Un futbolista de treinta y ocho años, casi desconocido, ya retirado, que acude como suplente a un Mundial porque se lo pide como favor personal el presidente de su país. Un futbolista que está fuera de forma y apenas puede jugar media hora por partido. Y un futbolista que, aun así, revoluciona el campeonato llevando a su modesta selección casi hasta las semifinales, asombrando al mundo entero, convirtiéndose en una estrella y abriendo las puertas para el fútbol africano. ¿Es el guión de una película dirigida por Clint Eastwood? No; es un suceso real de los que ya no suceden en el fútbol.
Estas precisiones son siempre cuestión de gustos, supongo, pero diría que Italia 90 fue el último Mundial con sabor a Historia o, si lo prefieren, el último Mundial con marchamo de clásico. El último de aquellos campeonatos en los que, por decirlo de manera simple, pasaban cosas. Incluso entonces, viéndolo en su momento, tenía uno la sensación de que se estaba forjando la leyenda en directo; una sensación que no he vuelto a experimentar con un Mundial, no sé si por el endurecimiento que produce la edad o por la progresiva descafeinización de los Mundiales. Pero una cosa es cierta e innegable: si consideramos los campeonatos del mundo como películas, los guiones de las últimos cinco o seis ediciones han sido más flojos. Porque al guión de aquel Italia 90 no le faltó de nada.
En principio iba a ser, por descontado, el Mundial del retorno de Diego Armando Maradona (¿Qué hará? ¿Cuándo lo hará? ¿Cómo lo hará?). Pero también fue el de una inesperada historia de la Cenicienta personificada en el italiano Totó Schilacchi, aquel delantero suplente y de circunstancias que contra todo pronóstico se convirtió en el héroe local, revulsivo de Italia y máximo goleador del torneo. El campeonato en que Lothar Matthäus, la versión alemana de Robocop, ejerció su dominio demostrando que no le temía a nada ni a nadie, incluyendo al divino “Pelusa”. Y fue el Mundial en el que ,por primera vez en la historia del fútbol, un equipo africano llegaba a los cuartos de final… y por poco no se planta en las semifinales. Todo por obra y gracia de un jugador que debería haber visto el torneo por televisión pero que, al parecer, no podía despedirse del fútbol sin hacer historia: Roger Milla.
Lo que resultó de su participación en aquel Mundial es una historia increíble y los aficionados de entonces, a lo largo y ancho del planeta, la vivimos con una tremenda intensidad. Un jugador camerunés, cuya carrera había finalizado y del que, en la era previa a Internet, apenas habíamos oído hablar, se convirtió de la noche a la mañana en una leyenda inmortal del fútbol.
Un potencial inmenso, un fútbol brillante, una carrera en la sombra
Situémonos. Durante los años 70 el fútbol africano era completamente ignorado por los medios y, lo que es más grave, por los ojeadores europeos. En Camerún jugaba un joven delantero llamado Roger Miller, que después cambió su apellido para que sonase más africano. Sus hechuras de genio y su capacidad goleadora no importaban al Madrid, ni al Barcelona, ni a la Juventus, ni al Manchester United. A lo máximo que podía aspirar un jugador del África negra era a militar en la liga francesa —por entonces con muy escaso relumbrón mediático— o, con suerte, en algún equipo modesto de Italia, España o Inglaterra.
Aquel joven Roger Milla era un delantero al modo de Marco Van Basten. Esto es, de larga zancada, regate económico (y casi quirúrgico), jugadas directas y cerebrales, pocas ganas de complicarse la vida con florituras innecesarias y un instinto asesino que le hacía estar siempre acechando a la espera del mínimo fallo de las defensas rivales. No era un mero rematador, sino un depredador de las inmediaciones del área, que parecía disfrutar apareciendo entre líneas, como un tiburón entre las olas, para fabricarse su propio gol. No alguien que quisiera finalizar las jugadas de otros. Un ariete creador, esa rareza que no tiene precio. En Francia fue donde lo descubrieron para Europa, como solía suceder casi siempre con los grandes diamantes en bruto del fútbol africano. La estrecha vinculación entre Francia y África permitió que Roger Milla —entonces con veinticinco años y en lo mejor de su carrera— fuese fichado por el Valenciennes. No cuajó en aquel equipo. Tampoco cuajó en el Mónaco. Tardó en adaptarse al fútbol francés y el fútbol francés tardó en adaptarse a él. No gozaba de las facilidades de un Samuel Eto’o; recordemos que por entonces prensa y público no sabían casi nada de los jugadores extranjeros, y menos de los africanos, lo cual era una barrera psicológica importante para quien llegaba a una liga europea. Milla estaba acostumbrado a ser considerado poco menos que un genio en Camerún, pero en Francia tenía que empezar a demostrar su talento desde cero, sin que los entrenadores confiasen en él lo suficiente como para darle libertad, y sin que él confiase en sí mismo lo bastante como para obligarles a dársela. Milla era muy bueno, pero no era Maradona, y cada temporada que pasaba se acercaba más a la treintena sin haberse establecido como una figura en Francia.
Fue en el Bastia donde empezaron a entender su estilo, donde por fin le otorgaron confianza. Aunque sus mejores años ya habían pasado, allí pudo mejorar sus números lo bastante como para asentarse en el equipo. Uno de sus mejores momentos llegó cuando marcó un magnífico gol que le valió al Bastia una Copa de Francia; así se hizo un nombre en la liga gala, aunque nunca llegó a romper los moldes y en el resto de Europa era desconocido. Cuando los años empezaron a hacerle menos interesante de cara a los entrenadores, terminó jugando en segunda división. Primero en el Saint Etienne y más tarde en el Montpellier, al que ayudó a ascender marcando —con treinta y cuatro años de edad— dieciocho goles en una temporada, cosa que lo convirtió en un héroe local. Muy poco después, en 1989, decidió retirarse. En Camerún había jugado casi una década promediando unos veinte goles por temporada. En la liga francesa había jugado doce años, con una media de nueve goles por temporada en primera y dieciséis en segunda. Eran buenos números para el fútbol de aquellos años. Pero Milla no era solo un jugador de cifras, era sobre todo un jugador creativo, aunque casi nadie fuera de Camerún o Francia había comprobado el alcance de sus habilidades. Había participado en el Mundial 82, pero aquel Camerún, que jugó con mucha dignidad, había sido víctima de las injusticias arbitrales y eliminado en la primera fase pese a no haber perdido ningún partido. Milla no marcó y salió del Mundial 82 sin dejar huella. Después fue un jugador ignorado en Europa; la liga francesa no tenía la proyección que tiene hoy y se prestaba poca atención a los jugadores africanos, como demuestra el que nada menos que George Weah campase durante siete temporadas en Francia hasta que el Milan decidió “descubrirlo”.
La llamada del presidente
A sus treinta y ocho años —aunque siempre se dijo que había falseado su edad y que en realidad podían ser incluso mayor: desde luego aparentaba más edad—, Roger Milla iba a gozar de un tranquilo y anónimo retiro en la apacible isla africana de Reunión. Y entonces sonó el teléfono. Al otro lado de la línea, el presidente de Camerún.
La selección camerunesa se había clasificado para el Mundial de Italia, pero el combinado sufría las inseguridades propias de un equipo cuyos jugadores no estaban familiarizados con las grandes competiciones europeas. Lo más parecido que tenía a una estrella era el carismático Tommy N’kono, que como Milla fue uno de los pioneros del fútbol camerunés en Europa y que, él sí, gozaba de mucha fama y era muy querido en nuestro país por ser el portero del Español. El presidente camerunés pensaba que la selección necesitaba el apoyo moral de un veterano como Roger Milla. Le rogó que volviera a calzarse las botas y aceptase formar parte de aquella selección aunque fuese solamente como referente, como apoyo moral y guía espiritual para los jugadores más jóvenes. Estaba claro que acudiría como suplente porque ya no estaba en condiciones de jugar partidos enteros, pero su sola presencia y su considerable experiencia podrían convertirse en un acicate para los “Leones Indomables”. Camerún se jugaba mucho en aquel campeonato porque tenía un buen equipo pero muy poca experiencia internacional. Si conseguía hacerse notar en el torneo, algo extraordinariamente difícil para un equipo africano de aquellos años, su fútbol nacional podría dar un salto histórico.
Roger Milla escuchó las razones del presidente y aceptó. Era una cuestión de orgullo patriótico; la selección de fútbol era la única manera en que Camerún podía alzar la voz, decir “estamos aquí”. Su decisión de acudir al Mundial marcaría un antes y un después en la historia del fútbol africano y en el modo en que éste sería percibido en adelante por el resto del mundo. Aquí es donde empieza la increíble historia del jugador retirado que cambió la historia del fútbol para todo un continente.
Un momento, ¿cómo has dicho que se llama este tipo?
Camerún no había tenido suerte en el reparto de grupos. Debía jugarse la primera fase frente a los vigentes campeones del mundo, la Argentina de Maradona, pero también frente a Rumanía (en la que jugaba por entonces el peligrosísimo Lacatus) y la Unión Soviética. Malos compañeros de viaje para una selección modesta. Sin embargo, los acontecimientos pronto siguieron un rumbo imprevisto. Contra todo pronóstico, el vacilante inicio de los argentinos y el caótico vaivén de resultados propiciaron que Camerún terminase encabezando la clasificación.
Los africanos, con Milla en el banquillo, empezaron dando la campanada y venciendo a Argentina por 1-0 en el partido inaugural. El gol lo marcó Omam-Biyik, punzante y muy inteligente delantero que jugó un magnífico torneo y fue el otro nombre más pronunciado de aquel legendario combinado camerunés. Aunque hay que decir, nobleza obliga, que los cameruneses anularon a Maradona con un marcaje no demasiado limpio (la verdad es que si hoy le hacen a Messi un marcaje parecido, hubiesen terminado con ocho jugadores). Con todo, una victoria sobre los campeones mundiales demostraba que el equipo camerunés no era ninguna broma. Eso se confirmó en el segundo partido frente a Rumanía. Los cameruneses no lo tenían fáci, ya que el equipo rumano se había deshecho de los soviéticos con dos goles del venenoso Lacatus, pero fue entonces cuando, a ojos de la Historia, un Roger Milla que salía desde el banquillo empezó a labrar su propia leyenda.
Cuando en el minuto 14 del segundo tiempo una selección como Camerún saca al campo a un jugador de treinta y ocho años retirado, que por su edad y estado de forma sólo puede jugar media hora por partido, la reacción lógica de todos quienes lo observan es de perplejidad y escepticismo. El rumor que circulaba sobre la llamada del presidente camerunés a Milla no hacía más que terminar de conferirle a su presencia en el Mundial un aire surrealista. Si este jugador fuese tan bueno como para que, habiendo colgado ya las botas, todo un Presidente requiera su presencia, lo sabríamos en Europa. Eso era lo que pensábamos muchos. Miremos los archivos: sí, jugó bastantes años en Francia. Pero claro, en aquellos años no teníamos satélite ni Google y no lo habíamos visto. Ah, también estuvo en el Mundial 82, pero aun así no nos suena. Bueno, está claro que no es Michel Platini. Pero siempre es curioso el ver saltar al campo a un “abuelo”, nos da algo de lo que hablar. Vamos a reírnos un poco de él.
Minuto 76. Un balón muy alto cae a la izquierda de la defensa rumana. Da un bote considerable, de unos cinco metros, mientras un zaguero cubre el lugar con el cuerpo y salta para intentar despejarlo de cabeza. En ese momento, con el instinto depredador que ni la edad ni el retiro han conseguido dormir, Roger Milla —sí, ese abuelo del que nos íbamos a reír— inicia una veloz carrera hacia el lateral del área, salta con la fiereza de una pantera para desplazar al defensor con el cuerpo y busca el ángulo perfecto para marcar con la izquierda. El guardameta no puede hacer nada. Milla corre hacia la esquina y empieza a bailar junto al banderín de córner, una celebración de gol que se hará célebre, que será imitada multitud de veces en años posteriores y que es la responsable de que hoy muchos jugadores se busquen también una celebración “con marca de fábrica”.
El abuelo ha marcado al poco de salir con el oportunismo y la fiereza de un Mario Alberto Kempes. Nos ha dejado a todos anonadados. Pero veamos qué más ocurre.
Pasan otros diez minutos. Pelea por otro balón aéreo en la frontal del área rumana. Ni defensor ni atacante se hacen con el cuero, que cae mansamente hacia la parte derecha del ataque africano completamente vacía de defensores. De la nada, otra vez como una exhalación, aparece Roger Milla, que se ha desmarcado de su defensor en el mejor estilo Paolo Rossi y que, tiburoneando entre líneas, ha escapado hacia el lateral sin que nadie sea capaz de leer sus intenciones. Finta a un defensa con un veloz y exquisito toque de zurda, y sin pensárselo dos veces chuta con la derecha; es uno de esos chutes que cuya aterradora dureza se escucha incluso a través de la televisión. Clava el balón por la escuadra sin que el portero rumano lo huela. Milla vuelve a bailar con el banderín. Después cae de rodillas y deja que sus compañeros lo abracen.
Un futbolista jubilado que raya la cuarentena ha finiquitado él solito al peligroso equipo rumano. Tras ganar a Argentina y a Rumanía, los africanos están clasificados. La gente empieza a sospechar que la llamada telefónica a la desesperada del presidente de Camerún tenía más sentido de lo que parecía en un principio. Salvo en Camerún y quizá en Francia, los aficionados están atónitos.
Un día para la historia
En octavos de final esperaba Colombia, un equipo muy respetable que había conseguido sacarle un empate a la poderosísima Alemania —una de las mejores Alemanias que hayamos visto, lo cual es mucho decir— y sobre el que había bastante expectación. En el cuadro colombiano jugaban futbolistas de peso como Valderrama, Fajardo, etc. El equipo sudamericano tenía además a uno de los mejores porteros del momento, René Higuita, conocido por sus excentricidades y por su afición a salir de la portería para jugar el balón como si fuese un futbolista de campo más. Era un portero que sabía jugar con los pies muy bien, incluyendo una gran habilidad para tirar faltas; durante su carrera marcó varios preciosos goles de tiro libre. Pero esa peculiaridad le iba a costar un severo ridículo delante de todo el planeta, a manos de Roger Milla. Como se suele decir, más sabe el diablo por viejo que por diablo. Y a esas alturas estaba claro que Milla ya se las sabía todas.
Con Milla en el banquillo de inicio, los cameruneses no pudieron romper el cerrojo colombiano. El empate a cero parecía inmutable. El tiempo reglamentario terminó y se procedió a jugar la prórroga. Había mucha tensión sobre el campo y ambas selecciones se jugaban el hito histórico de pasar a unos cuartos de final, que para ambos países habían parecido impensables. Roger Milla sale al campo en el tiempo suplementario; el mundo ya ha descubierto que es peligroso pero nadie imagina que su show particular va a alcanzar nuevas e inesperadas cotas.
Minuto 106. Nervios y la insoportable incertidumbre propia de una prórroga mundialista. Los colombianos son un equipo valiente y no se arredran; atacan, quieren marcar. Camerún sigue sin tenerlo fácil. Hasta que por la banda izquierda aparece el siempre astuto Omam-Biyik, que presionado por dos defensores habilita a Roger Milla. Este recibe el balón de espaldas al área y gira sobre sí mismo. Como decía un locutor argentino con una de esas frases gloriosas por su rotunda sencillez que de vez en cuando pronuncian por allá: “Milla… ¡Atención, que sabe! ¡Milla sabe!”. Y sí, le daremos la razón. Milla sabe. Con un único regate dribla a un marcador y de paso despista a un perseguidor con esa pasmosa facilidad tan característica suya, tan sencilla y tan geométrica, tan a lo Van Basten. Entra por la esquina del área y chuta con potencia ante un Higuita que sale del arco intentando detener lo inevitable. Uno a cero. Baile ante el banderín. Milla lo ha vuelto a hacer.
Tres minutos después Colombia ya está saliendo al ataque, buscando con desesperación el empate. Encierran a Camerún en su campo y adelantan muchísimo las líneas. En uno de esos trances, la defensa camerunesa despeja con una ciega patada a seguir. El balón cae en mitad del vacío campo colombiano. Higuita, siempre adelantado, sale de la portería para jugarlo. Se lo pasa a un defensa que está a su derecha. El defensa recibe el balón pero ve con el rabillo del ojo que Roger Milla viene hacia él como un cohete, y ya sabe, como todos, que a Milla hay que tenerle miedo. Devuelve el balón a Higuita, pese a que están muy fuera del área y el portero no puede cogerlo con las manos. Higuita lo controla no muy bien mientras Milla, el velocirraptor, ha variado de dirección porque ha cambiado de presa y ya está buscándole a él. Milla huele la sangre.
Higuita siempre demostró mucha frialdad en esos trances, cosa sin duda admirable, pero aquella vez le hubiese valido más el tener miedo. A Milla había que tenerle miedo. En vez de despejar el balón, intenta engañar al delantero africano, pisando el balón y llevándoselo hacia atrás. Un gesto de jogo bonito que, estoy seguro, podría haberle funcionado con otros delanteros menos astutos, pero que es una insensata temeridad en unos octavos de final del campeonato del mundo y frente a un jugador que ha demostrado ya dos cosas: una, que es experimentado. Y dos: que es condenadamente listo.
Milla “sabe”, como dice el locutor argentino. Milla es más viejo. Milla es el diablo. Ni siquiera deja de correr mientras lee las intenciones de Higuita, le roba el balón de entre las piernas con maléfico descaro y, ya con la pelota en su poder, sigue corriendo hacia la portería que, vacía, aguarda ser inmortalizada con el cuarto gol de Milla en el Mundial. Los colombianos creen ver una aleta sobresalir del agua: el tiburón les ha atrapado en sus fauces. Higuita persigue a Milla con desesperación y se lanza con los pies por delante, intentando pararle incluso a costa de una tarjeta roja… pero Milla ya está muy lejos. Milla está en la antesala de la leyenda. Milla está marcando, está bailando ante el banderín por cuarta vez. A esas alturas de campeonato, ya es, por lo menos en lo sentimental, el jugador favorito de todo el mundo.
El futbolista retirado que sale del banquillo para jugar apenas media hora ha metido a su equipo en cuartos. Ver para creer.
No pudo ser, pero no hizo falta que fuese
Los cuatro goles de Roger Milla en el Mundial 90 tienen una característica común: son goles de astucia, goles de hambre. Goles de cazador, pero también de alguien que piensa más rápido que los demás. Un mal control de balón en defensa, un bote demasiado alto, una indecisión de los rivales… y Milla aparece de repente, siempre desde atrás y a la carrera, siempre por sorpresa, siempre con una electrizante determinación. Parece tener la brújula de la portería rival en su cabeza, como la luz de un faro, y parece siempre encontrar la vía más rápida para alcanzar esa luz. Saliendo del banquillo con el partido ya muy avanzado. La gente empezó a preguntarse qué hubiese hecho un Roger Milla más joven de haber estado en un equipo grande. Una carrera en Francia parecía insuficiente para alguien con ese talento, como era insuficiente para George Weah, quien terminó de consagrarse en el Milan, donde pudimos comprobar su verdadera estatura. Una oportunidad, la de jugar en un grande europeo, que Roger Milla nunca tuvo. Quién sabe.
Los cuartos de final emparejaron a Camerún con la poderosa Inglaterra del genial Gascoigne y del goleador Lineker. Un partido perdido de antemana. Inglaterra empieza marcando en el minuto 25, como para reforzar esa idea. Los cameruneses, con Milla en el banco, no logran empatar; de hecho están resultando inofensivos en ataque y fallan alguna ocasión clara. Pintan mal las cosas. Pero un partido entre Inglaterra y Camerún, que en otro tiempo hubiese sido considerado un mero trámite para los ingleses, entra en una nueva fase cuando Roger Milla sale a la cancha. El mundo entero contiene la respiración, algo que muy rara vez ha pasado con un jugador antes desconocido. Saliendo como suplente le había hecho dos goles a Rumanía y saliendo como suplente le hizo otros dos a Colombia. Los ingleses, que hasta ese momento parecían haber infravalorado el juego de Camerún, tienen de repente buenos motivos para ponerse nerviosos.
Y lo están. Nada más salir al campo, Milla hace una pared con un compañero, de espaldas al arco (¡siempre de espaldas al arco!), se gira hacia la portería rival y corre hacia la esquina del área para ofrecerse. Se adentra en el área mientras recibe de sus compañeros un pase de tiralíneas. El depredador ataca de nuevo. Un defensa inglés, evidentemente abrumado ante la presencia de la Fiera, le hace la zancadilla. Penalti. Una vez más, Roger Milla ha saltado al césped y ha sembrado el caos entre los rivales. Una vez más, ha salido del banquillo y ha transformado el partido a su antojo. No le importa tener enfrente a toda una Inglaterra. Él es un león y todos los rivales, a sus ojos, son gacelas. Su compañero Kunde marca la pena máxima y Camerún empata el partido. Los ingleses tragan saliva. Todos tragamos saliva. No esperábamos que fuera capaz de hacerle esto a Inglaterra “también”.
Cuatro minutos después, Roger Milla recoge un balón a unos quince metros del área. De espaldas a la portería, mirando a sus compañeros y no a los defensas, como de costumbre. Tiene la portería en la cabeza, no necesita verla.
Se gira. Da unos pasos con el balón. Mira a su alrededor. Ekeke, el jugador que había empezado la jugada, está ya corriendo hacia el área, donde hay un hueco defensivo porque los ingleses están demasiado pendientes de lo que Milla pueda hacer. Porque, aunque parezca increíble a estas alturas del torneo ya es, después de Maradona, el futbolista que más defensores atrae. Pero esta vez Milla no finta ni regatea. Sabe rematar la jugada él, pero también sabe asistir para que rematen otros. Ve acercarse a su compañero por el rabillo del ojo y con toda tranquilidad, a lo Pelé, le coloca un balón domesticado que rueda grácil hacia el punto de penalti. Ekeke solamente tiene que seguir corriendo como una bala y empujarlo para superar la salida del portero. Gol. Camerún va ganando. A Inglaterra. En cinco minutos, ¡en sólo cinco minutos!, el fenómeno Roger Milla ha revolucionado el partido y ha puesto a los ingleses contra las cuerdas.
Mientras el comentarista de TVE casi pide disculpas por haber menospreciado las posibilidades de Camerún, a punto están los Leones Indomables de marcar el tercero cuando Milla (¡otra vez él!) hace una de sus paredes con el otro léon alfa, Omam-Biyik, devolviéndole un afiladísimo pase de primer toque al interior del área, con el que descoloca a toda la defensa. Biyik no lo convierte en gol (¡de tacón!) por muy poco.
Los ingleses no se rinden y siguen luchando. También tienen sus opciones; un pase genial de Gascoigne está a punto de ser convertido por Platt. En otra ocasión, los cameruneses, con una torpeza nacida de la inexperiencia en estos partidos, terminan cometiendo un penalti. Inglaterra marca y empata el partido. Habrá prórroga.
En el tiempo suplementario, Milla sigue haciendo de las suyas, pero ya no hay suerte. Fulmina a un defensor inglés con un sombrero dentro del área, aunque el posterior disparo se va a las nubes mientras Milla, sonriendo, pide un córner que no le conceden. Mientras tanto, otro pase increíble de Gascoigne deja a Lineker solo ante el portero y la jugada, una vez más, termina en penalti. Los africanos tienen mucho fútbol pero, excepto a Milla y algunos más, les falta oficio mundialista. Los ingleses marcan y se ponen por delante. Quedan todavía quince minutos de prórroga pero todos en Camerún —salvo, cómo no, Milla— parecen desesperados. Como prueba, Pagal desaprovecha una ocasión chutando de lejos en vez de pasar el balón a Milla, que con su inteligencia habitual se había desmarcado en la frontal del área. De haberla recibido el “abuelo”, la ocasión de gol hubiese sido muy clara. Ya no habrá más ocasiones; Inglaterra está crecida y sigue atacando pese a ir ganando. Es la mejor opción; así se evitan que Milla vuelva a tocar balón.
El partido termina y Camerún, por muy poco, queda eliminada del Mundial.
Una historia que no se volverá a repetir
Para entonces Roger Milla ya ha dejado una huella imborrable en nuestra memoria. Nunca antes y nunca después un futbolista ha sido tan determinante jugando tan pocos minutos en varios partidos de un Mundial. Un futbolista de treinta y ocho años, retirado. La mayoría no sabíamos casi nada sobre él antes de que comenzase el campeonato, pero acaba de terminar el Camerún-Inglaterra y ya sabemos que es un grande de la historia del fútbol. Todos estamos con la boca abierta. Lo poco que ha jugado, lo ha jugado como los dioses. Ha roto tres partidos que cambiaron del día a la noche en el preciso instante en que él salió del banquillo.
Como decíamos al principio, esta mágica actuación de Milla y la consiguiente clasificación de Camerún para los cuartos de final puso al fútbol africano en el mapa. Por primera vez, todo el planeta futbolístico reconoció que en África había una mina de talento por explotar. Nos quedó una cierta sensación agridulce, la de pensar que el fútbol africano iba a dar mucho de sí en el futuro pero que nos habíamos perdido los mejores años de Roger Milla. ¿Hubiese conseguido explotar en el Milán, en el Manchester, en la liga española, si hubiese venido joven y con carta blanca para jugar a su antojo? Quiero pensar que sí, pero nunca lo sabremos con certeza.
Milla volvió a jugar con Camerún en el Mundial del 94, ya con cuarenta y dos años, pero con la única intención de usar su fama para convertirse en símbolo reivindicativo del fútbol del tercer mundo. Aprovechando su condición de estrella mediática, quería ser un embajador del fútbol africano. Camerún no pudo pasar de la fase de grupos. Empató con Suecia, perdió holgadamente con Brasil y fue goleada por Rusia en aquel partido en que Oleg Salenko marcó cinco goles. Aun así, Roger Milla se permitió el pequeño lujo de marcar contra los rusos —uno más de sus goles de depredador— y convertirse en el futbolista de más edad que haya marcado en la fase final de un Mundial.
Hoy en día, Milla es una auténtica leyenda viva en Camerún y también en otros países del África negra que, pese a ser rivales futbolísticos, entienden lo mucho que el fútbol africano le debe. Y por descontado, es una leyenda para el fútbol mundial.
Los aficionados de todo el mundo también le debemos algo: el haber vivido una de las últimas grandes epopeyas del balompié. Vibramos con el equipo camerunés como si fuese el nuestro. Y de hecho era el nuestro, porque Milla nos representaba un poco a todos. Logró el estrellato cuando todo parecía haber acabado para él. Su coraje, su empuje —y el desparpajo con el que quizá sólo un jugador ya retirado y que no tiene nada que perder puede jugar— se convirtieron en un ejemplo a seguir. No sé si en las escuelas de fútbol le hablan a los chavales de Roger Milla, pero deberían. La lección es sencilla: nunca sabes cuándo podrás emplear todo lo que has aprendido. A él, más de dos décadas de carrera le permitieron aprender todo lo necesario para convertirse en una leyenda del fútbol en tres partidos jugados como suplente cuando rayaba la cuarentena. Quizá necesitó todos aquellos años de relativo anonimato para saber cómo convertirse en una estrella mundial. Sea como sea, hoy es un mito y no se puede hacer la crónica de los mundiales sin nombrar a Roger Milla. No se me ocurre mayor logro que pueda obtener un futbolista.
Maravillosa nota, gracias por compartirla.
Larguísimo. Bueno a secas por lo demás. No dice absolutamente nada que cualquier aficionado medianamente informado no sepa, incluida la llamada del presidente de Camerún.
Mal además que no hable de la instrumentalización pretendida además por el dictador camerunés en plan sportwashing. Y de cómo no cumplió ninguna de las promesas que hizo a los jugadores si llegaban hasta los cuartos de final.
Tampoco habla del resquemor que la presencia de Roger Milla produjo en varios de sus compañeros, en especial la estrella Omam Biyik, que de modo un tanto envidioso (y eso que él había iniciado la gesta con su acrobático gol de cabeza a Argentina, gran colaboración tb de Pumpido) infravaloró la extraordinaria aportación de Milla alegando que cuando salía los rivales estaban ya cansados y por eso lo tenía más fácil (lo que no deja por otra parte de ser verdad sin perjuicio de la no menos verdadera calidad, carisma y capacidad goleadora de Roger Milla).
Vamos que artículo de aprobado y poco más. Se creen que por escribir epistolones El artículo es mejor, cuando lo único que se logra con tanta paja es aburrir y obligar al lector a acabar leyendo en diagonal.
Salvo excepciones, los que comentan no saben mucho y por eso se impresionan con cualquier cosa que lean.
Gran artículo, perfectamente contextualizado. Italia 90 fue muchas cosas. La última Copa del Mundo del viejo orden mundial, la última puñalada de Maradona al opulento norte italiano, el «¡me lo merezco!» de Míchel … pero, por encima de todo, para mí siempre será el Mundial de Camerún y Roger Milla.
Pingback: René Higuita: «Siempre hay que tener un poco de locura para poder hacer lo que otros no hacen o no se han atrevido»