Aventura

A barlovento

Es noticia
Gustave Doré, 1832-1883

—Je continue. Voici ce qui se passa. Les commerçants de Cadix avaient un privilège d’après lequel ils devaient recevoir toutes les marchandises qui venaient des Indes occidentales.

(Jules Verne, Vingt mille lieues sous les mers, 1870)

Cádiz, luz y mar adentro

Un hombre espera su hora mirando la televisión rodeado de relojes de péndulo en la calle Desamparados. Allí, a pie de asfalto, los que van con la cabeza gacha atentos al móvil se pierden dinteles dedicados al dios del comercio y torres vigías en la distancia. No llegan a ver abundantes balcones de pecho de paloma y las placas en las calles dedicadas a escritores, matadores de toros y cantaores de flamenco. Sí, se trata de Cádiz. Y el duende. Territorio silvestre de peñas, comparsas y cofradías. Son calles bañadas por el sol, la sombra y el neoclásico. Espuma blanca de las olas que llegan, sobrecogidas, a la ciudad de la luz.

«La Gorda te da de comer», reza un restaurante. Un bar ofrece «cerveza más fría que el abrazo de una suegra». Y es que los gaditanos son abastecedores de salero para el mundo entero —y así lo hacen saber. Como dice la comparsa, «lo siento picha, no to er mundo puede ser de Cai». Y Carlos Edmundo Ory sí lo es pero no atiende a razones, ha saltado de su pedestal y se dispone a huir, soliviantado. No muy lejos, otro hombre se pasea a pecho desnudo, en la playa de la Caleta a finales de noviembre, sol mediante. Es un verso suelto, apenas en bañador incierto. Y es tierra de barcas lo que le rodea, a la espera en aquella punta del mar, al borde de lo que llegó a ser lo último conocido. Cádiz aquí limita como la capital más meridional de Europa. Y en la misma playa de la Caleta se destaca un edificio de influencia modernista y con tintes orientales, enfrente de un gran hospicio que ha visto mejores días y cerca de un árbol cuya rama, como pata de  elefante, se apoya sobre una enorme muleta de metal.

El inmueble pleno de cúpulas y que albergara un balneario dibuja una media luna blanca desde las alturas. Asemeja así a una pinza gigantesca abierta frente al entorno de la Caleta, zona de hundimiento de numerosos barcos. Se trata precisamente del CAS, el Centro de Arqueología Subacuática. Al frente, ultramar, y en las profundidades del océano, siempre, lo ignoto, lo temible por desconocido. Lo que sí es conocido es que en el litoral de la bahía de Cádiz se encuentran más de doscientos barcos hundidos. «Un inmenso naufragio (…), restos de un mundo perdido que se consume en la noche del mar». Cuando el escritor Pedro Gómez Valderrama acuñaba estas palabras se remitía a la antigüedad clásica, pero sus palabras cobran nueva vida frente a la inmensidad de lo todavía no hallado frente a Cádiz. Porque desde aquí el mar se antoja infinito… se pierde en la vista. No alcanzamos a ver el mar adentro y la extensión hacia las bahías a lo lejos dando la mano a simas abismales en un todo, los oceános, que ocupan el 71% de la superficie del planeta mal llamado Tierra. Y bajo la superficie, los naos que hicieron agua y tocaron fondo. Tres millones de pecios a nivel global, estima la UNESCO. Cientos de ciudades sumergidas… y tantas y tantas leyendas de tesoros por descubrir; el oro, la plata, las piedras preciosas.

Su búsqueda continúa, sigue vigente, pero ahora no prima lo aventurero. O no debe. La directora del CAS, Carmen García Rivera, lo explica así: «La arqueología subacuática ha estado asociada hasta hace muy poco tiempo a ese concepto de aventura, de piratas, de cazatesoros… De hecho, si tú ves una película en el cine siempre se trata de una empresa cazatesoros buscando uno y nosotros estamos luchando totalmente contra eso». Puesto que aquí ha cambiado la concepción del tesoro: ahora se trata de uno menos tangible que se llama patrimonio histórico y obedece su delimitación a objetivos científicos concretos. «Defendemos que, frente al oro, la plata, lo que tenemos que proteger es parte de nuestro pasado, que ha llegado hasta nuestros días», asevera en esta línea la directora. De este modo, por ejemplo, la zona en la que Francis Drake, el más célebre corsario del  siglo XVI, atacó Cádiz en 1587 destruyendo docenas de navíos ha sido declarada «zona de servidumbre arqueológica».

El primero en ser hundido, el San Jorge y San Telmo, un barco genovés —conocido en el CAS como Delta2— ha sido localizado en las obras de la nueva terminal de contenedores del puerto de Cádiz, que llevaba a cabo la Autoridad Portuaria. Un navío que antes de hacer agua se defendió con una descarga de artillería frente a los piratas. Como una de esas fantásticas bestias preciosas que emergieron de las aguas profundas tras el tsunami de Japón en 2011, el San Jorge y San Telmo ha sido despertado así de su letargo histórico, rescatado del olvido y ascendido (en parte) desde lo que en la época colombina todavía se conocía como «mar tenebroso». En 2018, la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA) estimó que más del ochenta por ciento de nuestros océanos no está mapeado, no ha sido observado o explorado. Menos del 10% ha sido sondeado. Lo desconocemos (casi) todo. Queda una inmensidad por hallar en una nueva época de los descubrimientos. Y en la vanguardia de esta nueva época búsquedas bajo el agua se sitúan los científicos-exploradores de las ciencias del mar, en especial los arqueólogos submarinos. Porque, como dice Juan Guillermo Martín, colaborador de la Sociedad de Arqueología Náutica (NAS) en Colombia y Panamá, «los historiadores escriben sobre la historia, ¡nosotros la tocamos!».

Río Guadalquivir de Sanlúcar a Sevilla, 1519

A barlovento, las Américas

Sabemos menos de las profundidades de los océanos que de la superficie del planeta Marte, pero sí sabemos que el navío San Jorge y San Telmo era un buque mercante con carga andaluza y de las Américas, típico híbrido de la bahía de Cádiz. También somos conscientes en un modo fáctico de que hasta la fecha de su hundimiento, a mediados del siglo XVI, el otro puerto andaluz de Sevilla había disfrutado del monopolio de la ruta comercial con las Américas desde 1503. A resguardo de los corsarios franceses en el Cantábrico y los piratas berberiscos en el Mediterráneo, Sevilla, como puerto interior, había parecido una elección ideal para la Ruta de las Indias desde la llegada española a América. Pero el cálculo resultó garrafal debido a un obstáculo que resultaría zancadilla letal para cientos de navíos procedentes de ultramar: la conocida como «Barra de Sanlúcar».

Se trata de un bajío formado por sedimentos muy compactos de arena y sobre todo lodo de alta peligrosidad para los navegantes. Puesto que a medida que los barcos sumaban más carga y aumentaban así en peso y limitaciones a bordo, más peligro de hundimiento tenían. Las maniobras de navegabilidad entrañaban tal dificultad para un galeón bien rebosante que se convertían en, según palabras del escritor José Manuel Caballero Bonald, «una peligrosísima prueba aun para pilotos adiestrados»–y así es que se precisaban pilotos especializados tan solo para poder entrar y salir del Guadalquivir. Y no solamente era el tonelaje oficial el problema: el contrabando estaba a la orden del día y añadía peso de más en cantidades industriales.

Si bien había una inspección y un inventariado, una vez alejados los inspectores se desembarcaba lo máximo posible para a continuación suplir los huecos con todo tipo de materias sin registrar. Por lo que no puede sorprender que en varios casos de rescate exitoso lo hallado superara con creces lo registrado en el inventario. Así que límites oficiales de carga —como el impuesto en 1628 de 550 toneladas por navío— apenas se respetaban y la sobrecarga amenazaba así continua deriva a lo hondo. A saber, si la marea no era alta, el viento soplaba desfavorable y el calado resultaba excesivo, la suerte del navío estaba echada. Echada a perder en los bajos del río de Guadalquivir, donde las naos tocaron fondo a menudo. «Estuvimos pasando sonar de barrido lateral y multihaz (tipos de sondas subacuáticas utilizadas para obtener una imagen de grandes porciones del suelo marino) y salían una serie de anomalías a veintitantos metros de profundidad», detalla Milagros Alzaga García, técnica del Centro. «Salían precisamente en una zona en la que hace cincuenta años se había establecido un cementerio de barcos»,  añade; en una de las galerías laterales del CAS donde se oye evocador el murmullo de las olas. Y ahora las sondas rebotaban, para sorpresa de los científicos, como si no hubiera nada bajo los sedimentos, de tan compacto que está el fango.

Paradójicamente, la consistencia de este barro ha facilitado en ocasiones las tareas de conservación de los pecios —como ya se ha observado con los «navíos Deltas» hallados— debido a que encapsula los restos hundidos y limita así el efecto del oxígeno. Aquí, de nuevo, la arqueología no solo tiene que ver con la facticidad de lo encontrado, sino también con la ilusión por lo que pueda ser hallado. De ahí la esperanza del rastreo, del sondeo, de la cartografía acuática, pero de poco sirve ese consuelo a los naufragados y engullidos por la fosa de fango de la Barra de  Sanlúcar: un verdadero camposanto que acoge ahora a cientos de pecios sedimentados.

Así que cuando el ascenso por el Guadalquivir se volvió casi proscrito, de puro peligroso, para llegar a Sevilla con los cargamentos del Nuevo Mundo, la ciudad de Cádiz se hizo con el monopolio ultramarino en 1717. Y durante setenta y tres años la villa gaditana tuvo como sede central la Casa de Contratación, lo cual supuso llegar a su auge como puerto comercial para las Américas. Y disfrutó de este periodo hasta 1805, cuando la batalla de Trafalgar destrozó su control total, otorgó a los británicos el dominio absoluto de los mares (hasta la Primera Guerra Mundial)… y la priorización del idioma inglés en el comercio. (Pero eso ya es otra historia.)

Lo que permanece es que cuando más brilló históricamente Cádiz fue en el Siglo de las Luces, el de la Ilustración, haciendo de ella una ciudad liberal, cosmopolita y con fuerte presencia extranjera. Como trasfondo, el ingente comercio de las Indias y como resultado, a la postre, la Constitución de 1812, la Pepa, una adelantada a su tiempo en sus valores republicanos; la primera carta magna europea de corte liberal. Una época, en definitiva, de bonanza. Y no solamente material. Hasta que llegó Trafalgar y como escribió Pérez Galdós, «gastaban las damas gaditanas ostentoso lujo, no solo por hacer alarde de tranquilidad ante las amenazas de los franceses, sino porque era Cádiz entonces ciudad de gran riqueza, guardadora de los tesoros de ambas Indias».

A barlovento, las Américas: en la provincia de Cádiz, sede de la partida de tres de los cuatro viajes colombinos, el comercio con las Indias desplegaba sus palacios. Es gracias a ultramar que las casapuertas (estancias entre la calle y el patio) de muchos portales gaditanos pueden ser tan elegantes de puro refinamiento en azulejos, verjas y lámparas. La presencia de los países americanos aquí es constante: la alameda de Apodac recoge varias estatuas dedicadas a insignes ilustres del otro lado del Atlántico. Y en el parque Genovés, casi adyacente, varios árboles de allende de los mares se inclinan hacia la bahía. Y cómo olvidar los anuncios ya desgastados de los ultramarinos en las bocacalles. Todo bañado por la luz y el misterio del mar.

Mapa del ataque de Francis Drake a San Agustín, ciudad hispana en la península de La Florida.

De maremotos y otros peligros

Cádiz son, por debajo de los anuncios de los ultramarinos, a veces, cañones fundidos en negro para proteger las esquinas de las calles. Los llamados guardacantones servían para resguardar las aristas de un edificio de los carruajes que desenarbolaban las paredes de las casas. La infantería de marina, el que fuera el primer cuerpo militar, estaba así al alcance de la mano en el día a día. Según estimaciones locales, más de cien piezas de artillería están colocadas en las esquinas del casco antiguo. Un elemento de la defensa exterior, en alta mar, se convertía así hasta nuestros días en algo mundano, a pie de calle. Y la ciudad también contiene, frente a la espuma hirviente de las olas, enormes defensas consistentes en bloques de hormigón y piedra con toneladas de peso para que resistan los embates de las grandes olas o incluso el peligro de un maremoto, como el que asoló Cádiz en 1755. Son muestras más de la importancia de la defensa en Cádiz, una ciudad amurallada donde sus habitantes tienen fama de aguerridos.

Gracias a su comercio con las Américas, la llamada  «Tacita de plata» vivió un esplendor económico que también la hacía estar constantemente entre los objetivos más codiciados de piratas y otros amigos de lo ajeno. Lo que Gabriel García Márquez ficcionaba acerca de Cartagena de Indias en El amor en los tiempos del cólera bien podía trasladarse a Cádiz: «Varias veces al año se concentraban en la bahía las flotas de galeones cargados con los caudales de Potosí, de Quito, de Veracruz, y la ciudad vivía entonces los que fueron sus años de gloria». Y ciertamente eran flotas de galeones: convoyes formados por al menos diez navíos, todos navegando juntos, de nuevo por razones de seguridad. Tanto es así que no es hasta el siglo XVIII que comienzan a surgir los «navíos de registro», navegando en solitario en la ruta comercial en América. De este modo, siempre con el ojo puesto en la necesidad de protección, la necesidad de crear un sistema defensivo que asegurara los puertos y, por extensión, la urbe se hizo pronto imperiosa a medida que los galeones llegaban a buen puerto y aumentaban las riquezas de los gaditanos.

Lo militar ya sea por mar o por tierra, entonces, adquirió un renovado prestigio y no es casual que Cádiz albergue ahora no solamente un panteón para marinos ilustres—Churruca y Blas de Lezo mandan saludos— sino también calles dedicadas a grandes estrategas como el duque-general Wellesley o Francisco de Miranda, el «americano más universal»Los tiempos han cambiado pero las fortificaciones y los baluartes continúan protegiendo la playa de la Caleta —entre ellos, la conocida como «muralla del Vendaval»— mientras que los piratas ahora han devenido en buscatesoros. Un estudio de la Armada española, al que se hizo referencia en un artículo publicado por la revista digital Atenea en junio de 2009, aventura que los tesoros hundidos en la Bahía de Cádiz —fundamentalmente oro y plata— podrían superar los cien mil millones de euros. Mucho ha llovido desde esta afirmación, empero la lucha continúa, es solo otra dimensión, el mar no comenzó a rugir ayer y los nuevos bucaneros, filibusteros, siguen, siempre al acecho, como antaño en las Antillas. Porque cuatrocientos años de cargamentos procedentes de las colonias americanas han dado paso a una nueva fiebre del oro de buscatesoros dotados de los mejores equipos. «Hay varios cientos de miles de millones de dólares en potencial en esta industria», ha llegado a decir Sean Tucker, fundador y miembro gerente de Galleon Ventures, una compañía registrada en Estados Unidos y que se dedica a la exploración de restos y naufragios históricos.

Su búsqueda industrial de material rentabilizable en navíos hundidos se da de bruces con la labor de defensa del patrimonio ejercida por los arqueólogos submarinos. «Para nosotros el tesoro es el mismo barco, la información histórica (que conlleva, al descubrirlo), no el concepto de «tesoro-moneda»», enfatiza Lourdes Márquez Carmona, trabajadora del Área de Documentación en el CAS y cuyos familiares estuvieron precisamente haciendo la carrera de Indias. Las fortificaciones han de redoblarse frente al posible saqueo de empresas buscatesoros como Galleon Ventures (el nombre es programa), más aún teniendo en cuenta que estos modernos filibusteros hacen uso también de ingeniería financiera pirata y dirigen sus negocios desde paraísos offshore, para evitar el pago de impuestos, como es el caso de la compañía Odyssey Marine Exploration, registrada en Las Bahamas. Y es que en la actualidad, la arqueología subacuática también ha de protegerse para garantizar lo que más estima: la preservación del patrimonio histórico.

Los diseños de las fortificaciones hace tiempo que están listos y el mayor baluarte ahora responde al nombre de Convención de la Unesco, datada en 2001. Su divisa: la defensa del patrimonio, a ultranza. Algo que no siempre es bienvenido: la estricta implantación que se deriva del concepto de patrimonio histórico —todo lo que se halle bajo las aguas es bien de los ciudadanos de un país y por lo tanto no admite la posibilidad de reparto con empresas privadas— arremete de frente contra los intereses de los buscatesoros. Esta lucha se ha vuelto ahora acuciante, sobre todo teniendo en cuenta que, según el primer Inventario de naufragios españoles en América, elaborado por la Subdirección General de Patrimonio Histórico del Ministerio de Cultura en Madrid, podemos estar hablando de al menos seiscientos ochenta y un navíos que hicieron agua entre 1492 y 1898. Y ahora se saben más detalles acerca de sus lugares de hundimiento puesto que Patrimonio cuenta con un mapa basado en más de cuatrocientos planos antiguos.

En un correo electrónico dirigido al autor, el arqueólogo subacuático Carlos León, coordinador de este inventario y que aumenta ahora la cifra de naufragios registrados en estas coordenadas a más de setecientos, remarca acerca de la situación frente a los saqueadores de nuevo cuño: «Por mi parte llevo muchos años luchando contra los buscadores de tesoros tratando de convencer a los países en los que he trabajado de que no concedan contratos a las compañías de rescate que comercializan el patrimonio cultural subacuático y también que ratifiquen la Convención de UNESCO de 2001 sobre este tema». Los buscatesoros comparten con los arqueólogos la ilusión por lo que pueda ser hallado, pero si esta esperanza se diluye chocando contra una barrera firme como la de la Convención, los nuevos piratas deberían ser llevados a desistir en su empeño. Y añade León, consciente de lo complicado de la empresa: «No es una tarea fácil, pues hay muchos intereses creados entre los gobiernos, las compañías de buscadores de tesoros y los compradores internacionales de objetos procedentes de naufragios históricos».

Los navíos naufragados del Inventario han sido localizados en aguas de la costa atlántica de Estados Unidos y, sobre todo, de varios países del Caribe. Es en el Caribe precisamente donde los países están enfrentados a una mayor presión por parte de los neobucaneros. Sobre todo, «la falta de implementación de un modelo alternativo a las compañías de rescate comercial ha provocado una avalancha de expolio clandestino incontrolado», advierte León, que enmarca que la lucha hoy en día de la arqueología subacuática se centra en «tratar de evitar que países como Panamá o Colombia cedan a los intereses de estas compañías comercializando objetos arqueológicos de conocidos galeones españoles».

Anexo

Veamos entonces cuál es la situación en algunos —determinados por sus características singulares— países del Caribe:

Puerto Rico:

No ha ratificado la Convención de la Unesco 2001. «Con la quiebra del gobierno y la inmensa deuda del país, los asuntos de arqueología subacuática reciben muy poca atención, si alguna. El Consejo (para la Conservación y Estudio de Sitios y Recursos Arqueológicos Subacuáticos en San Juan) cuenta con recursos muy limitados y no aparenta tener un interés legítimo en promover proyectos de excavación y conservación de recursos arqueológicos subacuáticos», explica Gustavo García, arqueólogo del Instituto de Investigaciones Costaneras en San Juan.

Santo Domingo:

No ha ratificado. En la bahía de Samaná o Montecristi en la República Dominicana se encuentran muchos naufragios históricos españoles. Según Ruth Pion, antropóloga y experta en la zona de Montecristi, «el quinto polo turístico de la Nación», «la costa norte está plagada de naufragios por descubrir.» Asimismo: «la Ley de Cultura 41-00, presenta los bienes «sumergidos en el agua» como parte del «patrimonio cultural de la Nación». Dice así Ruth: «La Constitución dominicana, en su última reforma, bajo la sección de los derechos culturales, pone de manifiesto el interés del Estado por garantizar la preservación de todos los bienes patrimoniales y establece que el PCS (Patrimonio Cultural Subacuático) debe ser protegido contra el expolio y el tráfico ilícito.»

Haiti:

De la página web de la UNESCO: «El 9 de noviembre de 2009, Haití tomó una posición para proteger su patrimonio cultural subacuático al ratificar la Convención de la UNESCO 2001 sobre la Protección del Patrimonio Cultural Subacuático, que entró en vigencia en el país el 9 de febrero de 2010.» Pero la situación de la arqueología subacuática en el país, debido a la pobreza, es muy precaria.

Jamaica:

Ratificó en 2011, pero la situación sigue frágil. «El saqueo es un gran problema en todas partes. Y Port Royal (la capital) es un área constantemente amenazada por esto, además de la erosión natural y el abandono», explica el arqueólogo submarino Dr. Martijn R. Manders de la Universidad de Leiden de Holanda, experto en Jamaica, que señala asimismo que en el mismo Port Royal «existe un gran material (arqueológico) visible en la misma superficie».

Cuba:

Ratificó en 2008. Riquísimo patrimonio. Mucho y variado trabajo conjunto hispanocubano.

Costa Rica:

Ratificó en 2018. «Previo a esta fecha la arqueología subacuática era una ciencia muy poco conocida y desarrollada en el país, (por lo que) existen varios peligros inminentes», aprecia Omar Fernández, autor de la tesis doctoral «Historia del Patrimonio Marítimo de Costa Rica»

Panamá:

Ratificó en 2003. «La legislación panameña ya prohíbe proyectos de explotación comercial. El problema en verdad son cazatesoros ocasionales, buzos y turistas que van recogiendo lo que encuentran a su paso bajo el agua. Pero proyectos grandes aquí ya no son una posibilidad, a menos que pasen debajo del radar de las autoridades, en cuyo caso se meten en graves problemas de ser atrapados», explica Tomás Mendizábal, experto arqueólogo panameño.

Colombia:

No ha ratificado la Convención a pesar de que ha sido instada a ello desde varias instancias. Según cita oficial utilizada por Antonio José Rengifo Lozano, profesor de Derecho Internacional Público en Bogotá y autor de «Las objeciones de Colombia a la Convención Internacional de la UNESCO sobre Protección del Patrimonio Cultural Subacuático»,  «el Gobierno no debe suscribir la Convención debido a que en su texto consigna elementos contrarios al ordenamiento jurídico nacional, limitando el ejercicio de nuestra soberanía y la libre autodeterminación del Estado colombiano». Juan Guillermo Martín, colaborador de la Sociedad de Arqueología Náutica (NAS) en Colombia dice acerca de su país que »tenemos la terrible amenaza de nuestra propia legislación. La Ley 1675 de 2013 (…) abrió la puerta a los cazatesoros y permite comercializar el patrimonio cultural sumergido. (…) Sin la derogación de esa ley, seguimos amenazados por cazatesoros.

Voladura de La Mercedes. Nicholas Pocock

Vela triangular de cuchillo, nuestras tecnologías

Una de las asociaciones religiosas de Cádiz lleva por nombre Cofradía de Penitencia del Santísimo Cristo de la Buena Muerte y María Santísimo del Mayor Dolor. Ahí es nada. Un sinvivir. A pesar de haber contado en el siglo XIX incluso con un alcalde ateo, anarquista y miembro destacado de la rebelión cantonal —Fermín Salvochea— las calles de la capital gaditana están impregnadas de imágenes religiosas. Quizás este fervor se deba a lo incrustado en el imaginario popular de la necesidad de protección frente a lo tenebroso de los mares que rodean a la ciudad como isla (Cádiz forma parte como península de la isla de León, de ahí el sobrenombre de Camarón de la Isla, por cierto). En alta mar, los barcos arrasados por el oleaje, sucumbiendo ante el empuje de la naturaleza osada, no daban de seguro y por los siglos mucha confianza a los avances de la ciencia.

Todo apuntaba, de forma estremecida, a que los abismos tanto en la superficie como, sobre todo, en las profundidades invocaban a otros abismos tal que las muertes que acechaban en todo naufragio, abducidos los cuerpos por las mareas negras. El fondo marino daba miedo y no inspiraba sino recelo. Y, no obstante, Julio Verne lo imaginó e Isaac Peral lo hizo posible: un submarino capaz de surcar los siete mares y cinco océanos. Se transportaba así, de la ficción a la realidad, el  sueño de mucha gente de mar, acuñado por la mitología. Hecho posible, eso sí, con los avances técnicos propios de una época, ya sea basados en hechos fácticos o ficcionales pertenecientes a la literatura universal.

En el libro Veinte mil leguas de viaje submarino se hace especial mención de Cádiz y Vigo, ciudad gallega. De hecho, es en la ría de Vigo donde el Nautilus de Verne encuentra —buzos mediante— los tesoros de la batalla de Rande (1702); cofres cargados de oro y plata con el trasfondo de nuevo de galeones españoles hundidos. El afán de hacerse con un nuevo mundo bajo las aguas (y por encima de ellas, en la superficie) siempre ha ido mano en mano de la cartografía. En el Nautilus, avant la lettre, ya se utiliza una «carte sous-marine» (mapa subacuático) para dar con la longitud y latitud correctas bajo el mar. Orientarse por las estrellas ya es caduco —aunque a veces necesario cuando falla la ingeniería— ahora que la navegación por satélite ya es el común de los barcos. Se ha pasado a una época en la que el fervor de imágenes religiosas a bordo pierde mucho terreno frente al alarde técnico del GPS. Y a medida que las leyes de la física y sus ingeniosos aparatos acaparan delimitaciones en la navegación, los mapas y, subyacente, la ciencia de la cartografía se hacen cada vez más fundamentales.

Cádiz no ha sido una excepción y no es una casualidad que el piso superior del Museo de las Cortes de Cádiz esté en gran parte lleno de facsímiles cartográficos; mapas de la urbe. Ahora, como a bordo del Nautilus, es necesario contar con detallados mapas submarinos antes de la inmersión exploratoria en detalle. Así, cuando se aproxima un yacimiento arqueológico subacuático, lo primero que se hace es cartografiarlo. Luego ya vendrá la prospección parcela a parcela, con el debido mimo a los pormenores. La costumbre del primer sondeo ha sido hasta época reciente, lógicamente, hacerlo a través del buceo humano pero cuánto mayor era la profundidad menor el tiempo de inmersión. Hacerlo en Cádiz tiene una dificultad añadida puesto que la visibilidad es muy mala debido a la elevada presencia de sedimentos. Por eso las nuevas tecnologías de sondas submarinas se han convertido en algo esencial.

De hecho, los avances de la Carta Arqueológica Subacuática a la hora de localizar yacimientos van mano en mano de los avances  tecnológicos de las sondas. «Lo habitual es que, para estas prospecciones, utilicemos una serie de técnicas geofísicas con sonar de barrido lateral, multihaz, (ambos, sistemas de sondeo) magnetómetro (con la idea de localizar grandes masas de hierro de los barcos) y penetradores, ecosondas paramétricas (…) que nos dan una imagen del estrato», enumera Milagros Alzaga los quehaceres técnicos de su profesión. Los datos van —casi por milagro se pensaría antaño con fe religiosa— transformándose en imágenes, a menudo dotadas de posibilidad de zoom. Las limitaciones, como siempre en la ciencia, siguen ahí y por ejemplo en Cádiz atañen a la búsqueda de yacimientos bajo los sedimentos de fondos muy limosos. Por ello, lo curioso —pero casi lógico— es que hoy en día el avance de estas nuevas tecnologías se produce con tanta rapidez que los equipos técnicos necesarios para las ciencias del mar son a menudo alquilados más que comprados para no perder la carrera tecnológica, que es ahora acelerada, como la de los ordenadores, al poco obsoletos. «Cada vez tenemos robots que bajan a mayor profundidad y se están haciendo robots casi humanoides para trabajar debajo del agua», añade la científica.

Pero no solamente quedan fondos marinos por explorar: igual o más determinante es la búsqueda por fondos de archivo. «Las prospecciones las realizamos tomando como base una información previa documental», explica Milagros. O un hallazgo casual o la realización de una fortuita obra de estructura. No es ningún secreto que los grandes buscatesoros intentan realizar localizaciones pormenorizadas de documentos y legajos en archivos —en especial el General de Indias— antes de embarcarse en busca de galeones determinados con anterioridad. Y es en este apartado, precisamente, en el que el CAS se ha mostrado pionero con un proyecto llamado Carabela que acomete con la inteligencia artificial (AI) las búsquedas textuales en manuscritos de los siglos XV-XVI, los que contienen precisamente información detallada para identificar pecios de miles de naufragios. El trabajo documental cobra así una agilidad inusitada.

Eso sí, la búsqueda con la clave «tesoro» no dará resultados puesto que la información sensible es conocida solo por unos pocos científicos. Uno de ellos, en el área de documentación, es Carlos Alonso Villalobos, que remarca que Carabela «facilita la localización rápida de documentos en fondos de archivo incluso si no han sido «leídos» no han sido transcritos. Es un algoritmo que es capaz de interpretar—leer, digamos—la letra del siglo XV-al XIX». La naturaleza cartográfica y documental están alimentando así a nuevas tecnologías que prometen una revolución inmediata en el campo de la arqueología subacuática. Plantean nuevos problemas y disquisiciones —¿serán los robots subacuáticos en un futuro, plenos de conciencia, capaces de engañarnos en un momento de inadvertido descuido y robar los tesoros a nuestras espaldas?— pero lejos quedan las imágenes enfervorizadas de santos, vírgenes y demonios que pretendían dar seguridad a bordo en la deriva y en realidad solo se basaban en supersticiones varias.

Y, sin embargo, los peligros continúan. Como explica el avezado arqueólogo submarino Carlos León, «la digitalización de archivos históricos y cartográficos o el uso de tecnología de teledetección submarina es una gran ayuda, pero también los son para los buscadores de tesoros que cuentan con el apoyo de socios y empresas muy potentes». Y detalla: «Un ejemplo es la compañía Odissey Marine Exploration, que expolió la Fragata Mercedes a mil cien metros de profundidad (en el Golfo de Cádiz) o de buscadores de tesoros como Burt Webber o la familia Fisher, que aún hoy sigue recuperando materiales arqueológicos del galeón Nuestra Señora de Atocha en Florida gracias al empleo de un sonar de ultima generación recién adquirido». La batalla entre los buscatesoros y los guardianes del patrimonio continúa. Y la mar sigue ahí, contemplando entre mareas la forja civilizadora de nuevos mundos por descubrir.

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