Solo tres personas fuimos capaces de silenciar Maracaná: Juan Pablo II, Frank Sinatra y yo. (Alcides Ghiggia, jugador de la selección uruguaya de 1950).
Si ahora tuviera que jugar otra vez esa final, me hago un gol en contra (Obdulio Varela, capitán de la selección uruguaya de 1950).
El ganador que quiso haber perdido. Quiza hoy el fútbol ya no sea así, y esa nobleza que está por encima del balón se eche de menos. Pero veamos cómo transcurrió la historia. Aunque solamente miremos la magnitud de las cifras, aquel encuentro fue un acontecimiento único en la historia del deporte. Según la propia FIFA, es el partido de fútbol que ha congregado a un mayor número de espectadores: nada menos que 173.850 (aunque en la prensa siempre se ha hablado de 200.000 e incluso 250.000). Esto es, había más gente en el estadio de Maracaná que población en muchas ciudades del mundo. Corría el año 1950 y se celebraba en Brasil el cuarto campeonato mundial de fútbol. Pese a lo que mucha gente, cree aquel partido no era exactamente una final sino el último encuentro de una liguilla que decidiría el título. Se enfrentaban Uruguay, campeones veinte años atrás, con los máximos favoritos, Brasil. A la entonces selección blanca —aún no había adoptado la camiseta verde amarela— le bastaba un empate para proclamarse campeona. Uruguay en cambio necesitaba una victoria en la que nadie, ni siquiera ellos mismos, creía de antemano.
En opinión de muchos por entonces, aquella «final» entre vecinos debía marcar el inicio del reinado brasileño en el balompié. Necesitaban el campeonato porque jugaban en casa y porque eran una de las mayores potencias futbolísticas desde hacía décadas, pero no habían tenido suerte en los mundiales. En el primer campeonato, celebrado en Uruguay en 1930, no pasaron de la fase de grupos: una inesperada derrota ante Yugoslavia los dejó fuera del torneo (y allí los uruguayos se alzarían como primeros campeones mundiales de fútbol ante su propio público). En 1934, mundial celebrado con un formato de KO en Italia, los brasileños fueron eliminados por España: el combinado ibérico les hizo tres goles durante la primera parte, diferencia que Brasil no fue capaz de remontar (al final, como los uruguayos, los italianos ganaron en casa). En 1938 se repitió el formato de KO y esta vez Brasil llegó a las semifinales tras eliminar a Checoslovaquia y sobre todo a Polonia en un alocado partido en el que se necesitó ir a la prórroga y se marcaron, ¡once goles en total! Pero no pudo con Italia, que terminaría alzándose con su segundo título mundial. El torneo no tuvo lugar ni en 1942 ni en 1946 a causa de la II Guerra Mundial… pero sí retornaba en 1950, y se iba a celebrar precisamente en Brasil. De las tres ediciones anteriores, dos habían sido ganadas por los anfitriones. Así que, sumado este hecho a su incuestionable calidad, nadie dudaba de la victoria brasileña.
En el mundial de 1950 sí hubo fase de grupos. Brasil se impuso en el suyo con facilidad: aunque empataron frente a Suiza, las desahogadas victorias frente a Yugoslavia (2-0) y México (4-0) le otorgaron el pase a una segunda fase en la que los cuatro campeones de los cuatro grupos se jugarían el título a los puntos.
Además de Brasil, ese grupo final estaba integrado por dos escuadras que gozaban de cierto favoritismo a priori —Uruguay y España— junto a la relativa sorpresa de Suecia, que había dejado en la cuneta a los bicampeones italianos. Los uruguayos eran los únicos que contaban con una copa en sus vitrinas y no habían tenido que sufrir mucho para pasar de ronda. Por su parte, España había arrasado en su grupo con tres victorias frente a Estados Unidos, Chile y sobre todo frente a Inglaterra, con Zarra como gran estrella. Sin embargo, los brasileños eran los grandes candidatos y no tardaron en reafirmarlo de manera aplastante. No tuvieron ningún tipo de misericordia hacia sus rivales: primero apabullaron a Suecia por 7-1. Después, lo que todavía era una mayor demostración de fuerza, golearon a España por 6-1. Para colmo, los suecos únicamente marcaron de penalti cuando ya estaban cinco goles por debajo, y los españoles marcaron el gol del honor al final del partido, cuando los sudamericanos estaban básicamente celebrando que tenían medio título en las manos. Brasil era una máquina.
El equipo local se plantaba en el último partido con cuatro puntos frente a los tres de Uruguay, que había empatado con España y había vencido a los suecos, aunque con bastante trabajo. A los brasileños el empate les bastaba. Pero nadie pensaba en el empate: no era cuestión de si Brasil iba a salir campeona o no, sino de cuántos goles le iba a hacer a los infelices «charrúas» en el camino. Los brasileños habían organizado un carnaval a nivel nacional y la euforia era tal que ni siquiera contemplaban una mínima oportunidad para sus vecinos. En el estadio estaba todo preparado para la ceremonia de entrega de la copa mundial: un espectacular pasillo para los campeones, una banda de música que interpretaría el himno de Brasil tras la victoria y que ni siquiera tenían la partitura del himno uruguayo. La prensa brasileña del día anterior no había mostrado el más mínimo asomo de prudencia: «Mañana, la batalla final: venceremos a Uruguay», «La victoria, para Brasil», «Estos son los campeones del mundo»… y lo que es más, los periódicos ya tenían preparadas las portadas del día siguiente con la noticia de la victoria de la escuadra blanca, pero no las portadas con la opción contraria. Tal era el estado de éxtasis en un país donde por aquellos días se iban a celebrar elecciones presidenciales y algunos hablaban incluso de presentar en las listas a jugadores de la selección. Desde luego, los políticos que se postulaban hicieron lo que pudieron para que el pueblo los relacionase lo más posible con el equipo. Una locura. En Brasil el fútbol era una religión y el ansiado momento de alzar ¡por fin! la copa de campeones estaba poniendo la nación patas arriba.
Cabe imaginar el estado de ánimo de los jugadores uruguayos mientras esperaban en el vestuario. Brasil venía de hacer trece goles en dos partidos, uno de ellos contra la poderosa España. Y ahora ellos tenían que jugar ante una intimidante multitud y frente a un equipo imparable. Tal era el peligro de goleada que el seleccionador uruguayo, Juan López Fontana, decidió plantear un partido ultradefensivo y así se lo comunicó a los jugadores.
Pero no todos en el equipo estaban de acuerdo con este planteamiento. El carismático capitán Obdulio Varela —apodado el Negro Jefe— aprovechó que el seleccionador abandonaba el vestuario para dirigirse a sus compañeros y contradecir las palabras del técnico: «si jugamos a la defensiva acabaremos como Suecia y España». Varela pensaba que esperar a los brasileños en defensa equivalía a poco menos que a regalar el partido de antemano. Pero sucedía que… ¡todo el mundo había entregado el partido de antemano, incluso sus compañeros! Es más, al poco se asomó por el vestuario un directivo de la federación uruguaya diciendo: «Muchachos, si perdemos por menos de cuatro goles salvaremos el honor». ¡Por menos de cuatro goles! Aquello, definitivamente, pudo con la paciencia del capitán, que se revolvió casi enfurecido: «¿Perder? ¡Vamos a ganar este partido!», exclamó Varela ante el asombro de todos. Aquella fue la primera de las importantísimas aportaciones psicológicas que Varela hizo aquel día. Y resultaban muy necesarias: conforme caminaban por el pasillo que conducía al césped, el rugido de las más de 170.000 gargantas se hacía más y más fuerte. Los uruguayos se sentían empequeñecidos: iban a jugar en el estadio más faraónico del mundo —recién erigido para la ocasión— ante una inmensa masa de aficionados enloquecidos en apoyo de un equipo que estaba aplastando toda competencia. De hecho, la multitud congregada en Maracaná era la más grande jamás registrada en un evento deportivo hasta entonces, y solamente ha sido superada por algunas carreras de motor, donde pueden reunirse enormes multitudes sin las restricciones arquitectónica de un estadio. Ningún partido de fútbol ni de ningún deporte que se celebre en un estadio ha vuelto a tener tanto público, y conforme escribo estas líneas ya han transcurrido sesenta y tres años.
Pero en el túnel de vestuarios Varela lanzó una consigna que terminaría haciéndose famosa: «No piensen en toda esa gente, ¡los de afuera son de palo!». Es decir: los espectadores podrán hacer mucho ruido, pero no son los espectadores quienes juegan el partido. Poco después, a punto ya de saltar a la cancha, Varela se giraba hacia los suyos de nuevo e insistía: «Salgan tranquilos, no miren para arriba. Nunca miren a la tribuna… ¡el partido se juega abajo!».
Sus palabras tuvieron efecto. Urugay salió y aguantó. El primer tiempo puso a prueba la paciencia de los espectadores brasileños. El equipo local sale repleto de confianza en sí mismo, presionando como de costumbre y completamente decidido a conseguir un gol tempranero, pero sus ataques —bien medidos, bien ejecutados, dinámicos y entusiastas— no dan fruto y chocan con la defensa uruguaya y sobre todo con el guardameta Roque Máspoli, que se ve obligado a hacer uno de los partidos de su vida. Eso sí, los jugadores de Uruguay, pese a mantener su portería a cero, no parecen tenerlas todas consigo cuando se marchan al vestuario en el descanso. De hecho los malos presagios parecen empezar a cumplirse en los inicios del segundo tiempo: apenas un par de minutos después de la reanudación, el delantero brasileño Albino Friaça se interna por la parte derecha del área uruguaya, y ante la impotencia del defensor que lo persigue, bate a Máspoli con un disparo raso.
Maracaná estalla, casi literalmente; además del estruendo de las 173.000 personas que se han vuelto repentinamente locas, explotan en el aire petardos de bastante consideración. Ya está, esto es todo; acaba de comenzar el esperado aluvión de goles y los charrúas pueden ir preparándose para la debacle.
Pero es entonces cuando el capitán Obdulio Varela hace su jugada maestra. Ha visto levantar el banderín al juez de línea, tímidamente, aunque el mismo juez lo ha vuelto a bajar tras el gol. Varela, con la cabeza muy fría y esa presencia de ánimo característica en él, lee perfectamente lo que requiere la situación. Recoge el balón del fondo de la red y comienza a caminar hacia el centro del campo. Muy despacio. Tan despacio, que el público se impacienta ante la marcha de caracol del capitán rival. Pero hay más: Varela quiere hablar con el árbitro, el inglés George Reader. Sin embargo existe un problema, porque ni el árbitro habla español ni el futbolista habla inglés, así que la discusión se transforma en un galimatías sin sentido. Con toda parsimonia, el capitán uruguayo pide un intérprete. Pasan los minutos. Entre el público la fiesta se transforma en exasperación y más tarde en perplejidad. Las gradas se enfrían, que era precisamente lo que Varela estaba buscando con tanta dilación.
El asombro se extiende también a los jugadores brasileños, e incluso a los propios uruguayos: por entonces no se estilaban estas picardías y ni los propios compañeros de Varela entendían qué estaba sucediendo con su capitán. Pero él lo tenía claro:
¿La verdad? Yo había visto al juez de línea levantando la bandera. Claro, el hombre la bajó enseguida, no fuera que lo mataran. Agarré la pelota y me fui a hablar con él. Me insultaba el estadio entero, obviamente por la demora. […] Sabía lo que estaba haciendo. Ahí me di cuenta que si no enfriábamos el juego esa máquina de jugar al fútbol nos iba a demoler. Lo que hice fue demorar, nada más. Esos tigres nos comían si les servíamos el bocado muy rápido.
Seguir jugando en plena explosión de euforia brasileña suponía prestarse a un fusilamiento en forma de goleada. Pero ahora, con el público impaciente y los rivales desconcertados, el ambiente del estadio se había calmado considerablemente. Varela quería «matar» la euforia y lo consiguió. Cuando el balón finalmente vuelve a rodar, la fiesta local ya no es la misma. Habiendo perdido el momentum, los jugadores brasileños no consiguen marcar ese segundo gol que conduzca a la ansiada y prevista goleada. Y lo que es más importante: los uruguayos se han dado cuenta de que Brasil es psicológicamente vulnerable, de que es un equipo como otro cualquiera, formado por once hombres que sí, juegan mejor, pero que también tienen sus debilidades. Once hombres que esperaban jugar el resto del partido en mitad de un éxtasis generalizado pero que ahora, de repente, se encuentran con un partido normal y corriente en mitad de un ambiente que se parece más a un festejo interrumpido.
Uruguay se crece. Esto es once contra once, no una ejecución pública como habían sentido antes de salir del vestuario. Su capitán, Varela, siempre había tenido razón. Brasil lo percibe. El público lo percibe. La semilla de la inseguridad ha sido plantada y únicamente falta regarla: tras una jugada por la banda derecha del extremo Alcides Ghiggia —héroe del partido—, el centrocampista Juan Alberto Schiaffino recibe un pase limpio y ante la tardía llegada de un defensa blanco remata por bajo, batiendo al guardameta brasileño. Empate a uno. Todo Maracaná queda boquiabierto. Aunque con ese resultado Brasil todavía es campeón, de repente todos los brasileños, seleccionados y espectadores, han contemplado la realidad tal cual es: un partido de fútbol tiene que jugarse. No se gana por goleada de antemano, cosa que hubiese sucedido si los uruguayos se hubiesen dejado intimidar como sí les sucedió a los usualmente fríos suecos y a la talentosa selección española. De repente, los favoritos se sienten bloqueados. Y eso que lo tieneno todo a su favor y la copa matemáticamente en sus vitrinas. Pero es que la astuta manera en que Varela ha enfriado la euforia, así como el subsiguiente gol uruguayo, han creado una situación insólita. El guardameta visitante recordaría después el estupor de los jugadores rivales: «No respondían. En una jugada, un muchacho brasileño se cayó, lo ayudé a levantarse y le palmeé la cara porque nos conocíamos todos… ¡estaba helado! Estaba pálido. El empate los mató».
Los brasileños siguen presionando infructuosamente en ataque, en vez de calibrar cuáles son las mejores opciones para asegurar el resultado. La situación es extraña: pese a tener la copa al alcance de la mano y pese a ser los virtuales campeones, los locales están nerviosos. Sabes lo que supondría un gol uruguayo y, de acuerdo a su particular filosofía futbolística, creen que la mejor prevención es volver a marcar. Pero la defensa charrúa funciona bien, se sienten confiados y todos los miedos iniciales han desaparecido. Ahora son como el caballo que viene de atrás y le sopla en las crines al que iba primero. Trece minutos después del inesperado tanto uruguayo, Ghiggia vuelve a mostrar sus tremendas dotes como extremo derecho y de nuevo se escapa por la banda. Su marcador cree que lanzará un centro como de costumbre y se prepara para cortar el pase: craso error. Ghiggia decide chutar directamente a puerta, y el balón pasa muy ajustadamente entre el palo y la inútil estirada del guardameta, que se había preparado también para un centro. Es un disparo de tiralíneas. En el momento justo. Gol. Uruguay gana por 2-1. Con este resultado, los uruguayos son campeones del mundo.
Maracaná queda en completo silencio. Nadie puede creer lo que está viendo. Brasil, el equipo invicto, el gran favorito, está perdiendo. Quedan diez minutos de partido. Diez. En los que la presión local resulta completamente inútil. Brasil crea ocasiones, pero los uruguayos se han engrandecido: ¡son los campeones! No pueden dejarlo escapar. Brasil no consigue hacer a las prisas lo que otras veces hizo con el viento completamente a favor. El árbitro pita final de partido. Uruguay, contra todo pronóstico, acaba de conseguir su segundo título mundial. Ha sido un día para la historia del deporte; el «Maracanazo» ha sacudido al mundo del balompié.
Corren las lágrimas por el estadio. Las de los jugadores brasileños, que sienten que acaban de defraudar a todo un país. Las de los espectadores, hundidos por la derrota. Incluso hay lágrimas de alegría o sencillamente de liberación de la tensión entre algunos jugadores uruguayos. Como Schiaffino, que ha marcado uno de los goles y que ahora sale llorando del campo: viéndolo, uno diría que ha perdido también.
Entre bastidores la confusión es total. Nadie sabe qué hacer con respecto a la entrega de la copa, porque todo estaba previsto para dársela a los locales. Ni la banda de música se sabe el himno uruguayo —ni ganas tiene de tocarlo aunque lo supiera—, ni una composición triunfal escrita para la ocasión será interpretada. Nunca una partitura compuesta para el disfrute de tanto público ha quedado en un cajón sin llegar a convertirse en música jamás. Tampoco se organiza el pasillo previsto para los inesperados campeones, ni aparece la escolta honorífica, ni nadie entre los organizadores brasileños parece estar de ánimo para pensar en una ceremonia alternativa. El presidente de la FIFA, el francés Jules Rimet, deambula confuso por el césped con el trofeo en la mano, cada vez más convencido de que sea cual fuere la ceremonia que se había planeado, esta no va a celebrarse. De todos modos, el único discurso de felicitación que Rimet se había preparado era en portugués:
Todo estaba previsto. Todo, excepto el triunfo de Uruguay. Preparé mi discurso y me fui a los vestuarios pocos minutos antes de finalizar el partido, que estaba 1-1. El empate hacía campeón a Brasil. Pero cuando caminaba de vuelta por los pasillos se interrumpió el griterío infernal. A la salida del túnel, un silencio desolador. Ni guardia de honor, ni himno nacional, ni discurso, ni entrega solemne. Me encontré solo, con la copa en mis brazos y sin saber qué hacer.
Tras unos indescriptibles momentos de tensa confusión, en los que el presidente de la FIFA ni siquiera sabe a quién entregarle el trofeo, localiza a Obdulio Varela junto a la banda, así que lo llama a voces, lo agarra del brazo y se lo lleva unos metros adentro del césped para darle la copa, sin más pompas ni ceremonias que un discreto apretón de manos. Un gesto prácticamente a escondidas y casi milagrosamente captado por las cámaras. No hay nada parecido a la imagen de Pelé llevado en andas por sus compañeros o la de Maradona besando la copa en el palco. Los uruguayos se llevaron la copa mundial de 1950, en sus propias palabras, «como si la hubiesen robado».
El inmenso carnaval que iba a paralizar todo un país queda abortado de inmediato. Un sentimiento de depresión inunda Brasil y se hablará incluso de que algunos aficionados llegan a quitarse la vida. En todo caso, los festejos caen en el olvido. Brasil nunca volverá a usar el uniforme blanco, ahora asociado a la desgracia de Maracaná, y optará por un combinado de pantalón azul y camiseta verde-amarilla, confiando en que usar los colores de su bandera les dará por fin buena suerte. Con esos nuevos colores, como ya sabemos, han acumulado nada menos que cinco títulos.
En Uruguay, donde se había seguido el partido por la radio, la situación es exactamente la contraria: están celebrando un segundo título mundial obtenido frente a la selección más potente del momento, la absoluta favorita, que además jugaba en casa… y que aun así, había sido vencida por un equipo bravo, talentoso, hábil e inteligente. Pero no todos los uruguayos comparten la euforia. Hay por lo menos un hombre que no se siente alegre y es precisamente el hombre que había propiciado el gran giro psicológico del partido, el hombre que ha agarrado a los suyos de las orejas para hacerlos reaccionar, el hombre que se ha sobrepuesto al pesimismo de compañeros, entrenador y directivos: el capitán Obdulio Varela. Pocos minutos después del final del partido, su mirada se detuvo sobre un aficionado brasileño visiblemente hundido, que se había quedado sin lo que pretendía ser la gran fiesta de su vida:
Yo lo miraba y me daba lástima. Ellos habían preparado el Carnaval más grande del mundo para esa noche y se lo habíamos arruinado. Según ese tipo, yo se lo había arruinado. Me sentí mal. Me di cuenta de que yo estaba tan amargado como él. Me acordé de mi saña cuando nos hicieron el gol, de mi bronca, que ahora no era mía… pero también me dolía.
Aquella noche, cuando los jugadores del combinado charrúa salieron a festejar su triunfo por la playa de Copacabana, Varela no los acompañó. El «jefe» estaba ya sumido en sus pensamientos y prefirió deambular en solitario por la ciudad, pese a su preocupación de que algún aficionado local furibundo descubriese quién era y lo metiese en un serio aprieto. Varela entró en un bar y pidió un aguardiente de caña. Su ánimo era más bien sombrío:
Snooker: el vórtice de silencio from Jot Down Magazine on Vimeo.
Me puse a tomar caña esperando que no me reconocieran, porque creía que si eso sucedía, me matarían. Pero me reconocieron enseguida y, para mi sorpresa, me felicitaron, me abrazaron y muchos de ellos se quedaron bebiendo conmigo hasta la madrugada (…) Si ahora tuviera que jugar otra vez esa final me hago un gol en contra. Al ganar, solo conseguimos dar lustre a los dirigentes de la Asociación Uruguaya de Fútbol y arruinar la fiesta a los brasileños.
Obdulio Varela pasó toda la noche junto a los aficionados cariocas y no regresó a su hotel hasta el amanecer. Había entendido lo que el fútbol significaba para aquellos presuntos enemigos que tan deportivamente lo habían estado felicitando y agasajando durante toda la noche, pese a que antes, en el estadio, lo habían insultado con furia: el fútbol era una posibilidad de alegría en mitad de unas vidas generalmente grises y repletas de sinsabores. Los uruguayos ya habían ganado su copa veinte años atrás, pero los brasileños, una vez más, estaban tristes. A ojos de Varela, algo no terminaba de encajar. Años más tarde, decepcionado con los directivos de la federación uruguaya, el capitán terminó pensando que la victoria había servido para alimentar a aquellos federativos corruptos y para arruinar la fiesta a los vecinos tanto o más que para alegrar a sus compatriotas uruguayos, que de todos modos nunca habían esperado obtener la segunda copa en Maracaná. Obdulio Varela terminó detestando el fútbol, al que consideraba un negocio «sucio» y «contaminado». El entonces capitán del Peñarol llegó a las semifinales de otro mundial, el de 1954, aunque terminó retirándose en 1955. Después afirmó que no retornaría a un campo de juego ni aunque le ofreciesen «todos los millones del mundo». Después de aquello, pocas veces la prensa consiguió acercarse a él, pese a que era un héroe nacional en Uruguay. Pudo haber sacado provecho de aquella condición de por vida, pero se convirtió en un hombre de familia, celoso de su intimidad, que rehuía los focos y las cámaras, desprovisto de un ego artificial y que, al contrario que muchos otros exjugadores, relativizó la importancia del fútbol y tomó una perspectiva filosófica que estaba muy por encima de lo que pudiera suceder sobre un rectángulo de césped por el que veintidós hombres corren en persecución de una pelota. Al final, historias grandilocuentes como la del «Maracanazo» se componen de multitud de pequeñas historias que pueden llegar a ser bastante inesperadas. Ghiggia presumía de haber silenciado Maracaná. Pero Varela lamentaba haber ganado aquel partido. Y mientras ambos celebraban o lamentaban el título conseguido, en una humilde vivienda brasileña un niño de diez años llamado Edson miraba compungido cómo su padre —antiguo futbolista retirado por una lesión— lloraba desconsoladamente junto a la radio. El niño pensaba «yo no quiero que mis hijos me vean llorando». Para eso, claro, necesitaba ganar un campeonato mundial… pero eso ya es otra historia.
Exquisito estilo de redacción, muchísimas gracias desde Michoacán, México 🌿🇲🇽