Hace unas semanas, el ciclista Chris Froome dejó caer en Velo que, posiblemente, 2025 será su último año en activo, en la que sería su décimonovena temporada como profesional. Si no puede decir adiós en el Tour de Francia, le gustaría hacerlo al menos en una gran vuelta. Este año, aparte de la Tirreno-Adriático y el Critérium del Dauphiné, se le ha visto en pruebas como el Tour de Ruanda, la Arctic Race de Noruega o el Tour de Guangxi, en China. Pero su objetivo, que se lo propuso desde joven, era dejarlo a los 40, que los cumplirá el próximo 20 de mayo.
La trayectoria de este ciclista es una de las más importantes del presente siglo. Solo tuvo una mancha, su caída en 2019, que le privó de conseguir su quinto Tour cuando se había preparado exclusivamente para ello, y, por supuesto, sombras, las sospechas de dopaje de alguien que, aunque no diera positivo, incurrió en contradicciones y se rodeó de personas que sí estuvieron implicadas.
Este año, en la televisión de Mónaco, le realizaron una entrevista en la que repasó toda su vida. A propósito del dopaje, se limitó a decir: «El ciclismo tiene una historia realmente complicada, como todo el mundo sabe, pero estoy muy contento ahora porque el deporte ha cambiado mucho». No entró, ni él ni el periodista, en episodios controvertidos.
En lo que sí que se extendió fue en la literatura, que la de su biografía es generosa. Nació en Kenia y, para él, las planicies que lo rodeaban, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, eran como una invitación a coger la bicicleta y perderse en ellas. «Para mí, la bicicleta, cuando era pequeño, siempre fue libertad, salir a explorar, a descubrir el mundo».
Sin embargo, Froome no creció soñando con héroes del ciclismo ni con los míticos puertos de montaña del Tour de Francia. En realidad, ni siquiera sabía que tal carrera existía. La televisión apenas figuraba en su vida cotidiana y su conexión con el mundo exterior era mínima. Todo cambió cuando se mudó a Sudáfrica para estudiar. Era un adolescente, tenía 16 años, y vio por primera vez en la televisión el Tour de Francia.
Las imágenes le impactaron profundamente. Las escaladas de los puertos, la afición enfervorecida gritando, corriendo detrás de cada ciclista. No era solo una carrera; era un espectáculo que encapsulaba todo lo que él amaba del ciclismo: desafío, resistencia, belleza. Froome quedó fascinado: «Cuando vi el Tour de Francia por primera vez, pensé: esto es increíble… algún día quiero estar allí (…) En ese momento estaban Lance Armstrong e Ivan Basso, y yo iba con Basso».
El sueño se cumplió. En 2007, Chris Froome llegó al Centro Mundial de Ciclismo en Suiza. Empezó a bregarse en los Alpes, tenía mucho que aprender: «Técnicamente era terrible en los descensos, me caí varias veces». Graciosamente, en su primera carrera por etapas, ganó en la montaña.
Su primer Tour tuvo un sabor amargo, llegó de una forma no deseada. En 2008, su madre murió de cáncer y regresó a Kenia para estar con su familia. Mientras estaba con ellos, recibió una llamada inesperada: su equipo, Barloworld, le informó que debía prepararse para participar en el Tour de Francia. Apenas quedaban dos semanas para el inicio de la carrera.
Entrenó al límite el poco tiempo que pudo, todavía con el dolor de la pérdida de su madre, y se presentó en la salida fascinado por lo que tenía por delante. No se podía creer la cantidad de personas que había acudido a presenciar el espectáculo de la primera etapa. Llevado en brazos por la expectación, el Tour, explica, le sirvió para refugiarse de la mala experiencia que acababa de sufrir. Fue una forma de reconectar con la vida.
Froome estaba en el inicio de una carrera que lo iba a convertir en leyenda, pero en sus inicios solo fue una mezcla de dolor y esperanza y solo se conformaba con vivir la experiencia: «Para mí, en ese momento, el sueño era estar ahí».
Progresó adecuadamente, como se decía en la EGB, hasta que en 2011 irrumpió en la élite dando un portazo. Hasta entonces, había sido una figura discreta, alguien que trabajaba en silencio en un deporte donde el esfuerzo más encomiable a menudo permanece en un segundo plano. Sin embargo, todo cambió durante la Vuelta a España de aquel año, cuando su nombre comenzó a brillar entre los favoritos. Fue la primera vez que intentó ganar una carrera de envergadura.
Esa Vuelta marcó un punto de inflexión. Froome, inicialmente designado como apoyo para Bradley Wiggins, comenzó a destacar por sus propios medios. Tenía el talento y la resistencia para competir con los mejores. Día tras día, montaña tras montaña, su confianza crecía, y con ella, su ambición. Terminó segundo, pero la historia aún le guardaba un giro inesperado: en 2019, se le otorgó oficialmente la victoria tras la posterior descalificación, en 2019, de Juanjo Cobo por dopaje: «Es triste que ocurriera así; me perdí la experiencia de la primera victoria en el podio».
El año siguiente, en 2012, Froome demostró que no solo podía brillar individualmente, sino también al servicio de un compañero de equipo. Ese verano, el ciclismo británico vivió una temporada dorada con Bradley Wiggins liderando al Team Sky en el Tour de Francia. Froome, como su lugarteniente, lo acompañó en las etapas de montaña exhibiendo un control de cada etapa más propio de un cyborg. Él mismo se dio cuenta, «en las montañas me di cuenta de que tenía un poco más», pero mantuvo su lealtad al líder y ayudó a Wiggins a conseguir ser el primer británico en ganar un Tour.
Pocos días después, Froome se presentó en otro reto: Los Juegos Olímpicos de Londres. Obtuvo un bronce, «fue increíble, una medalla olímpica, y aún más en casa». Por fin, en 2013 alcanzó lo que creía un sueño imposible: la cima del podio del Tour de Francia. «Es algo que nunca imaginé», reconoce.
En el 14, tuvo una serie de caídas que le impidieron defender el título, pero Froome volvió a conquistar el Tour en 2015, pedaleando con su característica determinación y frente a rivales cada vez más fuertes: «Después de ganar uno, todos saben: es a él a quien hay que vencer». Pero la imagen más y icónica de su carrera, se produjo en 2016, cuando en la ascensión al Mont Ventoux, una moto le dejó sin bicicleta y el británico echó a correr hacia la meta: «Fue un día de locura… Pero para mí, no era una opción quedarme ahí; tenía que seguir adelante». Esa escena, de Froome corriendo como un maratoniano con zapatillas de ciclismo, quedó para la historia, sobre todo, porque volvió a ganar en París.
En 2017, ya iba muy sobrado. Cayeron el Tour y la Vuelta, doblete. Y en 2018, otra hazaña épica. Se había caído entrenando en Israel y le costó el inicio del Giro. Arrastró las lesiones y fue cayendo en la general etapa tras etapa, hasta que dio un puñetazo en la mesa. «Si quiero ganar, debo hacer algo realmente extraordinario», recuerda que pensó.
Y tanto que lo fue. En una etapa atacó a más de 80 kilómetros de la meta. Recuerda que los demás se quedaron anonadados: «Todos me miraban… pensaron tal vez: está loco». Kilómetro tras kilómetro, pedalada tras pedalada, Froome comenzó a cerrar la brecha con los líderes de la clasificación general. El paisaje de las Dolomitas, con sus imponentes cumbres y valles vertiginosos, se convirtió en el escenario de una batalla épica, no solo contra sus rivales, sino también contra los límites de su cuerpo. Estaba protagonizando uno de los momentos más memorables en la historia del ciclismo. Cuando cruzó la meta, no solo había ganado la etapa, sino que había tomado el liderato del Giro: «Eso es el ciclismo, la parte más hermosa de nuestro deporte: es impredecible».
Sin embargo, pasó de la gloria a la pesadilla en pocos meses. El 12 de junio de 2019, durante el reconocimiento de una etapa contrarreloj en el Critérium del Dauphiné, descendía a toda velocidad, 60 kilómetros por hora según los cálculos, cuando un inesperado golpe de viento le desestabilizó. En un instante, perdió el control y sufrió un accidente terrible: «El viento giró la rueda delantera… y choqué contra un muro a esa velocidad».
Fémur roto en dos partes, el brazo destrozado, las costillas y el esternón fracturados. Todo su lado derecho era un catálogo de lesiones tan severas que no solo amenazaban su carrera, sino su vida tal como la conocía: «Me rompí prácticamente toda la parte derecha de mi cuerpo. Durante cuatro o cinco meses, no pudo caminar». La recuperación fue un proceso lento, a menudo desesperante, pero logró volver a la bicicleta. Al menos, hasta este 2025 que se ha marcado como límite.
La parte que no se toca en la entrevista, como de costumbre, es la del dopaje. En 2017, en un control Froome dio una concentración de salbutamol en su orina de 2.000 nanogramos por mililitro, el doble del límite permitido de 1.000 ng/ml. El ciclista, como tantos otros asmáticos, explicó que su problema había empeorado durante la carrera, La Vuelta, y había tenido que tomar más cantidad de ese medicamento, que le estaba permitido. La UCI inició una investigación en 2018 y archivó el caso. No obstante, el salbutamol tiene efectos anabolizantes y aumenta la masa muscular y reduce la grasa corporal.
Además, una investigación que llevó a cabo Honest Sport, puso de manifiesto que Froome estaba en una posición delicada en relación con el uso de cetonas en el Team Sky. La sustancia no está prohibida por la WADA, pero, como el monóxido de carbono, se consideran poco éticos. Froome declaró que nunca había oído hablar de la sustancia y que su equipo no la empleaba, con seguridad «al cien por cien», sin embargo, con posterioridad, su compañero Wiggins reconoció haberlos consumido.
Más grave aún fue la noticia de que el médico del Sky y del equipo nacional británico, Richard Freeman, fue suspendido cuatro años por haber encargado testosterona con fines dopantes en 2011. El galeno alegó que era para la disfunción eréctil de un miembro del staff del equipo, lo que constituyó una de las mejores excusas en este campo, donde la competición también es encarnizada.
A raíz de la suspensión, que se confirmó el año pasado, el ex compañero de Froome, Jonathan Tiernan-Locke, que tuvo que retirarse por irregularidades en el pasaporte biológico, manifestó que la política de tolerancia cero con el dopaje del Sky era «una broma», porque mantenía a personal metido hasta el cuello en los años noventa con el tema. De hecho, «repartían Tramadol como si fueran caramelos», aunque en ese momento era legal. De todas estas cuestiones, el tiempo irá diciendo.