipo lo que había era un conjunto fortísimo y muy trabajado que llevaba meses preparando a destajo su debut en la Copa del Mundo. Italia se fío y el resultado sigue siendo historia del fútbol.
A partir de ese golazo de Pak Doo-Ik la historia se emborrona aunque eso, en cierto modo, la hace aún más evocadora. Según un libro del historiador Pierre Rigoulot, los norcoreanos se entregaron a la jarana tras eliminar a Italia hasta el punto de que en la noche de Middlesbrough no quedó pub por conocer, licores que probar ni prostitutas con las que eliminar todas las tensiones acumuladas. Dice, también, que esa desmesurada celebración les costó la victoria contra Portugal en cuartos de final y que, cuando los excesos llegaron a oídos del dictador, las consecuencias fueron terribles para el equipo nacional. El gulag les esperaba. El libro aborda la experiencia de Park Seung Jin, uno de los delanteros en aquel equipo prodigioso, que se ganó el mote de «Cucaracha» porque durante los tres meses de cárcel que le tocaron cumplir por deshonrar al país en los bares ingleses, se llegó a alimentar de larvas e insectos.
De esas penurias se libró Pak Doo-Ik, en cambio. Por lo visto, el héroe se quedó en el hotel aquella noche aquejado de una gastroenteritis. La cagalera más oportuna del mundo le libró del gulag, según algunas versiones. Otras fuentes, como el documental «El partido de su vida», estrenado en 2002, cuentan un versión bien diferente de los hechos en la que no faltan recibimientos masivos a aquellos héroes, murales en honor y condecoraciones por doquier. 56 años después, las únicas verdades son que en Italia, cualquiera nota un picor extraño cuando escucha la palabra Corea y que Pyongyang vive un anciano de 78 años al que se le ilumina la cara cuando escucha escucha alguna canción italiana.
Bicampeón de Europa e Intercontinental l’amico Mario Corso con la Bienamada. Ese niño me representa.
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