Lo habitual en el fútbol es que la pelotita decida el destino de sus protagonistas, pero en esta suerte de circo romano contemporáneo a veces, y solo a veces, porque los intereses económicos siempre priman, también marcan la sentencia las aficiones. Propias y rivales. Pulgar arriba o abajo. Se denuesta a los jugadores oponentes y, también con frecuencia, a los de tu equipo cuando vienen mal dadas. Las hinchadas tienen incluso el poder de exigir cabezas, como en el caso del ucraniano Zozulia, quien ni siquiera llegó a debutar con el Rayo Vallecano porque los aficionados del conjunto madrileño se plantaron.
No obstante, en contadas ocasiones la historia da un giro de guion y son los propios futbolistas quienes toman las riendas y se niegan a vestir una camiseta. No hablo de clubes ni, por tanto, de dinero. Algunos renunciaron por razones prosaicas, como Dennis Bergkamp, quien dejó de acudir a la llamada de Holanda con solo 29 años y siendo el máximo goleador de la «Oranje» por su miedo a volar; el Mundial de Corea y Japón le pillaba demasiado lejos para ir en barco.
El ejemplo más reciente lo ha brindado la histórica selección de Marruecos en la última Copa del Mundo: hasta 17 de los 23 jugadores habían nacido fuera del país. El combinado árabe ha evidenciado la actual situación de su patria, pues muchos buscan en Europa las oportunidades que no hallan en África. Sus familias se marcharon lejos de casa por una vida mejor y ahora ellos acuden a la llamada de su país de origen. Esos jugadores renunciaron a jugar para sus lugares de nacimiento y eligieron el amor por sus raíces.
A lo largo de los años muchos futbolistas han renunciado a sus selecciones por las más variopintas razones, sea para salvar la vida (o perderla), por el racismo que sufrieron, la falta de ambición o por el amor (o desamor) hacia un país. De Sindelar a Oleguer y pasando por Zidane, Özil o Kortabarria, estas son solo algunas de esas historias.
Y Sindelar bailó a los nazis
Matthias Sindelar era el líder indiscutible del Wunder Team, el «equipo maravilla», aquella selección austríaca que encandiló al mundo en los años 30. Guapo y con carisma, una gélida noche vienesa de enero de 1939 fue encontrado muerto en la cama junto a Camila Castagnola, su pareja judía de origen italiano. Sindelar también era judío y se había negado, tras el Anschluss, a jugar para la Alemania nazi. Su muerte todavía levanta todo tipo de especulaciones entre los historiadores.
¿Suicidio, asesinato o simple accidente? Los forenses dictaminaron que el deceso se produjo por inhalación del monóxido de carbono de una estufa; otras fuentes señalaron que el piso ni siquiera olía a gas. También se dijo que un excompañero de Sindelar en la selección les delató, o que se suicidaron conjuntamente por no aguantar el régimen de terror hitleriano. Todo, tras una noche de timba con amigos en la que habían bebido y celebrado la vida. Una historia redonda para la Gestapo, ¿verdad?
Hijo de unos emigrantes checos pobres de solemnidad, Sindelar había nacido 1903 en Moravia, República Checa. Sus primeros pelotazos los dio en el barrio obrero de Favoriten, uno de los más deprimidos de la capital austriaca. Su padre, albañil, murió en 1917 en la Primera Guerra Mundial y él se crio junto a su madre, que lavaba ropa, y sus tres hermanas. Aquel joven esmirriado estaba obsesionado con el balón y su nombre pronto enraizó en ese distrito proletario vienés, donde le apodaron «Papierene», hombre de papel. Bueno en la conducción, elegante y efectivo siempre en la cancha, se filtraba en las más férreas defensas como el viento entre la cebada.
Con apenas 15 años empezó a jugar en el Hertha Viena, un equipo de aficionados, y a los 20 años fichó por el Austria Viena, un club ligado a la comunidad judía al que hizo campeón de Copa en sus tres primeras temporadas. La institución sería desmantelada por las leyes de depuración nazis. Para ese club marcó 600 goles en 700 encuentros, una estadística abrumadora para un jugador que en realidad era un organizador. Sindelar ganó también una Liga y dos veces la Copa Mitropa, un antecedente de las competiciones europeas. En 1926 debutó con la selección austriaca. Apenas dos años después dejaron de llamarle al equipo nacional por discrepancias tácticas, pero finalmente regresó ante el clamor popular y mediático.
Austria, al igual que muchas otras selecciones europeas, rechazó acudir al Mundial de Uruguay de 1930, el primero en celebrarse. En su vuelta al equipo, en 1931, arrollaron 0-5 a Escocia, que perdía por primera vez a domicilio. El Wunder Team, un engranaje perfecto, no tenía rival e hilvanó doce choques sin perder, un resultado histórico tras otro: 6-0 a Alemania, 4-0 a Francia, 8-2 a Hungría… Se rumoreó que incluso el Manchester United intentó acometer el fichaje de Sindelar, pero el futbolista sentía mucho apego por sus raíces y por Austria, donde ya era todo un icono.
Llegaba la Copa del Mundo de Italia de 1934 y el favoritismo austriaco era evidente. No contaban con Mussolini, quien había manipulado el torneo: en la semifinal ante Italia, Austria, desvalida tras ver cómo le anulaban varios tantos, acabó palmando 1-0. La selección austriaca fue cuarta y Sindelar, el futbolista total de la época, recibió así su primer varapalo político. No sabía que lo peor aún estaba por llegar.
La carrera de Sindelar, ya conocido también como el Mozart del fútbol, se vería angustiosamente interrumpida cuando registraba 27 goles en 44 partidos internacionales. Y es que cuatro años después del robo mussoliniano, la Alemania nazi se había anexionado Austria. A Hitler no le interesaba mucho el fútbol, pero, admirador de su alter ego de Predappio, sí que tenía olfato para la propaganda. De hecho, el Führer ya había usado para su causa los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. Con la vista puesta en la Copa del Mundo de Francia de 1938, la tercera que se disputaría, Alemania convocó a filas a todo el Wunder Team; Austria, al no ser un país sino la provincia germana de Ostmark, ya no podía disputar el torneo.
Antes del Mundial, y con objeto de festejar el Anschluss, el equipo del Viejo Imperio, ya con varios nacionalizados austriacos en sus filas, organizó una pachanga amistosa contra Ostmark. Sindelar, no obstante, se negó a jugar con los nazis y alegó que a los 35 años estaba muy mayor para esos trotes, pero la realidad es que no quería vestir una camiseta con la esvástica y luego alzar el brazo durante el himno. Finalmente, disputó el partido con la Marca Oriental, y no pasó precisamente inadvertido. Se burló de los nazis en la primera parte al marrar varios tantos cantados aposta a escasos centímetros de la portería. Ya en la segunda mitad, marcó un golazo de vaselina que festejó con un baile ante la tribuna de los jerarcas nazis. Ostmark ganó 2-0 al invasor nacionalsocialista, pero aquel día firmó su sentencia de muerte. Nadie renuncia a la camiseta del Gran Reich.
Lo cierto es que el seleccionador alemán, Sepp Herberger, no se dio por vencido e intentó convocarle de nuevo. El técnico necesitaba fundir la potencia alemana con la técnica austriaca y Sindelar, un mago del balón, sería la piedra de toque a pesar de su edad. Sin embargo, «Papirene» se siguió negando; cada vez que le llamaban a filas, el futbolista alegaba dolencias. Herberger confirmaría con los años que, aunque no se lo dijo abiertamente, Sindelar no quería asociarse con los invasores nazis: «Necesitaba un hombre de su experiencia, su visión del juego y su autoridad. Pero no quiso por motivos políticos. No podía identificarse con el régimen nazi, aunque esto no me lo confesó de forma abierta». El intento de amalgamar ambos estilos resultó un fiasco y en el Mundial de Francia los alemanes acabaron eliminados, sin pena ni gloria, por Suiza.
El rechazo resultó letal para el futbolista y su novia judía. Sin el fútbol, Sindelar perdió su principal sostén y se vio obligado a regentar un café en Viena. Durante ocho meses fue un proscrito junto a Camila, condenado por los nazis al ostracismo mientras a su alrededor la civilización se derrumbaba entre cámaras de gas y campos de exterminio. Finalmente, la policía comunicó que había sido encontrado muerto, desnudo y envenenado en su apartamento. Camila falleció un día después en el hospital.
Los nazis no pudieron impedir que 15.000 vieneses asistieran al funeral de Sindelar, todo un símbolo de la resistencia. Había plantado cara al monstruo del III Reich y aquella afrenta le persiguió hasta la tumba.
Los Oriundi y Schiavio contra Mussolini
Raimundo Orsi sí que participó en el Mundial de 1934, haciendo campeona a la Italia de Mussolini. Después, Mumo, nacido en la Avellaneda bonaerense, se vio obligado a dejar de vestir la camiseta de la selección transalpina. Era eso o empuñar un fusil en Etiopía.
Los padres de Orsi formaron parte de la marabunta italiana que buscó fortuna en América a inicios del siglo XX. La mayoría procedía del sur de Italia y se se instaló en Argentina, Uruguay o Brasil. Los emigrantes genoveses mostraron especial predilección por Buenos Aires y fueron ellos quienes poblaron el barrio de La Boca y quienes, allá por 1905, fundaron el célebre club Boca Juniors. Orsi tenía entonces apenas cuatro años.
Ya de mayor, durante una década brilló como delantero con la camiseta de Independiente. En 1927 recibió una oferta de la Juventus de Turín e hizo el viaje inverso a sus progenitores. Sin embargo, su aterrizaje en el Calcio no fue fácil: la Carta de Viareggio, promulgada un año antes, cerraba el campeonato a los extranjeros. La disposición afectó a más de ochenta jugadores, la mayoría húngaros y austriacos que tuvieron que buscarse la vida en otros lugares tras el decreto del régimen fascista.
El fenómeno de los oriundi nace en un intento por parte de los clubes más adinerados del país de eludir estas disposiciones. Mumo tuvo que esperar un año entero sin jugar, hasta que por fin recibió el pasaporte y debutó por fin en 1928. Durante siete temporadas jugó en Turín, siendo el máximo goleador del equipo en los cinco Scudettos consecutivos de la Vecchia Signora. Siempre engominado, en poco tiempo se convirtió en un italiano más; tanto que, claro, terminó jugando en la selección de la Italia fascista.
El Mundial de 1934 fue una cuestión de Estado para Mussolini. Cualquier medio justificaba el fin de la victoria. Para ir a por el título, la Azzurra, que jugaba en casa más que nunca, se sirvió de cuatro futbolistas argentinos: Attilio Demaría, Luis Monti, Enrique Guaita y el propio Raimundo Orsi. Monti y Demaría habían sido subcampeones del mundo con la Albiceleste cuatro años antes, mientras que Orsi había ganado con su país de origen el Campeonato Sudamericano de 1927 y la plata en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam de 1928.
El seleccionador Vittorio Pozzo atajó de una ventolera las críticas recibidas por los sudamericanos nacionalizados por los camisas negras: «Si pueden morir por Italia, pueden jugar con Italia». La presión era máxima. Pozzo incluso recibió un telegrama personal del Duce que rezaba así: «Vincere o morire», vencer o morir. Poca broma. Al final, aquellos «fichajes» resultaron clave: en semifinales ganaron al Wunder Team con gol de Enrique Guaita y, en la final, los goles de Raimundo Orsi y Angelo Schiavio remontaron a Checoslovaquia en Roma (2-1).
Tras ese partido, Schiavio, delantero boloñés, no volvió a vestir la azzurra. Quienes le conocieron aseguraron que lo dejó por la vergüenza, pues creía que los checos, y en particular el portero Planicka, se dejaron vencer en la final. Orsi, segundo máximo goleador de aquella Copa del Mundo, también dejaría pronto de acudir a la llamada de Pozzo, ya que que enseguida quedó patente que los oriundi nunca serían italianos de pleno derecho: Monti, Orsi, Guaita y Demaría fueron los únicos integrantes de la selección que no recibieron su correspondiente medalla de oro tras ganar la Jules Rimet.
Sin embargo, para ir a la guerra eran más italianos que los propios italianos: en octubre de 1935, las tropas de Mussolini entraron en Etiopía y el Ejército llamó a filas a los oriundi, pero no al resto de jugadores que sí habían nacido y crecido en el país. En ese momento, Orsi y los futbolistas en su misma situación tomaron la decisión de salir por piernas. El primero en huir fue Enrique Guaita, que se refugió en París. Al poco tiempo se le unió Mumo Orsi, y ambos terminaron sus carreras en el fútbol argentino.
La Italia fascista invadió Etiopía en apenas siete meses, pero lo hizo sin Orsi y el resto de los oriundi. La mayoría regresó a sus países de origen, donde se tuvieron que volver a ganar a sus paisanos. Orsi volvió a jugar para el Independiente de sus amores y luego para Boca Juniors, Platense y Almagro en Argentina. También para Peñarol en Uruguay, Flamengo en Brasil y Santiago Nacional en Chile, donde finalmente se retiró en 1939.
Eso sí, aunque Orsi prefirió seguir utilizando sus piernas a sostener un arma, nunca volvería a jugar para Argentina después de haber hecho campeón del mundo al país de sus padres.
Kortabarria, precursor en la Transición
En nuestro país, con sus pulsiones territoriales, la zamarra más controvertida ha sido siempre la de la Selección. Inaxio Kortabarría, leyenda de la Real Sociedad, fue el primero en renunciar a vestir la Roja públicamente.
Nacido en Mondragón en 1950, este mito donostiarra jugó 14 temporadas en la Real y lideró al equipo que ganó las dos Ligas consecutivas en 1981 y 1982. Sin embargo, muchos aún le recuerdan por su contribución a la legalización de la ikurriña el 5 de diciembre de 1976 en un derbi vasco ante el Athletic que se jugó en Atocha.
Franco había muerto un año antes y España estaba inmersa en un proceso de cambios irreversibles. A esas alturas, todas las banderas autonómicas se habían legalizado salvo una: la vasca. Manuel Fraga, a la sazón ministro de Gobernación, ya había sentenciado que ese era un trapo independentista y que, de legalizarse, sería por encima de su cadáver: «Todas las banderas regionales están permitidas menos la vasca porque no es una bandera regional, sino que es una bandera separatista y porque es una bandera, si usted me permite que lo diga, falsa».
Ese día, el fútbol cambió todo con un gesto histórico que pondría fin a la prohibición de aquella bandera ilegal durante el franquismo: Kortabarría y José Ángel Iríbar, capitán de los leones, salieron al terreno de juego con ella entre las manos. Fue una reivindicación del pueblo vasco que se empezó a gestar gracias al propio Inaxio y a su compañero Joxean de la Hoz. La hermana del último bordó con sus propias manos la bandera, que colaron hasta el vestuario a través de una ventana que daba a la calle desde el vestuario.
Para ejecutar semejante pulso al Estado, y que tuviera el eco que buscaban, necesitaban la ayuda de los futbolistas del Athletic, así que contactaron antes del encuentro con Iríbar. El capitán de los leones sometió la idea a votación entre sus compañeros, quienes la aprobaron unánimemente: «Kortabarria vino al vestuario y nos dijeron: ′Oye, queremos hablar con vosotros. Hay esta posibilidad, ¿qué os parece? Es un momento muy bueno’», contó el Txopo años después. La ovación de la grada fue sonora y los grises ni siquiera intervinieron. El encuentro terminó con goleada txuriurdin por 5-0, pero siempre será el derbi de la «ikurriña de Atocha». Un mes y medio después, la ikurriña era legalizada en plena Transición. Hoy en día esa bandera se conserva en el Museo de la Real Sociedad.
Kortabarria, central correoso y una amenaza aérea para los rivales, había debutado en 1971 para consolidarse pronto como uno de los mejores centrales de Primera. Meses antes del citado duelo, Ladislao Kubala, seleccionador nacional, le hizo debutar con España. Era el 22 de mayo de 1976, la Roja caía por 0-2 ante Alemania Federal en Múnich y se quedaba fuera de la Eurocopa de ese año; fue un debut amargo, pero apenas jugó tres partidos más con la Selección. Su último choque como internacional tuvo lugar en Alicante el 27 de marzo de 1977, un amistoso España 1-1 Hungría.
Fue el propio Kortabarria quien cortó de raíz: a pesar de tratarse de uno de los mejores defensas de la época, no volvió a enfundarse la camiseta por su renuncia expresa. Era el primer jugador que rechazaba jugar con España y no le faltaron detractores. Hasta ahora, es el único vasco que ha renunciado pública y abiertamente a jugar con la Selección a causa de sus ideas independentistas. Hasta 1985, año de su retirada, siguió haciendo lo que mejor sabía: defender. Inaxio lleva años jubilado, pero sigue siendo un miembro activo y destacado del nacionalismo vasco.
Para la historia, su icónica imagen caminando junto a Iríbar hacia el centro del campo con aquella bandera que, a la postre, no fue tan separatista ni falsa: «En aquella época las cosas no eran nada fáciles. Después de tantos años sometidos bajo Franco, la gente veía la necesidad de hacer cosas y nosotros, los futbolistas, como ciudadanos corrientes, adquirimos el compromiso de sacar la ikurriña».
El gallego que renunció a una Eurocopa
Jugar para su selección suele ser el sueño de muchos futbolistas. Tiene un componente sentimental y brinda un escaparate de relumbrón, amén de unos beneficios económicos extra. ¿Cómo renunciar a ello? El caso de Nacho Fernández, mediados los 90, pondría el foco en el nacionalismo gallego. Nacho era un tipo de lo más corriente, hasta su nombre lo es, pero este lateral izquierdo del Compostela se vio de un día para otro en el centro de un inopinado huracán mediático. Javier Clemente dejó caer, después de un España-Macedonia disputado en el Martínez Valero de Elche, que el del Compos era un jugador futurible de cara a la Eurocopa de 1996 en Inglaterra. El seleccionador nacional anunció que le convocaría para el siguiente partido amistoso de la Roja: «Me gusta Nacho».
El Compostela, equipo humilde de media tabla, estaba realizando una gran temporada 1995-96 y Nacho era de sus futbolistas más destacados. Disciplinado en defensa y sumándose al ataque con soltura, su carácter combativo acabó llamando la atención y, ante la escasez de laterales zurdos, su nombre empezó a sonar para la Selección; con Sergi Barjuán como único competidor en ese carril, Nacho iba a ser el primer internacional de la historia de la «Esedé».
Nadie en la Real Federación Española imaginaba la evasiva que estaba por venir. La televisión gallega buscó a Nacho y su respuesta fue tajante: «Non me interesa xogar con Espanha». Y abundó: «Ni tengo mucho interés, ni me apetece que me convoque. Pienso que no valgo para este tipo de cosas. Creo que hay gente en este Estado español que lo puede hacer muy bien y que se identifica muy bien con la selección española, lo que me parece fenomenal. Desde luego, mi ambición no es esa. Prefiero estar así, me encuentro más a gusto».
Aquí el topicazo de la «ilusión» por ser llamado por primera vez no se cumplió. Y, cómo no, pronto afloraron las críticas contra alguien que en realidad nunca había ocultado sus simpatías por el nacionalismo gallego. Que si antipatriota, que si enemigo de España. Las crónicas de la época refirieron que el futbolista acudía a manifestaciones sindicales y, oh sacrilegio, hablaba en gallego con quien se cruzaba, incluidos sus compañeros de equipo. Su ideología política estaba clara, pero es que además era inasequible al deseo: «Odia todo lo que ambicionan muchos de sus compañeros, como el lujo y la fama […] Viste como un estudiante progre», glosó El País. Al final, Nacho iba camino de convertirse en el Karl Marx de Foz: «Los futbolistas viven en una nube y no se enteran de los problemas de la gente que les rodea», expuso una vez.
El caso es que José Ignacio Fernández Palacios, que se formó en el Celta de Vigo y que fue uno de los pilares en el ascenso a Primera del modesto club de Santiago, nunca jugaría para la Selección. Totalmente alejado del estándar de futbolista moderno, Clemente ni le convocó. Se rumoreó que el de Baracaldo mantuvo una conversación telefónica con él y respetó su renuncia. Nacho evitó así una posible sanción, ya que entonces el hecho de negarse a jugar para la Roja acarreaba al menos un año sin ficha federativa. Su puesto en la lista de la Euro lo ocuparía Jorge Otero, también gallego.
La morriña gallega pudo con Nacho y nunca dejó a los «picheleiros» a pesar del interés de clubes como Atleti, Valencia o Sampdoria; los italianos llegaron a ofrecer 700 millones de pesetas por él. No pudo cumplir su gran sueño, el de vestir la camiseta de la selección gallega, pero al menos fue entrenador junto a Fernando Vázquez en el debut de Galicia ante Uruguay en San Lázaro en 2005.
Para el recuerdo, este empellón de aquel objetor de conciencia que todavía resuena con ecos actuales: «Este país es muy dado a hablar de democracia, y cuando alguien manifiesta una opción personal totalmente pacífica, como hice yo, es atacado con el arma que se emplea ahora: los medios de comunicación».
«Yazid» versus Le Pen
Zinedine Zidane, por su parte, estuvo a punto de dejar la selección francesa por la xenofobia. El galo tiene orígenes mixtos entre Europa y el Magreb; es más, el mítico «10» dijo en una visita al país de origen de su familia, allá por 2006, que se sentía «orgulloso» de su ascendencia argelina. Zizou es una muestra del éxodo que se produjo en la época colonial y que condujo a miles de argelinos al sur de Francia. Su padre, Smaïl, emigró de Argelia en 1953, justo un año antes de que estallara la Guerra de Independencia que libraría al país magrebí del yugo colonial. Entretanto, se instaló en París, donde estuvo viviendo un tiempo antes de mudarse a Marsella. Allí, Smaïl se emparejó con Malika. Convertida en su esposa, con ella tuvo a Jamel, Farid, Nourredine, Lila y el menor, Zinedine, conocido como «Yazid».
Zidane es hijo de este increíble movimiento migratorio. ¿Qué habría sido de uno de los mejores jugadores de la historia si hubiera crecido en Argelia? Nunca lo sabremos. Lo que sí parece seguro es que la victoria en el Mundial de 1998, en el que Francia se bordó su primera estrella con un doblete suyo en la final contra Brasil, habría sido imposible sin el concurso de «Yazid». Aquella Copa del Mundo, disputada en suelo galo, supuso el triunfo de la Francia multicultural y para el país tuvo un significado muy profundo. El presidente de la República, Jacques Chirac, llegó a decir que era la victoria de una Francia «tricolor y multicolor». Solo había que hacer un repaso a la lista del seleccionador Aimé Jacquet: Thuram había nacido en Guadalupe; Vieira, en Senegal; Djorkaeff tenía orígenes armenios; Desailly era de Ghana; Henry, de origen antillano; Karembeu vino al mundo en Nueva Caledonia; Trezeguet tenía ascendencia argentina… Y así sucesivamente.
Aquel equipazo era, en las postrimerías del siglo XX, el reflejo de una sociedad moderna fruto del colonialismo de la anterior centuria. Su histórica conquista tal vez hizo más por la integración que décadas de política y puso a Zidane y sus compañeros en el olimpo… aunque no para todo el mundo. La principal excepción fue la del político de ultraderecha Jean-Marie Le Pen, quien manifestó no sentirse representado por esa selección. Para sus estándares, entre los campeones apenas había solo ocho «franceses puros». Le horrorizó la cantidad de jugadores de piel oscura y apellidos no franceses que había en una plantilla que «no representaba a la Francia auténtica, sino a la Francia del papeleo».
Cuatro años después, antes del Mundial de Corea y Japón, Francia estaba inmersa en unas elecciones presidenciales y Le Pen accedió a la segunda vuelta contra Chirac. Zidane, que por entonces jugaba en el Real Madrid, no se mordió la lengua y dejó claro su rechazo a todo lo que representaba el Frente Nacional: «La gente tiene que votar. Es muy importante. Y, sobre todo, hay que pensar en las consecuencias que puede tener votar a un partido que no corresponde para nada con los valores de Francia. Soy francés. Mi padre es argelino. Estoy orgulloso de ser francés y estoy orgulloso de que mi padre sea argelino». Zizou, que pidió abiertamente el voto para el finalmente ganador Chirac, también grabó un vídeo, por iniciativa del rapero marsellés Akhenaton, que fue distribuido en las 20 ciudades de Francia en las que el líder del FN había conseguido sus mejores resultados en la primera vuelta.
Pero el órdago de Zidane, en la previa de la Copa del Mundo de 2002, no quedó ahí y también amenazó con no jugar el torneo con Francia si Jean-Marie Le Pen ganaba las elecciones. El líder del partido de extrema derecha le invitó a quedarse en España: «Nadie le retiene. No tiene más que ir a donde le parezca bien. Que se quede en España porque nadie le retiene». Al final, «Zizou» no solo jugó ese Mundial con la tricolor, sino el siguiente. Se retiró como futbolista tras perder la final de 2006, la de su célebre cabezazo a Materazzi, pero su guerra contra los Le Pen aún no había acabado.
En 2017, Zidane volvería a oponerse al Frente Nacional, ya bajo el mando de Marine Le Pen, hija de Jean-Marie; todo queda en casa. El entrenador hizo entonces un llamamiento a «evitar al máximo» al FN en la segunda vuelta de las presidenciales, explicando que él estaba «en las antípodas» de sus ideas porque «los extremos nunca son buenos». Los franceses elegirían, como harían de nuevo más tarde en 2022, a Emmanuel Macron, del nuevo partido En Marcha. De momento, los Le Pen siguen sin ocupar el Elíseo dos décadas después de que «Yazid» iniciara su particular cruzada contra ellos.
Oleguer, el catalán antisistema
Oleguer Presas fue, entonces todavía no lo sabíamos, el preludio de cuanto estaba por venir dentro y fuera del campo en Barcelona. Tras su paso por el filial, a los 21 años debutó en el primer equipo azulgrana de la mano de Van Gaal. Era 2002. Por aquel entonces, Jordi Pujol todavía presidía la Generalitat y ERC el único partido independentista con el 8,8% de los votos. Presas se consolidó como titular en la etapa de Rijkaard. Aquel equipo volvió a ganar la Liga un lustro después y el defensa de Sabadell fue titular en la final de la Champions que el Barça ganó al Arsenal en 2006.
Oleguer, en la plenitud de su carrera, tal vez habría preferido seguir siendo «solo» un futbolista, pero iba a terminar siendo el epítome del Barça de Guardiola y del procés. Un futbolista antisistema, para muchos un patriota catalán o un rebelde al que el «speaker» del Benito Villamarín llamaba Olegario. Defendió la oficialidad de las selecciones catalanas e incluso cuestionó al Estado de Derecho a partir del caso del etarra De Juana Chaos, entonces en huelga de hambre; la polémica arreció en torno a su figura y la marca deportiva Kelme le retiró el patrocinio.
Defendió la oficialidad de las selecciones catalanas e incluso cuestionó al Estado de Derecho a partir del caso del etarra De Juana Chaos Era el 12 de diciembre de 2005 y el Sabio de Hortaleza había convocado a 33 jugadores para una jornada de convivencia en Madrid con vistas al próximo Mundial de Alemania. El zaguero, que nunca antes había sido convocado con España, llegó al hotel de concentración a las 11:26 horas en compañía de Iniesta, Valdés y Puyol, compañeros en el Barça. Ataviado con un jersey negro, saludó al seleccionador con su mejor sonrisa. Aragonés no veía inconveniente en que Presas, que hacía campaña a favor de una selección catalana bajo el lema «una nación, una selección», vistiera la Roja en la siguiente Copa del Mundo: «He conocido a jugadores que han defendido la camisas de tres equipos y no ha pasado nada. No pediré la afiliación política ni religiosa de nadie. No pregunto si son independentistas ni nada. Simplemente no pregunto. En la Federación, hay unas fichas de futbolistas que pueden ser seleccionados y yo convoco. He hablado con él en el plano individual y colectivo y ha estado hasta sonriente. Este tema para mí está finiquitado».
Y vaya si quedó finiquitado. Tanto, que el seleccionador no llamó nunca más a Oleguer. El futbolista se puso el chándal de la Roja solo aquel día y desde ese momento empezó a mostrar más abiertamente sus afinidades políticas, aunque tendrían que pasar siete años para que explicara qué pasó en esa convivencia. El de Sabadell, ya retirado y en las listas de la CUP para las elecciones catalanas de 2012, desveló en una entrevista a RAC1 los detalles de la reunión con «Zapatones», a quien le expuso los motivos por los que renunciaba: «Simplemente fui a explicarle a Aragonés mi modo de ver el mundo y de ver que si no hay la suficiente implicación o sentimiento es mejor que seleccionara a otros. La conciencia me dictaba eso». Contó que el técnico fue honesto y franco con él, y se mostró convencido de no ser el único futbolista en haber renunciado a la camiseta de España: «Sé que ha habido más casos como el mío, seguro, pero con ellos no se ha hecho tanta polémica». Un episodio que sin duda habría sido más cacareado en nuestra era de Twitter y «late nights» deportivos.
Oleguer, que iba a entrenar en una furgoneta en su etapa como culé, se terminó hartando del fútbol y, tras tres temporadas en el Ajax de Ámsterdam, colgó las botas con solo 31 años. Simplemente se cansó. No hubo rueda de prensa final, ni llantos ante los medios. «Había cosas del fútbol de élite que me incomodaban», ha expuesto años después. Licenciado en Ciencias Económicas por la Universidad de Barcelona, nunca ha estado en primera línea de política, aunque sí se ha implicado, hasta el punto de que en 2015 formó parte de las listas a las elecciones municipales, ocupando el puesto número 23 de la formación independentista Crida per Sabadell.
Desde 2018 está involucrado en una escuela de fútbol para niños, un proyecto que recuperó un antiguo cuartel de la Guardia Civil para actividades sociales. Presas intenta enseñar el fútbol de otra forma, intentando no fomentar tanto la competitividad en la formación de los niños. Su pasado como futbolista queda ya lejos, pero para algunos siempre será el independentista que miró a los ojitos a Luis Aragonés.
«Cuando gano soy alemán; cuando pierdo, inmigrante»
Mesut Özil reabrió un viejo debate en su país cuando dejó de vestir la camiseta de Alemania. Hijo de Mustafa y Gulizar Özil, inmigrantes de segunda generación procedentes de Devrek (Turquía), Mesut nació en Gelsenkirchen, un pueblo minero de Ruhr. Sin embargo, ¿cuántas generaciones hacen falta para ser considerado por algunos alemán de pleno derecho? Jugó 92 partidos internacionales con la Mannschaft y se proclamó campeón del mundo en 2014 en Brasil. Cuatro años después, tras el batacazo de los de Joachim Löw en Rusia, Özil abriría la caja de Pandora en un país con larga tradición migratoria e importantes lazos con Turquía desde la época del Imperio Otomano.
Poco antes del Mundial de 2018, el futbolista del Arsenal se hizo una foto con el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, quien en ese momento se encontraba en plena campaña electoral. Las relaciones turco-alemanas se habían deteriorado significativamente después de las purgas de su Gobierno en 2016, incluido el arresto de periodistas como Deniz Yücel, del diario alemán Die Welt. Erdogan reprimió así, con severidad, a civiles y militares en reacción a un fallido golpe de Estado. Esa foto, en la que también aparecía el futbolista İlkay Gündoğan, indignó a parte de la hinchada teutona. Y la controversia escaló: ultraderecha, socialdemócratas, verdes y conservadores, incluida la canciller Angela Merkel, les criticaron.
El centrocampista, que venía siendo una pieza clave en el entramado de Löw, acusó a la federación de racismo, de no aceptarle como alemán pese a haber ganado una Copa del Mundo para el país donde nació. Lo hizo mediante una explosiva carta abierta en Twitter: «Soy alemán cuando ganamos, pero un inmigrante cuando perdemos», lamentaba Özil, una queja que en su momento también hicieron el belga Lukaku o el francés Benzema en sus respectivos países. Y apuntaba directamente a Reinhard Grindel, presidente de la DFB, al tiempo que anunciaba su prematuro adiós definitivo a la selección: «Ya no seré el chivo expiatorio de su incompetencia».
Tras la foto, Grindel había desoído las explicaciones del jugador, acusándole de impulsar su propia agenda política sin consensuarlo con la cúpula del fútbol germano. Pitado e insultado, Özil incluso se encaró con unos aficionados tras la eliminación ante Corea del Sur en Rusia. Ya no podía más. «Para mí, sacarme una foto no era una cuestión política sino de respeto a la máxima autoridad del país de mis padres. El encuentro no fue una muestra de apoyo a sus políticas», se defendió. Dijo que Theresa May y la Reina de Inglaterra habían hecho lo mismo.
El ex de Schalke 04, Werder Bremen y Real Madrid también cargó contra la prensa sensacionalista, que le había llamado llorón y acusado de venderse como una falsa víctima del racismo. «Acepto que critiquen mi juego, pero no puedo aceptar que culpen a mi doble herencia y a esa foto el mal papel del equipo en el Mundial», clamó. El partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD) incluso había pedido que Özil y Gündogan fuesen expulsados del combinado nacional; Alexander Gauland, su presidente, llegó a afirmar que aquella selección no era alemana. No se puede decir que los xenófobos europeos sean muy originales.
Y así fue como Mesut Özil, que en la temporada 2008-09 había declinado la oferta de la selección turca para centrarse en la sub-19 teutona, que había sido elegido futbolista alemán del año hasta en cuatro ocasiones, pieza clave en la cuarta estrella de «Die Mannschaft» en Brasil 2014, que pagaba sus impuestos y donaba dinero a las escuelas alemanas, terminó renunciando por racismo a seguir vistiendo la camiseta del país en el que había nacido. Solo tenía 29 años. Las cosas habían cambiado mucho en Alemania desde Sindelar, pero aquel trapo todavía quemaba.
Durante ocho meses fue un proscrito junto a Camila, condenado por los nazis al ostracismo mientras a su alrededor la civilización se derrumbaba entre cámaras de gas y campos de exterminio.
1939 no era 1943. No exageremos lo que no necesita exageración.
Sobre Özil, dos detalles:
«Sin embargo, ¿cuántas generaciones hacen falta para ser considerado por algunos alemán de pleno derecho?»
Según la legislación alemana, tres; las personas cuyo uno de sus abuelos haya nacido fuera de Alemania tienen «Migrationsgeschichte» y así constan estadísticamente.
«Esa foto, en la que también aparecía el futbolista İlkay Gündoğan, indignó a parte de la hinchada teutona.»
La foto en sí pudo indignar y una parte de la sociedad alemana rechaza a los jugadores de origen extranjero sin más; el problema aquí fue que Özil se refirió en esa publicación en RRSS a Erdoğan como «mi presidente» y provocó la indignación de la derecha democrática. Özil, como personaje público no me provoca simpatía ninguna, pero en todo el escándalo con Das Bild, la AfD y la federación alemana tenía razón. Das Bild jamás criticaría a un (como decimos aquí) «bioalemán» con la saña que criticó a Özil.
Fantástico reportaje
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Nacho y Oleguer fueron más ruido que nueces.
Jesús » Chucho» Solana, le daba 1000 vueltas a Todo, y Oleguer…¿Quién era Oleguer?
Copa del Rey del 94, subcampeón 93, Recopa 95, eso solo con el Zaragoza.
Oleguer salió por la puerta de atrás del Barcelona, y nadie se acuerda.
En el Zaragoza de esos años sin ser internacionales y pudieron serlo:
Cedrún, Solana, Nayim, García Sanjuán, García, Aguado…
Ese equipo humilló a Cruyff en la Romareda.
El mejor fútbol por un entrenador español con un equipo de jugadores que hizo grandes.
Cedrún, Belsué Cáceres, Aguado, Solana, Poyet, Nayim, García San Juan, Higuera, Pardeza, Sergi ( hermano de Roger), Aragón…
¡¡Bahhh infundios!! Seguro que Kortabarría no quiso jugar en homenaje a los centenares de vascos muertos a manos de ETA hasta ese momento.
De Sindelar a Oleguer???… Jajajja. Las circunstancias eran las mismas??.. Creo que todo es manipulación. Gran artículo, por lo demás…