Es febrero de 2003 y los Portland Trail Blazers acaban de ganar su vigésimo segundo partido de los últimos veintisiete. Incluso para un equipo acostumbrado a la irregularidad, al brillo puntual que levanta del letargo al dueño Paul Allen, al entrenador Maurice Cheeks y a los miles de aficionados del Rose Garden, la cifra es destacable y de repente se vuelve a oír hablar de los Blazers como candidatos al título, igual que cada fin de invierno.
El talento está ahí y lo ha estado siempre: Damon Stoudemire, Bonzi Wells, Rasheed Wallace, Zach Randolph, Ruben Patterson, Arvydas Sabonis… pero cuando un grupo se decide a la autodestrucción es muy difícil dar vuelta atrás. Pudo haber sido en el año 2000, cuando ganaban por quince puntos de diferencia a los Lakers en su propia casa, séptimo partido de la final de la Conferencia Oeste, pero el habitual bloqueo mental junto a la madurez definitiva de Shaquille O´Neal y Kobe Bryant acabaron con las opciones al título de una franquicia cuyo palmarés se limita al anillo de 1977, con Bill Walton como estrella.
Aparte del talento hace falta algo más: algo parecido al orden, la disciplina, el compañerismo. En un equipo de individualistas, dos nombres destacan por su generosidad y concentración: uno, por supuesto, es Sabonis, pero un Sabonis ya viejo, rondando los cuarenta, lejos de su mejor momento de forma; el otro, también veteranísimo, seis veces campeón de la NBA, es Scottie Pippen, quien llegara en 1999 en busca de un séptimo campeonato que le colocara por primera vez delante de Michael Jordan en alguna lista.
La búsqueda, de hecho, empezó un año antes, en 1998, cuando la rutina, la edad y Jerry Krause provocaron la estampida de Phil Jackson, Dennis Rodman y el propio número 23 después de conseguir su segundo triplete en una misma década.
Pippen, enfadado con el propietario Reinsdorf, distanciado desde años atrás con el general manager y reacio a sus treinta y tres años a encabezar una reconstrucción que probablemente no llevaría a ningún lado, decidió irse a Houston, donde la compañía de Charles Barkley y Hakeem Olajuwon le garantizaba una opción clara al título, especialmente en una temporada reducida a cincuenta partidos por el cierre patronal.
No solo era cuestión de juego sino de dinero: el estatus de Pippen era por entonces el de una superestrella y el sueldo ofrecido estuvo, por fin, a su altura.
Sin embargo, la experiencia fue un desastre: Olajuwon estaba en retirada y Pippen se cansó de Barkley, «es demasiado egoísta y le falta voluntad para ganar algo». A los seis meses de llegar estaba pidiendo un traspaso y el destino fue Portland. ¿Qué falló en Oregón?
Lo dicho: algo de disciplina. Pippen podía vivir con eso porque Pippen se había acostumbrado a vivir con todo: rookie sorpresa en 1988, decepción continua en 1990, buen escudero de 1991 a 1993, estrella mundial de ahí en adelante… Cualquier rol le valía en el vestuario como en la cancha. Eso sí, que no buscaran en él a un líder. Pippen no era un líder ni mucho menos un canguro al que dejar al cargo a los niños.
Peor aún sería a partir de 2001, cuando una lesión recurrente en el codo le obligó a pasar por quirófano y le dejaría ya para siempre secuelas en la movilidad del brazo que afectaron sobre todo al tiro. Pippen era un multimillonario, pero un multimillonario con dificultades para pasar de los diez puntos por partido mientras iba dejando atrás los treinta y cinco años, los treinta y seis… y su cuerpo iba diciendo basta a pedazos, sin dejar por ello de ser un portento defensivo, lo que en el fondo siempre había sido su especialidad.
Para este febrero de 2003 en el que los Blazers están en racha y pasan de ocupar plazas fuera del play-off a volver a ser considerados candidatos al título, la renovación por Portland parece fuera de cuestión. Pippen se va y toda la NBA lo sabe y espera con sus cheques a que se convierta en agente libre.
Mo Cheeks, su entrenador, es consciente de sus problemas físicos pero no le puede sentar: «Es demasiado importante para nosotros, sé que necesita un descanso, lo que no sé es cuándo dárselo», y el tiempo le da la razón: es demasiado importante —de ahí las veintidós victorias en veintisiete partidos— y su cuerpo necesita un descanso, de ahí la grave lesión en la rodilla izquierda que le manda de nuevo al hospital para afrontar su novena operación como profesional.
Renqueante, vuelve para los play-offs pero apenas supera los cinco puntos por partido. No volverá a jugar con los Blazers, dejando así algo parecido a una cuenta pendiente.
Chicago Bulls: el ocaso de Jerry Krause
A los treinta y ocho años y con una rodilla que se inflama al mínimo ejercicio, Pippen se lanza al mercado. Son los tiempos en los que cualquier veterano de los noventa es una piedra preciosa: Jordan acaba de terminar su segundo regreso dejando a los Washington Wizards como un páramo, Olajuwon se retira en Toronto, Ewing en Orlando…
El próximo contrato será el último y hay ofertas incluso de los San Antonio Spurs, que acaban de ganar su segundo campeonato con Tim Duncan y David Robinson haciendo de «torres gemelas» y Steve Kerr ametrallando desde el perímetro.
El agente de Scottie cifra en diez los equipos interesados. Parecen muchos para un hombre cuyos mejores años han quedado muy atrás. Es de suponer que en parte, tener a Pippen en tu equipo, permitir a tus aficionados que vean a Pippen cuarenta y una veces al año, es una manera de acercarles al mito de Jordan… y donde el mito de Jordan está más activo es, por supuesto, en Chicago.
Cuando recibe la llamada de su amigo John Paxson, nuevo general manager, Pippen no se lo piensa dos veces: «Pax es un tipo en el que puedo confiar», dice Pip a la prensa, insinuando que el tipo de antes, Jerry Krause, no era exactamente así. El dueño sigue siendo Reinsdorf pero cada vez deja más cosas en manos de su hijo. Los Bulls son un equipo joven que acaba de cumplir su cuarta temporada en el infierno. Con él, quiere pensar Scottie, las cosas cambiarán.
Sin embargo, su llegada al equipo se convierte desde el principio en motivo de polémica, la primera polémica en torno a John Paxson: diez millones de dólares por dos años parece demasiado. Un año, vale, pero, ¿dos? Nadie estaba ofreciendo dos.
Los regresos anteriores, además, no funcionaron: desde el éxodo de 1998, los Bulls fueron repescando a exjugadores como BJ Armstrong, Will Purdue o Charles Oakley sin éxito alguno. A la presencia de Pippen y Paxson en la franquicia hay que añadir la de Bill Cartwright, el hombre de los codos voladores, como entrenador. En definitiva, los Bulls son un equipo anegado por la nostalgia, varado en los noventa. Extraño cuando toda la planificación deportiva parece ir por otro lado.
Y es que Krause tuvo muchos defectos como dirigente. Muchísimos. Lo que no se le puede negar es el esfuerzo por adelantarse. Cuando vio que todas sus estrellas se iban dando un portazo, en vez de perseguirlos se dedicó a presumir de que la franquicia podía vivir sin ellos.
Falso. La primera temporada, con Kukoc y Harper como únicas referencias de los años dorados, los Bulls fueron el peor equipo de la liga. La selección de Elton Brand y Ron Artest al año siguiente no cambiaría nada: Brand era un jugador maravilloso pero los Bulls ganaron diecisiete partidos de ochenta y dos posibles, siempre con Tim Floyd en el banquillo.
Para la 2000/2001, más madera: Marcus Fizer y Jamal Crawford, calentitos del draft, para acompañar a Brand. Junto a ellos, jóvenes promesas como Ron Mercer o Brad Miller, que sustituían a las viejas glorias del año anterior: John Starks y Hersey Hawkins.
No funcionó: quince victorias y sesenta y siete derrotas. Krause lo siguió intentando: traspasó a Brand para poder quedarse con Tyson Chandler, un pívot más contundente, más defensivo y con fama de buen taponador. En el draft, eligió a otro crío: Eddy Curry y en enero hizo un traspaso con Indiana para darles a Ron Artest y a Brad Miller a cambio de Travis Best y Jalen Rose.
Uno de los primeros partidos, en Minnesota, acabó con derrota por cincuenta y tres puntos de diferencia. El equipo mejoró algo, pero se quedó en veinte victorias y sesenta y dos derrotas.
Desesperado, Krause llama a Cartwright, uno de los pocos que le respetó en su momento. Al fin y al cabo, Krause se la había jugado ante Jordan al ficharle y traspasar a Charles Oakley a los Knicks, algo que cabreó, y mucho, a Michael. Cartwright acepta el cargo.
Es la sensatez personificada y el hombre adecuado para guiar a esa manada de jóvenes hambrientos: Fizer, Chandler, Craword, Curry… y Jay Williams, recién llegado esa misma temporada después de una exitosa carrera universitaria. Junto a los noveles, los veteranos, encabezados por Jalen Rose y Donyel Marshall. ¿Tiene buena pinta, verdad? Pues no: los jóvenes se borran, Jay Williams casi se mata en un accidente de tráfico y Jalen Rose no es ni la sombra del que era en Indiana.
Solo la escasa competencia de la Conferencia Este hace que los Bulls ganen treinta partidos, un registro mediocre pero el mejor en cinco años. Jerry Krause, consciente por fin de que su tiempo ha acabado, dimite, y Reinsdorf anuncia que John Paxson será su sucesor. En el draft elige a un base blanco cerebral que puede hacer de escolta gracias a su excelente tiro exterior, es decir, se elige a sí mismo personificado en Kirk Hinrich. Cuando convence a Pippen de que vuelva a casa, en su cabeza está el germen de un equipo ganador.
La maldita rodilla
«Algo sé de cómo ganar partidos y eso es lo que les quiero transmitir a los chicos. He jugado play-offs durante mis dieciséis años de carrera y no es mi idea parar justo ahora». Con esas palabras se presenta Pippen a la prensa de Chicago, que le recibe con una cierta desconfianza disuelta en el entusiasmo por la vuelta del hijo pródigo. Todas las pruebas físicas coinciden en afirmar que Scottie está recuperado de sus lesiones de codo y rodilla… pero la realidad es obstinada y demuestra lo contrario.
El primer partido es un esperpento. Ante un United Center lleno, los Bulls pierden 74-99 contra los miserables Washington Wizards. Pippen juega treinta y un minutos y sus números no son malos: siete puntos, siete rebotes, dos asistencias, dos tapones y un robo. Un poco de todo, vaya. Su salud, sin embargo, dura solo tres partidos, lo que tarda su rodilla en hincharse hasta el punto de no poder ni entrenar.
Después de nueve días, Pippen vuelve ante Denver, otra derrota (97-105) en la que juega veinte minutos y anota ocho puntos con dos rebotes. El siguiente partido, contra Minnesota, va algo mejor rondando el triple doble con treinta y ocho años (doce puntos, siete rebotes, ocho asistencias y cuatro robos). Los Bulls pierden, por supuesto, como perderán los seis siguientes partidos, lo que obliga a Paxson a deshacerse de su excompañero Cartwright y fichar a Scott Skiles.
Para Skiles, un entrenador eminentemente defensivo, Pippen es un hombre clave, pero le pasa lo mismo que a Cheeks en Portland: duda entre darle descanso o exprimirle. Sin él, el equipo se viene abajo y no se puede permitir su ausencia, así que Scottie y su rodilla siguen jugando, hasta que en la dura derrota ante Dallas (124-98) las molestias empeoran y en el siguiente partido contra Milwaukee solo puede jugar once minutos. Entonces es cuando decide que lo mejor será hacer su décima visita al quirófano, extraer todo el líquido que haga falta y recomponer por enésima vez el cartílago.
Todo va tomando ya aire de último baile. No un último baile como el de 1998 con título incluido en Salt Lake City sino un último baile caótico, en el que todos se pisan los pies unos a otros dentro de un equipo que sigue pululando por las últimas posiciones de la liga. Rose y Marshall se van a cambio de Antonio Davis. No sirve de nada. El 13 de enero de 2004, Pippen vuelve porque decir adiós desde una camilla es algo muy triste. Juega once partidos que son once derrotas con una media en torno a los diez minutos.
Solo hay en el horizonte una ilusión, una absurda revancha: el encuentro ante Portland. Pippen ya sabe que no le quedan muchos partidos de baloncesto en el cuerpo, quizá uno como mucho, pero quiere que ese partido sea en el Rose Garden, donde los dos grandes equipos de su carrera se enfrentan a finales de mes. El último gran reto.
Rey por un último día
Cuando se anuncia que Pippen será titular, el público de Portland aplaude a rabiar. Su marcha no ha mejorado en nada al equipo y la afición está cansada de que sus jugadores aparezcan en las páginas de sucesos. No tiene pinta de que vaya a ser un partido igualado, pero hay algo en la mirada de Scottie que recuerda a los viejos tiempos, esa mirada de indio navajo que no pierde de vista el objetivo. Skiles, desde el banquillo, lo sabe y no va a poner pegas. Él le sufrió como jugador y no le parece mal que se quiera dar un último homenaje.
Como en los viejos tiempos, Pippen está en todas partes: en defensa y sobre todo en ataque, donde recupera su tiro de las mejores ocasiones. No es un partido de esos de cuarenta puntos y quince rebotes, como en su esplendor del Chicago Stadium, pero es un partido descomunal para alguien que va a cumplir treinta y nueve años y está completamente cojo.
Los Bulls aguantan hasta el último instante y pierden por un decente 102-95. Pippen juega treinta y un minutos y consigue su máxima anotación de la temporada: diecisiete puntos. No solo eso, sino que añade siete rebotes y siete asistencias. Ante cualquier otro equipo y con algún minuto más, la cosa habría acabado probablemente en el último triple doble de su carrera.
Una carrera a la que le queda un último partido: el del 2 de febrero de 2004 ante los Seattle Supersonics, los mismos a los que desquició junto a Rodman en la final de 1996. Su aparición es testimonial: ocho minutos, no hay para más, con dos puntos, un solo rebote y tres asistencias, lo que da idea de que las piernas se van pero la visión de juego queda.
No volverá a pisar una cancha de la NBA. Durante escasas semanas, Paxson sueña con tenerle recuperado para la siguiente temporada, pero los médicos lo dejan claro: es imposible. Tendrá que pagarle cinco millones de dólares por ver los partidos en casa con la pierna en alto. Para mayor decepción, el equipo vuelve a ser el último de la liga, con poco más de veinte victorias.
Así acaba la historia de Scottie Pippen en la NBA: en 2005, los Bulls retiran su camiseta con el mítico número 33, y en 2010, la NBA le incluye en el Salón de la Fama de Springfield. En medio, tendría un último ataque de ego y probablemente de falta de dinero: en 2007 se ofrece a la NBA y entrena con Dwyane Wade para demostrar que puede ayudar a algún equipo con aspiraciones al título. Tiene cuarenta y dos años y nadie le hace caso. Es una historia un poco triste porque acaba jugando en Escandinavia, una gira de cuatro partidos que incluye dos con el Torpan Pojat finlandés y dos con el Sundvall sueco, donde cumple pero no destaca.
Si no eres una estrella en el baloncesto sueco, ¿qué se puede esperar de ti en los Miami Heat? Lo que queda de Scottie es el aura de leyenda que nadie le podrá quitar, bastantes deudas por negocios mal gestionados, unos cuantos hijos y el cargo de embajador honorífico de los Bulls. Cuando saca un tiempo, se dedica a buscar titulares.
Primero dijo que LeBron era mejor que Jordan. Luego rectificó, afirmando que LeBron en realidad se parecía a él —«Yo fui LeBron antes que LeBron»— y ha dedicado tiempo a pelearse con Shaquille O´Neal para ver qué franquicia tiene el mejor quinteto, si los Lakers o los Bulls.
Cualquier cosa con tal de un poquito de fama. Incluso los segundos espadas necesitan cariño de vez en cuando.
Muy bueno el artículo gracias
á, é, í, ó, ú
Qué lástima que Pippen haya enterrado todo su legado por culpa del dinero. Aunque, por otra parte, quizá lo que hizo durante todos estos años era llevar una máscara, y el verdadero Scottie haya salido a la luz cuando ya le importa poco todo. Confesar ahora que en 1993 no fue a ver a su supuesto mejor amigo para darle el pésame por la muerte de su padre porque tenía sentimientos encontrados hacia él… es bastante canalla.
Qué lástima también aquellos Bulls post-Jordan, qué mal timing tuvieron con toda esa camada: al final, te pones a repasar y Elton Brand (o Tyson Chandler), Ron Artest, Jamal Crawford, Jay Williams… bien entrenados y bien rodeados podían haber sido algo. Tenían contratos de rookie con todos esos chicos, margen salarial de sobra para traer dos-tres agentes libres que diesen competitividad al grupo, el eco todavía de la era Jordan… qué rabia.