Varsovia, 1937. En una ciudad que está a punto de precipitarse por el barranco de de la Historia, vive Jaukup Szapiro, un boxeador judío, conectado con el hampa y obsesionado con el poder. Junto a él, Mojżesz Bernsztajn, un joven marcado por la violencia de Jakub, observa cómo su propia vida, aparentemente insignificante, se entrelaza con el ascenso y la caída de este autoproclamado rey de los bajos fondos.
A través de los ojos de Mojżesz, que trata de recordar desde Israel años después todo lo que vivió antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, vemos la fractura de una comunidad judía que lucha por mantener su dignidad mientras la sombra del nazismo se cierne sobre ellos, lo que hace que cada acto cotidiano sea una pequeña victoria o una señal de lo inevitable, aunque sea boxear en el ring, aunque sea darle una paliza a un rival del clan.
El Rey de Varsovia (Acantilado, 2023) de Szczepan Twardoch no solo narra una historia, sino que interroga. Pregunta qué significa tener poder en un mundo que busca arrebatártelo, qué significa ser judío en un momento en que tu identidad es tu condena, y cómo enfrentarse a un destino que parece ineludible. La novela es muy interesante hoy porque pone en contacto fenómenos contemporáneos. Especialmente, el de la ambigüedad moral cuando la sociedad, en su conjunto, es la que tiende a violentar las normas.
El mundo del boxeo es el escenario elegido para explicar estas cuestiones. Es un deporte, pero en esta época estaba dominado por la corrupción. Y también, en su vertiente clásica, sabemos que en el boxeo la fina línea que separa el éxito del fracaso puede ser imperceptible, a veces es el mismo triunfo el inicio del descenso a los infiernos.
De esta manera, el boxeo en El Rey de Varsovia no es simplemente un espectáculo; es un lenguaje cargado de significados que atraviesa la novela como un hilo conductor. Jakub Szapiro, el protagonista, es un luchador profesional, pero no entenderíamos cómo funciona su mente cada vez que suena la campana sin un contexto en el que todo lo que hace, al fin y al cabo, está abocado a la supervivencia. Si bien dentro del cuadrilátero es un héroe, fuera se trata simplemente de un sicario sin escrúpulos. ¿Pero cómo ser culpable de algo así si la política, el gobierno y la oposición, también están dirimiedo sus diferencias matándose en las calles?
La experiencia violenta no solo está en los callejones y los cuadriláteros. Los personajes son hijos de la primera guerra mundial y sus recuerdos de la contienda les marcaron, pero también les enseñaron a vivir como viven:
«Un colega de la unidad me consiguió una pequeña Walther alemana muy común. Una vez, por culpa de esa siete, casi me matan: un árabe, al que le di tres veces en el pecho y que estaba atiborrado de opio, siguió corriendo hacia mí a pesar de sus heridas mortales con un cuchillo en su zarpa, gritando y escupiendo sangre; yo me había quedado sin munición, así que mientras yo forcejeaba con el cargador, el tipo me agarró y me clavó el cuchillo, por suerte la hoja sólo rozó las costillas, y un segundo más tarde mi comandante le disparó a la cabeza con un fusil»
Nada más empezar el libro, se nos describe a Jakub como «un boxeador macabeo» para subrayar el peso de la comunidad judía en todo lo que hace. En el combate final contra Andrzej Ziembiński, como es tan frecuente en la épica de la ficción en torno al boxeo, no solo están dos atletas frente a frente, sino dos formas de concebir el mundo, concretamente, el de los años 30, en el que las minorías europeas están sentenciadas por un sentimiento racista mal llamado nacional.
Hay una frase que describe muy bien ese ambiente que se puede, perfectamente, extrapolar a nuestras sociedades de hoy:
«Antes o después aparecerá un Hitler polaco y os encerrará en campos como los ingleses hicieron en África con los negros… ¡Esperad y veréis!»
Incluso las escenas más técnicas de boxeo, donde el autor describe los movimientos de Jakub —sus fintas, sus golpes, su control del cuerpo—, tienen un peso simbólico. Reflejan su disciplina, su dominio sobre su cuerpo y su voluntad de vencer, pero también su incapacidad para escapar de los totalitarismos que se ciernen sobre todos ellos. Continuamente, hallamos un doble significado en todo lo referente al deporte, por ejemplo:
«El pie izquierdo también pivota, como si el boxeador quisiera apagar una colilla; de repente proyecta el brazo izquierdo como si lanzara una piedra, el puño gira en el acto y lanza un golpe corto, como un látigo, y enseguida retrocede como si fuera un muelle. Sin embargo, el puño a veces no está vendado ni protegido por un guante. A veces el puño no golpea un saco de boxeo. A veces el hueso golpea al hueso, hace saltar los dientes. A veces es así. A veces tiene que ser así».
Estas vivencias pasadas no solo son patrimonio de los hombres. Las mujeres de la novela también han pasado por escenario semejantes, aunque sea a salvo de las trincheras. En su caso, las «guerras» se libraron en los burdeles o en la cárcel.
Lo que recuerda Mojżesz son sus años como adolescente, solo tiene de 17 años, y asiste a los combates de Jakub. Viéndole golpear, despierta, tiene revelaciones de madurez. «Hijo de nadie», como él mismo se describe, es un observador invisible de la olla a presión que es el entorno urbano polaco de entonces, donde el ascenso del nazismo va haciéndose notar cada vez más. Su caso es paradigmático, los mafiososo mataron a su padre, pero el boxeador, de la misma banda, lo cogio bajo su protección.
En esa Varsovia, los combates de boxeo atraen a multitudes, pero no solo por la técnica y las apuestas, sobre todo por la hostilidad entre comunidades. La afición se divide entre seguidores del Makabi, el club judío, y el Legia, el polaco. Lógicamente, el antagonismo entre estos clubes refleja la deriva política de la ciudad. Podemos comprender en este caso el odio que despierta el protagonista, judío con éxito en lo suyo, cuando después de cada combate, las mujeres acuden al vestuario y él «se [las] follaba en cualquier lugar, de cualquier modo, empapado aún de sudor».
En el ring, los boxeadores del Legia encarnan una fuerza arquetípica: altos, rubios, atléticos, casi caricaturas de los ideales de superioridad física. Cuando Andrzej Ziembiński, el peso pesado del Legia, sube al cuadrilátero para enfrentarse a Jakub Szapiro, la descripción nos dice que es «un semidiós ario», con una mandíbula angular y un cuerpo atlético. Ziembiński define a una clase social dominante que mira con desprecio a la comunidad judí y, sin embargo, será humillado por los puños de Szapiro.
Al mismo tiempo que los odios se retroalimentan, también lo hacen la mafia y el boxeo. Ahí destaca el doble papel que juega el protagonista, que cueando sale del ring es un sicario al servicio de Jan Kaplica, el Padrino local, que asiste a cada combate rodeado de su séquito, bien armado, para hacerse ver, para demostrar quién manda en la calle. Este personaje está inspirado en Tata Tasiemka, un gángster real, que al mismo tiempo era un agitador socialista. Del mismo modo, Szapiro bebe de Szapsel Rotholc, un boxeador judío que acabó de policía del gueto de Varsovia.
La novela es una maravilla porque nos saca de los manidos escenarios estadounidenses donde se han escrito tantos clásicos que toquen de refilón el boxeo, e incluso se han rodado tantas películas. Aquí nos sumergimos en un ambiente más cercano, el europeo, aunque en España no se viviera en nazismo como ocurrió en Centroeuropa. El boxeo en este caso es una forma de sobrevivir en una sociedad hostil y también un pasaporte, aunque el protagonista no sabe el idioma siempre baraja escapar a Nueva York a ganarse la vida con los guantes.
Twardoch ha explicado en entrevistas que eligió 1937 por los rumores de golpe de estado que aterrorizaban a la sociedad de aquel tiempo. Algo que no podía agitar más una Varsovia de entreguerras, multiétnica, en crisis económica y mirando de reojo al vecino, que está dejando de ser Alemania para convertirse en el III Reich.
También, el autor se ha visto reflejado en los judíos por una cuestión de identidad realmente compleja. Es de Silesia, un lugar donde la identidad es una elección, un silesio puede considerarse polaco y su hermano, alemán. Esa inestabilidad cultural, grave en épocas de crisis, enriquecedora en tiempos de paz, le hace sentirse como los judíos de Varsovia. Eran polacos como cualquier otro, pero el poder les empezaba a decir que no.
Las reflexiones que quedan, en aquella sociedad a la que estaba a punto de llegar el apocalipsis, son muy impactantes, y quedan para los anales de los siempre complicados mundos tangenciales de este deporte. Valga a modo de conclusión este ejemplo:
«Como en el boxeo, recibes un golpe, lo devuelves, comes algo y luego algo te come a ti, vienes de Dios y luego vuelves a Él, vienes de la tierra y regresas a la tierra; cuando los microbios te comen, eso es violencia, y cuando aplastas una araña, eso es violencia. Todo es violencia»