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Mauro Corona: «Siempre he tenido miedo de la montaña. Para eso escalo: para tener miedo»

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Mauro-Corona

Alpinista, escultor, alcohólico intermitente y escritor superventas en Italia. Mauro Corona, el buen salvaje reconvertido en personaje popular, nos recibe en su cabaña de Erto, en los Dolomitas, para pasar un día con él. Apadrinado por Rigoni Stern y Claudio Magris, entre otros, muchos de sus libros superan los cien mil ejemplares vendidos en su país, y sus apariciones televisivas causan siempre impacto. Si en algún momento se pierde, claro, hay que buscarlo en las montañas. 

«¿Quién anda ahí?». Uno, en su andadura profesional, se ha encontrado con muchas situaciones, pero es la primera vez que un entrevistado lo recibe apuntándolo con un revólver, como en una película del oeste. «¡Soy el periodista español, vengo en son de paz!», anuncio con las manos alzadas. Al fondo de la cabaña, Mauro Corona vacila un momento. Finalmente, parece darse por convencido, baja el arma y palmea el banco de su escritorio, atestado de libros y papeles. «Claro, pasa, siéntate a mi lado, eres bienvenido».

Junto con el profesor Jordi Canals, de la Universidad de Trento, que amablemente nos ha hecho de enlace, avanzamos por la sala esquivando las piezas de madera repartidas por todas partes; docenas de ellas, de todas las formas y tamaños. Jordi cuenta que, como escultor, Corona trabaja casi siempre por encargo, pero manteniendo siempre una relación muy especial con la materia prima: dice que escucha a los árboles, ellos le indican cómo tiene que trabajarlos. «El hecho de que el género gramatical de muchas especies de árboles sea el femenino en italiano da pie a una imaginería incluso erótica», señala.

Con el pucho de un puro asomando entre su barba canosa, las greñas recogidas por una badana y una camiseta de mangas sisas que deja a la vista sus brazos musculosos, Mauro Corona aparenta ser un hombre huraño, apartado del mundanal ruido, pero la atención mediática lo halaga de un modo indisimulable. Al menos, cuando es él quien tiene el control de la situación: el cómo, el cuándo, el dónde y el con quién. En Italia se hizo popular gracias a las conversaciones televisivas que mantiene con Daria Bignardi, con quien tiene una química muy especial, y ha seguido frecuentando la pequeña pantalla con altos índices de audiencia.

Nacido en Baselga di Piné, una pequeña localidad de la región de Trentino-Alto Adigio, hijo de vendedores ambulantes, Corona responde bien al clásico perfil de buen salvaje reconvertido en intelectual. Creció en el valle de Vajont, junto a los Dolomitas, donde adquirió la pasión por la caza, el alpinismo y la naturaleza…, y empezó a leer vorazmente, con Don Quijote como libro de cabecera. «Mi lengua natal es el ladino, que en mi pueblo natal, en el valle de Gardena, se habla de un modo muy cerrado. Incluso escribí un libro de poemas en ese dialecto, La ballata della donna ertana, en edición bilingüe —comenta—. Si pudiera escribir en italiano como en mi dialecto, tendría una fuerza letal, porque como lengua es pura síntesis, no admite nada superfluo. Es una lengua de acercamiento: para decirle a una mujer “te amo”, se dice “ven aquí”», explica.

No obstante, un suceso terrible cambió la vida de Corona y sus vecinos cuando él apenas tenía trece años, un 9 de octubre de 1963. Ese día, el embalse hidroeléctrico del Vajont se desbordó por un desprendimiento de tierra, arrasando con el pueblo de la familia de Corona, Erto, y la vecina villa de Casso, para destruir acto seguido los pueblos del fondo del valle. El saldo fue de casi dos mil muertes, entre ellas las de unos quinientos niños. Con el tiempo se demostró que la tragedia se debió al encubrimiento de defectos estructurales y de planificación, pero nada pudo impedir que Erto quedara abandonado hasta hoy como un pueblo fantasma. Corona contó esos hechos en su libro Aspro e dolce, y regresó al escenario de su infancia en su primer libro traducido al español, Fantasmas de piedra (Altaïr), un recorrido por la memoria que hoy incita a muchos a peregrinar a aquellas ruinas con el texto como guía, como hemos hecho nosotros antes de visitar al escritor. «Vienen como si Erto fuera Macondo, o Comala, y se detienen delante de mi casa muerta. Eso me hace sentirme orgulloso», dice.

La carambola del éxito

Mauro Corona saca las libretas donde escribe sus libros, fatigados remedos de Moleskine cubiertos con letra menuda y estilizada, mientras cuenta la carambola que lo llevó a ser novelista de éxito. «Empecé escribiendo pequeñas historias que leía a mis hijos de noche. Para mí y para ellos era como un juego, quería que aprendieran que estaban bien porque su papá había tenido una vida de mucho esfuerzo, para que supieran que en la vida se necesita paciencia y fatiga. Hasta que un amigo periodista, Maurizio Bait, supo de ellos y me animó a publicarlos los domingos en el diario Il Gazzettino. ¡Y empezó a venderse más! ¡Diez lectores más!», bromea.

Una figura importante para Corona fue el escritor de culto Mario Rigoni Stern, otro buen conocedor de las montañas, que fue soldado en la Segunda Guerra Mundial. «Era un hombre dulce, que enseñaba sin levantar el dedo, con su comportamiento. Nunca fue un extremista, pero se le ocurrió defender la caza —una caza inteligente, selectiva—, y los verdes y los ecologistas lo lincharon. Pero fue siempre un referente, como uno de esos árboles grandes y silenciosos que en medio de la niebla te enseñan el camino de la montaña», recuerda.

El caso es que Rigoni Stern formaba parte del jurado de un premio al que se presentó «con un cuento sobre mi experiencia de niño cuidando vacas», señala. Y aunque no llegó a obtenerlo, el autor de Historia de Tönle El sargento en la nieve lo conminó a perseverar en la literatura. «En él encontré lo que le faltaba a mi padre, que fue también un maestro, pero vacío de literatura; mi padre también era un hombre de montaña, pero cuando la contemplaba veía solo una fuente de alimento. Rigoni Stern me ayudó a ver mucho más», dice. Cuando Rigoni agonizaba, le escribió una última vez a Corona: «Cuando vayas a la montaña, hazlo también por mí».

Finalmente, Mauro Corona llamó la atención de dos padrinos de lujo: Claudio Magris y su esposa, Marisa Madieri. De Magris habla ahora con cierto tono despectivo, mostrando las anotaciones que ha hecho sobre su último libro —«es muy malo, muy malo», murmura—, pero a Madieri sí la reconoce como «una gran escritora» y, en cierta medida, como la persona que lo introdujo en el mercado editorial de masas. Su primer libro de cuentos, Il volo della martora (El vuelo de la marta) lleva, de hecho, prólogo de Magris, pero la dedicatoria es para Madieri: «A Marisa, que un día me dijo: “Escribe”».

Este título vendió nada menos que trescientos cincuenta mil ejemplares. Desde entonces, ha publicado una treintena de libros más, muchos de ellos con cifras por encima de los cien mil ejemplares. En 2018, el diario Il Giornale cifraba en cuatro millones y medio los ejemplares vendidos de toda su obra. «Un escritor como yo, que nunca ha fallado un tiro, se siente un poco mal si algún libro no va como se espera», confiesa. El más reciente, un breve ensayo sobre su experiencia como alcohólico mezclado con consejos para jóvenes titulado Guida poco che devi bere (Conduce poco que tienes que beber), «se ha quedado en los cuarenta mil, que no son pocos, pero esperaba más. En fin, es parte del juego, no me obsesiono con ello».

Desaparecer en la montaña

Su forma de vida, desde luego, no parece condicionada por el dinero. En el interior de su cabaña, muestra el humilde camastro donde duerme —más bien poco, porque es insomne y se levanta cada día a las tres o las cuatro de la mañana—, así como la escudilla tiznada de tomate seco y el tenedor únicos de su vajilla, «donde como desde que era joven». Su desayuno suele ser una lata de judías que aliña con ajos crudos, que va tomando de una trenza colgada en su estudio. Dicen que la alimentación es algo que le ha obsesionado mucho, para no acumular peso de cara a las escaladas. Del techo cuelgan también unas anillas caseras de atletismo. «Hace unos años, todavía hacía el Cristo, pero ya no estoy en condiciones de matarme con eso», sonríe.

A sus setenta años, y con una vida en la que no han faltado los excesos etílicos, Mauro Corona se mantiene, sin duda, en forma. No podría de otro modo seguir subiendo a la montaña cada cierto tiempo. Cuando no se le encuentra en casa, todos saben que se ha marchado a escalar. Es un obseso del Campanile di Val Montanaia, en el que ha abierto vías de extremada dificultad, varias de las cuales tienen su nombre. Y, alguna vez, ante algún compromiso literario —como cuando fue invitado a España para hablar de Fantasmas de piedra, a última hora y de improviso—, desapareció en las montañas y no dio señales de vida sino después de varias semanas.

Hoy recibe, además, la visita de un político de la Lega Veneta, que se presenta como «de centroderecha», y que parece muy interesado en conversar con Corona sobre los problemas de la zona. Para ello, nos invita a cenar, también a los visitantes españoles, en un bonito restaurante con vistas al valle. El escritor saluda con familiaridad a la señora que lo regenta, y cuando toma asiento me pide que me ponga a su lado. «Los políticos siempre vienen a verme y a hacerse la foto conmigo. Yo me dejo hacer, no soy ningún extremista, escucho a todos. Pero ninguno me inspira confianza», susurra. Los políticos tampoco se fían mucho más allá de retratarse junto al personaje popular: su carácter imprevisible hace de él lo que los italianos llaman una mina vagante. Un peligro.

El diputado y sus colaboradores pronuncian su discurso, hasta que Mauro Corona sale al paso lamentando que «sin querer hacer una filípica, hay que reconocer que política y literatura mantienen hoy una distancia abismal. Hoy se vota a quien no fuma, no bebe, no fornica o va a misa los domingos, pero yo siempre recuerdo las palabras de Joseph Brodsky: si eligiéramos a nuestros gobernantes por sus bibliotecas, el mundo lloraría menos».

Cuando el coche oficial recoge a los distinguidos comensales, tras la preceptiva foto se despide el escritor con un último consejo con mucha retranca: «Recuerden aquello de Macedonio Fernández, el maestro de Borges: la verdadera victoria consiste en derrotar a los propios aliados».

La visita de Erri de Luca

De vuelta a casa, el escritor alpinista —«exalpinista», corrige— habla sin parar de sus dos devociones, los libros y la escalada. «Siempre he tenido miedo de la montaña, para eso voy: para tener miedo», asegura, sin presumir de haber coronado las cimas del Friuli y escalado también en confines como Groenlandia o Yosemite, en California. Casi llevado a rastras por sus amigos, dicen.

Precisamente cuando nos instalamos en el interior asoma por la cabaña un viejo compañero de aventuras, el también escritor y acreditado escalador Erri De Luca. Ambos hicieron el servicio militar en el cuerpo de montaña, los Alpinos, algo que aquí une tanto como en España pertenecer a la Legión. Se saludan con una cordialidad veterana, sin aspavientos, se ponen brevemente al día de sus andanzas y Corona saca una armónica Hohner para animar la tarde. Toca viejas canciones de esas que se corean en los refugios de altura cuando la nevada arrecia, y Erri entona la letra a su lado: «Era una notte che pioveva, Sul ponte di Perati…» Entre canción y canción, Corona lucha con alguna nota. «No toco casi desde que me casé. La música es como un pajarito, sino no lo atrapas, se te escapa», se justifica.

Recuerda que en su infancia tocaban armónicas de plástico porque en las fiestas populares, «entre todos los juguetes que se vendían, la armónica costaba veinte o diez liras, así que todos teníamos una. Y yo era el que peor tocaba. Silvio, Carlo, Piero, Armando, que falleció, todos mis coetáneos eran especialistas “de oído”. Llevábamos la navaja, el cuchillo, la honda, la armónica y ya está. No necesitábamos nada más».

Con la honda era mejor. «Acertábamos al vuelo. Una vez rompí la vidriera de la iglesia, solo porque quería oír cómo sonaría el golpe, y me gané una paliza del párroco. También cazábamos pájaros, y cuando conseguíamos unos veinte, se cocinaban para la polenta, que se preparaba también con el tocio [estofado de carne] o con las tripas enteras. Ahora estas cosas impresionan, pero antes se comían, se pescaba todo de la naturaleza».

Reconoce que también era un aprendizaje para perder los escrúpulos. «Si se entrena a un joven para la guerra, no le teme a nada, puede matar a cualquiera. Un hombre del pueblo llamado Guerrino nos pagaba por traerle nidos de golondrina, hasta que un día nos dijo: “Traedme los pajarillos muertos, que no tengo tiempo que perder”. Yo le pregunté: “¿Y cómo se matan?”. Él: “Muy simple. Se hace así”. Cogió la cabeza de uno entre dos dedos y…, ¡pum! Los hacía explotar. Entonces mi hermano y yo lo imitábamos como un juego», evoca, y sigue tocando.

De pronto, sin previo aviso, un aplauso resuena afuera. La puerta abierta de la cabaña se ha llenado de rostros absortos. Es un grupo de estudiantes de paso por el pueblo, que sin duda reconocen a esos dos músicos aficionados. «¿Quiénes sois? Id a la escuela», espeta Corona. Un profesor asoma sobre las cabezas adolescentes y le ruega que salga un momento a saludarlos. «No, no, luego quieren la foto, el autógrafo… Ahorradme todo eso», dice el escritor. Erri también se niega en redondo. Sin embargo, al cabo de unos minutos, fingiendo resignación, Corona se levanta y sale. «Venga, saludemos a los estudiantes, total ya nos han jodido». Y pasa un buen rato conversando con ellos, encandilándolos con alguna ocurrencia y, por supuesto, prestándose a los selfis.

Sonidos de la naturaleza

Aunque todavía falta para el crudo invierno, a Mauro Corona le gusta hacer fuego. Enciende la chimenea todo el año, le gusta distinguir los distintos fuegos que se forman según la madera, y hasta conversa con ellos. Y en unos meses llegará la nieve, que, en esta zona, dice, se designa con cinco o seis nombres: la tólega, la slótregia, la bloca

«Hay que observas las cosas, escuchar las músicas que nos rodean —se pone un panteísta—. Por ejemplo, en el bosque, cuando sopla el viento, ¿has escuchado qué sinfonía? Pasa el viento a través del pinar y no es el mismo sonido que cuando pasa a través de la haya. La estructura de los árboles y de las hojas tienen diferentes maneras para que el viento pase por ellos, y cada uno canta algo diferente. El viento no es nada más que alguien que toca los pífanos de la naturaleza. Y cómo suenan las rocas… El valle del Vajont tiene una curva que, cuando sopla el viento, se parece a alguien ladrando. Esta es la música. Sin embargo, hay que encontrar el tiempo de pararse para escuchar, y yo, en la mayor parte de mi vida, he ido corriendo, en el sentido de que no tenía tiempo de parar».

La tarde va cayendo y Erri, Corona y algunos amigos más nos acompañan al bar del pueblo. Entre ellos se encuentra Icio, alma cómplice de nuestro personaje, que ejerce de chófer suyo desde que un accidente le enseñó hasta qué punto bebida y volante son incompatibles. Sin dejar de conversar, el escritor señala de pronto la bebida del periodista y le pregunta si puede verter un poco en su vaso. De nuevo, resulta difícil saber si bromea o si lo pide en serio, puesto que, en teoría, ha dejado de beber hace mucho. «Mejor no, quizá más tarde», sonríe con aire misterioso.

Después de un día entero con él, Mauro Corona ha aparcado la teatral hostilidad del primer encuentro y se presta cordialmente a la confidencia. Habla de todo, del presente y del pasado, de sus hazañas y también de sus debilidades. «Tengo sueños siempre sombríos, con muchos muertos, el agua que me cubre hasta ahogarme, paredes de roca que no logro superar y caídas desde muy alto. Sueños terribles, agitados: desde niño tengo esas pesadillas dos o tres veces por semana. También sueño a veces con casas abandonadas, en las que al abrir los cajones encuentro apilados vestidos bellísimos. Pero los malos sueños son más fuertes. Querría escribirlos alguna vez, encontrar una fórmula para ligarlos uno tras otro, como en una novela que no tenga pies ni cabeza, una novela hecha con las emociones de los sueños».

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