Partes anteriores: Primera, segunda, tercera, cuarta, quinta y sexta
Una mezcla de interés y fastidio aqueja a quienes siguen de cerca el campeonato mundial de ajedrez de 1972. Esto es, casi todo el mundo con acceso a medios de comunicación. Tras cinco partidas de la final, ¿qué es lo que ha hecho Bobby Fischer? No mucho, a juicio de los observadores y el público. Ha remontado un inicio desastroso, sí, y ha conseguido igualar la eliminatoria a 2’5 puntos, pero lo ha hecho desquiciando a Boris Spassky con sus retrasos y ausencias, con sus extrañas maniobras y con sus salidas de tono. El campeón, con la concentración dañada, estaba jugando bastante por debajo de su nivel. Así pues, Bobby necesitaba algo más que juegos psicológicos para impresionar a quienes tenían fe en él.
La sexta partida fue ese algo más. Ya desde el comienzo, Bobby parecía dispuesto a sorprender. Desde Nueva York, el operador de teletipo que recibía las jugadas para comunicárselas a la prensa local solicitó que le volviesen a enviar la tercera jugada, asumiendo que se había tratado de un error tipográfico: el mensaje decía que Fischer estaba jugando un Gambito de Dama, apertura que no había puesto en práctica en toda su carrera, al menos no en partidas importantes. Un jugador se siente más seguro y tiene muchas más probabilidades de evitar errores con las aperturas que mejor conoce. No parecía lógico que Fischer se arriesgase a usar una novedad cuando se enfrentaba al campeón del mundo en un momento crucial. Pero sí, para asombro del operador de teletipo y de todo el mundo, y por descontado para asombro de Spassky, Bobby se estaba saliendo del guión previsto.
Era conocido por hacer todo lo contrario, atenerse siempre a las aperturas que mejor dominaba. Pero esta vez, su plan era perfecto, aunque sobre el tablero, a primera vista, no parecía ocurrir gran cosa. Más allá de la sorpresa inicial de la apertura, no había nada que contar. No se percibía ninguna jugada que dejase boquiabierto a nadie. Y aun así, hacia el final, todo el mundo se daba cuenta de que Spassky estaba perdido. Como en sus mejores tiempos, las piezas de Fischer, insufladas por su vieja magia, llegaban al lugar indicado en el momento justo. Y las piezas de Spassky solo podían sentarse a contemplar los nubarrones, que amenazaban con descargar un temporal. Sin grandes alardes en ataque, limitándose a desplegar aquel sentido de la armonía que tanto admiraban sus seguidores e incluso sus rivales, un Fischer rayano en la perfección inhabilitaba por completo las opciones del adversario.
Sobre el papel, había cedido algunas desventajas que en otras partidas podrían resultar decisivas, como permitir que Spassky disfrutase de un peligroso peón pasado, o de una torre frente a un inferior caballo. Pero eso era sobre el papel. Porque, en el tablero, aquellas decisiones tácticas, aquellos regalos envenenados habían dejado completamente indefenso al rey del campeón ruso. Si Spassky había creído en algún momento, como sin duda lo creyó después de que pareciese haber neutralizado la sorpresa de la apertura, que la partida iba a ser segura para sus intereses, se equivocaba. Una serie de maniobras de apariencia rutinaria, dirigidas por el agudo sentido sinfónico de Fischer, habían bastado para disipar toda esperanza.
Quizá el juego de Bobby no era tan fácil de leer ni tan previsible como el campeón había afirmado siempre, incluso en público. Poco a poco, jugada a jugada, la posición de Spassky fue atenazada, estrangulada y finalmente inutilizada. Para muchos, esta es la mejor partida de Fischer en toda la final. Por descontado, fue la partida en la que más se pareció al Fischer titánico de 1970-71, aquella apisonadora que, sin necesidades de espectaculares ataques, conseguía desangrar a sus rivales sin el más mínimo asomo de piedad. Nada de sables o puñales; solo utilizando pequeñas agujas… pero agujas en mayor cantidad de la que ningún ajedrecista podía terminar soportando.
Spassky se rindió ante lo inevitable, después de aquella brillantísima exhibición que había comenzado como una sucesión de jugadas que habían parecido inofensivas hasta que dejaron de serlo. Por primera vez en la final, el público se puso en pie para ovacionar al estadounidense. Tras muchas reticencias y el escepticismo que había causado su accidentado aterrizaje en Islandia, los espectadores se mostraban enfervorizados por su estilo. Fischer había jugado como Fischer, ¡por fin! Y lo que es más: el propio Spassky se puso en pie y aplaudió también. Fischer, asombrado, le estrechó la mano a su rival y se marchó rápidamente, como era costumbre, aunque esta vez, al meterse entre bastidores, dijo a los que tenía cerca: «¿Habéis visto lo que ha hecho Spassky? ¡Es un tipo con clase!». El marcador estaba ahora 3’5 a 2’5 para Fischer. En solo cuatro partidas había dado la vuelta a un desastroso inicio, aunque de sus tres partidas ganadas esta era la primera y única en la que había vencido y además había convencido.
Ahora era el campeón quien estaba en desventaja. Era Spassky quien tendría que esforzarse por dar la vuelta al marcador y disipar la sensación de que Fischer el Terrible podía desempolvar el aura de invencibilidad que lo había rodeado durante los dos años anteriores. Así, en la séptima partida, Spassky tomó las riendas desde el primer momento, entregando un peón a cambio de la iniciativa. Era el famoso «peón envenenado», que Fischer devoró con gusto, porque esa era una de sus variantes favoritas, con la que nunca había perdido. El ruso se colocó en una posición superior, con el rey de Bobby sin enrocar y una mayor actividad en sus propias piezas, frente a las piezas de Fischer que parecían a medio desarrollar. Se barruntaba una victoria para el ruso. Ya cuando algunos ya veían al campeón devolviéndole el golpe al aspirante, Spassky no dio con la continuación correcta. Sin duda, estaba todavía afectado por los acontecimientos previos y por la presión exterior. La exhibición de Fischer en la sexta partida tampoco había ayudado a reforzar la confianza de Spassky. Así que, pese a la ventaja obtenida, Fischer se le escapó y consiguió firmar tablas. 4 a 3.
El campeón seguía por detrás, pero ya no solo en el marcador. Continuaba perdiendo la batalla psicológica. De repente, era consciente de que no estaba rindiendo como se esperaba, afectado como estaba por el tormentoso inicio de campeonato y desmoralizado ante la ardua tarea de intentar remontar a un hambriento aspirante. El campeón empezaba a sentirse sacudido en su trono. Era una sensación nueva para él, que nunca antes había percibido una auténtica amenaza en Bobby (o si la había percibido, no lo había dejado traslucir) y que hasta entonces había sido el mejor jugador del planeta, sin nadie que le plantase cara.
A Spassky todavía le quedaba toparse con sorpresas desagradables. En la octava partida, Bobby volvió a mover el peón del alfil de dama, en contra de su costumbre de salir con peón de rey. Aquello significaba que volvía a jugar a las sorpresas teóricas. Spassky trató de evitar que las cosas siguieran por los mismos derroteros que en la sexta partida, así que se embarcó en una apertura (la Inglesa) que Fischer casi nunca había jugado, esperando así desestabilizar al americano. Fue entonces cuando Spassky se dio cuenta de hasta qué punto había descuidado su propia preparación teórica, que estaba demostrando ser de una importancia capital, porque Bobby lo había estudiado prácticamente todo y parecía preparado para cualquier invento teórico que surgiese sobre el tablero. Spassky no solamente no consiguió pillar desprevenido a Fischer, sino que fue la respuesta del americano la que lo dejó aturdido a él.
Después de solo once movimientos, el campeón ya se había perdido en un pozo de incertidumbre y estaba empleando un tiempo desmesurado de su reloj para calcular la salida de una apertura a la que, de repente, no sabía cómo enfrentarse. Poco después, tras la jugada número 15, su posición ya parecía seriamente debilitada, con los alfiles de Fischer acechando como dos arqueros dispuestos a derribar una torre enemiga. En la jugada 19, en efecto, Spassky entregó una valiosa torre a cambio de un inferior alfil. En ese momento, aun cuando la partida apenas estaba saliendo de la fase inicial (quince movimientos es menos de lo que duran muchas aperturas), los miembros de la delegación rusa se levantaron y se marcharon del recinto. Un gesto que lo decía todo: la fase inicial del juego no había concluido, y ya no había forma de salvar aquel punto. Spassky intentó ofrecer algo de lucha, pero la superioridad en la preparación teórica de Fischer lo había dejado indefenso y la partida estaba sentenciada casi desde el inicio. El ruso se rindió. Una nueva victoria para Bobby, que ahora ganaba por 5 a 3.
Novena partida. El campeón cuenta con la iniciativa de jugar con blancas, pero Fischer responde a la apertura con otra novedad teórica cuidadosamente preparada en sus arduos entrenamientos en solitario. Una novedad a la que Spassky tampoco encuentra respuesta. El estadounidense anula la iniciativa del ruso y fuerza las tablas. 5’5 a 3’5. En la décima partida, Fischer emplea la Apertura Española: en el medio juego, muy seguro de sí mismo, permite que Spassky gane un peón de ventaja. ¿Por qué lo hace? Porque obtiene a cambio varias recompensas: primero, coloca uno de sus propios alfiles en posición de asaltar el enroque enemigo cinco movimientos después (un giro maestro de la partida española que Spassky no esperaba). Segundo, cambia una torre enemiga por un alfil propio, ganando la calidad material una vez más. Y tercero, obliga a que Spassky «sacrifique» un alfil para neutralizar un peligroso peón pasado. Con sencillez y elegancia, Bobby reúne su botín y obtiene una posición superior ante la falta de perspectiva —o quizá falta de concentración— del ruso. El aspirante llega a la fase final de la partida con clara superioridad táctica. Spassky no puede albergar esperanzas. Bobby vuelve a ganar. 6’5 a 3’5.
En este punto del campeonato, Boris Spassky necesitaba reaccionar, y necesitaba hacerlo de inmediato. No podía seguir culpando al trastorno que le había causado la extravagante conducta de Fischer durante el inicio del match para explicar su repentina desventaja en el marcador. Sentía en la nuca el aliento de la delegación soviética y de las autoridades del Kremlin y, si quería conservar su reputación, no podía continuar mostrándose descentrado, jugando por debajo de su nivel. Además, si bien el estadounidense había puesto de los nervios a todo el mundo al comenzar la final, ahora se estaba volviendo a meter al público y a la prensa en el bolsillo, gracias a sus victorias y su irresistible carisma. Por impropia que hubiese parecido su actitud, Bobby era El Genio, por lo menos a ojos de la gente común. Y además, la gente occidental quería ver a un estadounidense quebrando el dominio soviético, aunque solo fuese por la novedad, por el drama, o por el mero hecho de que Fischer era aquel niño pobre de Brooklyn que había llegado a lo más alto por sus propios medios, en una biografía de película. Con el viento en contra, Spassky se lo jugaba todo. Se jugaba algo más que la corona. Se jugaba su prestigio y su estatus como ciudadano en la URSS. Mark Taimanov seguía siendo un paria en su país después de la derrota ante Fischer, y Spassky sabía muy bien que podía correr la misma suerte. No era el ajedrecista favorito de las autoridades y, de ser destronado, podría enfrentarse a consecuencias desagradables. Y ahora iba tres puntos por detrás en la final, lo cual, según casi todos los observadores, era ya una distancia insalvable.
Boris Spassky, sin embargo, no era cualquier ajedrecista, era el campeón mundial. Era un jugador de mucho talento y tenía un as en la manga. En la undécima partida jugó de nuevo una de las variantes favoritas de Fischer, la del «peón envenenado». El estadounidense devoró el peón, como de costumbre, y todo parecía irle bien hasta que, quizá llevado por la confianza o quizá confundido por las complicaciones que Spassky se empeñaba en plantear durante el juego, entregó un peón a cambio de nada. Era la ocasión que el ruso estaba esperando, y pareció renacer en ese mismo instante. Castigó la imprecisión de Fischer con la fiereza y eficacia propias de un campeón mundial. Bobby no solo perdió, sino que fue vapuleado en apenas treinta y un movimientos por un Spassky que parecía mostrar por fin la mejor versión de sí mismo. El marcador aún mostraba una enorme diferencia, 6’5 a 4’5, pero la perspectiva había cambiado de nuevo. ¿Hasta qué punto podría Fischer hacer frente al renacer de su antigua Némesis? ¿Bastaría su ventaja de dos puntos, amplia pero no definitiva, si Spassky empezaba a jugar como lo había hecho en esta partida? ¿Podría la ventaja del aspirante empezar a tambalearse?
En la partida número doce, Fischer volvió a plantear ese gambito de dama que, antes de esta final, había estado ausente de su repertorio. De nuevo pareció llevar la iniciativa durante buena parte del juego, hasta que unas ligeras imprecisiones (ni siquiera puede decirse que fuesen errores) hicieron desvanecerse esa iniciativa. La solidez del juego de Spassky, que se iba aproximando a su nivel habitual, ayudó a que las cosas se igualasen. Pese a su ímpetu inicial, Fischer tuvo que resignarse a firmar tablas. Tablas. 7 a 5 en el marcador, pero la sensación de que el campeón ruso podía empezar a poner en verdaderos aprietos al aspirante.
En el siguiente enfrentamiento, Fischer no quiso dejar que el campeón continuara con su proceso de recuperación. De nuevo, Bobby utilizó una de sus armas más demoledoras: las horas, meses y años de entrenamiento y estudio constante. Planteó una Defensa Alekhine, apertura que el campeón no había esperado. Spassky, descolocado una vez por su famosa pereza a la hora de estudiar la teoría, cometió una imprecisión bien pronto, durante la misma apertura, y se quedó con un peón de menos para el resto de la partida. Era un error grueso, que ponía de manifiesto que no se podía acudir a una final mundial descuidando la preparación teórica, y menos cuando había que enfrentarse a una enciclopedia ajedrecística humana como lo era Bobby Fischer.
En esa partida, el aspirante ya solo tuvo que tirar de técnica para, sin arriesgar demasiado, llegar a un final bastante ventajoso con tres peones amenazando con coronarse, peones que Spassky no podría detener. Fue una partida increíblemente tensa en la que el campeón se esforzó por compensar su tropezón inicial hasta que se dio cuenta de que no había nada que hacer: otra victoria para Fischer, 8 a 5 en el marcador. Aquel error de Spassky le había costado no ya la partida, sin también ver cómo se cortaba en seco su amago de remontada.
Tras un breve resurgir, pues, la situación de Spassky volvía a ser desesperada. Iba tres puntos por debajo, una diferencia casi insalvable en ajedrez. Necesitaba varias victorias si quería impedir que Bobby llegase a los 12’5 puntos que lo proclamasen campeón. Había cometido un destructivo error en el momento menos indicado y había perdido una partida que hacía mucho daño a sus opciones. Muchos daban por hecho que Spassky se vendría abajo, después de haber dado claras muestras de su escasa resistencia psicológica ante la tensión de la competición. Pero, como decimos, Boris Spassky no había llegado a campeón por nada. Justo en ese momento infausto se recompuso, lo cual encierra un mérito enorme, más en semejantes circunstancias y frente a un rival como ese. Debido a ello, la final entró en una nueva fase, en la que Spassky iba a intentar por todos los medios ponérselo lo más difícil posible al aspirante e iba a empezar a jugar, si no a su mejor nivel, por lo menos con un desempeño más cercano al que había mostrado en mejores tiempos.
En la partida número 14, eso sí, la tensión acumulada se hizo patente para ambos rivales y el resultado fue un enfrentamiento entre dos mentes agotadas. Fischer volvió a usar ese Gambito de Dama nuevo para él pero que le estaba dando buenos resultados, aunque el juego no fue brillante por ninguno de los dos lados. De hecho, Bobby permitió que Spassky se pusiera con un peón de ventaja, aunque el ruso tampoco estuvo fino a la hora de aprovechar la oportunidad y no eligió las mejores jugadas. Al final, después de un juego desangelado en el que ambos habían pagado el esfuerzo acumulado durante partidas anteriores, firmaron el empate. 8’5 a 5’5. Fischer seguía tres puntos por arriba, pero medio punto más cerca de los 12’5. En la siguiente partida, la número 15 de la final, se jugó una defensa siciliana, bien conocida por Fischer, que de hecho era considerado uno de los mayores especialistas mundiales en esa apertura. Sin embargo, el juego pronto se adentró por caminos insospechados. Una novedad planteada por Spassky descolocó a Bobby en una de sus aperturas más estudiadas, forzándolo a pensar durante largo tiempo en cómo responder. Bobby, por lo general, era el jugador más rápido del circuito.
En esta ocasión no lo fue, pero eso tenía otra cara: cuando Bobby pensaba mucho, el resultado podía ser muy potente. Su respuesta, muy meditada, confundió a Spassky a su vez. No se la esperaba. Ahora fue el ruso quien pasó muchos minutos pensando en la continuación. Entre uno y otro, emplearon más de una hora ¡para pensar solamente tres jugadas! Como parece evidente, ninguno de los dos estaba cómodo con lo que sucedía sobre el tablero y ambos temían convertirse en el autor del primer error en un juego farragoso, poco definido y muy, muy tenso. En principio, la complejidad de la partida debía favorecer el estilo de Spassky, que para colmo se había puesto con dos peones de ventaja. Pero tampoco esta vez pudo sacar provecho de ello y un Fischer que estaba casi contra las cuerdas se las arregló para forzar un empate frente a un Spassky mentalmente cansado. 9 a 6. Después de esa partida, ambos se tomaron un descanso que necesitaban muy mucho para afrontar lo que aún les quedaba.
Partida número 16: Spassky pronto se pone con un peón de más. Aunque es una ventaja simbólica, ya que se trata de un peón no demasiado valioso (está en la misma fila que otro peón, bloqueándolo, lo que se llama un «peón doblado», que suele tener poca utilidad). Bobby no tardará en llevar la partida hacia lo que parece un empate inevitable, por más que el ruso siga peleando hasta el final, confiando en esa ventaja material que en realidad vale más sobre el papel que sobre el tablero. Spassky tiene pocas posibilidades de sacar provecho del peón extra . Alarga la partida esperando que suceda un milagro en forma de error de Fischer. Ese error no llegará. Aun con ese peón de menos, Fischer fuerza otro empate. Partiendo en desventaja, se ha vuelto a librar de la derrota: 9’5 a 6’5. Está un poquito más cerca de la corona.
A estas alturas de la final, los especialistas han empezado a entender que algo está pasando. La final, accidentada al principio, muy disputada después, ha llegado a una nueva fase. Es la fase de la revelación sobre la evolución ajedrecística de Bobby Fischer.
Partida tras partida, Spassky parece llevar la iniciativa y con facilidad obtiene ciertas ventajas. Pero también partida tras partida, la cosa acaba en empate. Cada vez que Fischer parece estar contra las cuerdas, encuentra una manera de anular la ventaja del ruso para librarse de la derrota. Boris Spassky está empleando sus mejores armas y el americano está sobreviviendo. Spassky diría más adelante que, en ese momento de la final, sintió que Fischer era «resbaladizo como un pez, cada vez que creía tenerlo atrapado, se me escapaba entre los dedos». ¿Por qué? ¿Qué es lo que sucede? Cierto es que Spassky está jugando mejor que en su desastroso tramo inicial, que está obteniendo ciertas ventajas durante las partidas y que Fischer está siendo muy conservador, entre otras cosas porque, con la ventaja en el casillero, evitar errores es lo que más le conviene. Pero hay más.
La realidad es que Bobby ha llegado a un punto en el apenas muestra grietas por donde atacarle. Los observadores están llegando, pues, a una conclusión: es cierto que el match sería muy distinto si Spassky no se hubiera hundido psicológicamente durante las primeras partidas. Pero casi nadie se atreve a negar ya que el juego de Fischer parece estar en un nivel superior al del campeón. Al menos lo bastante superior como para, partiendo de posiciones desventajosas, terminar firmando cómodos empates que lo acercan más al título. Todos coinciden en que ni Fischer ni Spassky están jugando a su mejor nivel; la tremebunda presión exterior que sufren ambos tiene mucho que ver con ello, como es natural. También coinciden en que existe una diferencia clave: Bobby parece tener las partidas bajo control incluso cuando Spassky da la impresión de contar con las bazas ganadoras.
Partida número 17. Fischer, con negras, usa otra defensa poco habitual en su repertorio —la Defensa Pirc— con la muy habitual intención de anular cualquier preparación previa de Spassky. Sabiendo que el ruso no se mueve por terrenos conocidos, Fischer hace algo contrario a su costumbre: se niega a simplificar el juego para llegar lo antes posible a una fase final con pocas piezas en la que imponer su famoso «juego de computadora». Por el contrario, Bobby ha visto la posibilidad de bloquear las piezas blancas durante el medio juego, así que despliega toda su astucia para a dejar al rival sin opciones de ataque. Y lo consigue. Spassky no ve claro el camino a seguir y, aunque llega al final con una ligera ventaja material (un peón de menos, pero dos poderosas torres frente a torre y caballo), no sabe qué hacer para conseguir una victoria que ha vuelto a acariciar con los dedos, pero sin conseguirla. Bobby le ha cerrado todos los caminos, su vacuna estratégica ha funcionado. Obliga a Spassky a firmar un nuevo empate. Es el cuarto empate consecutivo en partidas donde, sobre el papel, Spassky tenía posición superior y posibilidades de ganar. 10 a 7. Ni que decir tiene que semejante marcha comienza a resultar muy frustrante para el campeón. No está perdiendo partidas, cierto, pero es que tampoco las gana, ni aun cuando consigue avances tácticos que sobre el papel deberían valer mucho más. Y lo que es peor, cada punto que se reparten es medio punto que Fischer está más cerca de la corona. ¿Acaso es Fischer,ppor fin y después de tantos años, el mejor sin discusión? La respuesta, piensan muchos a estas alturas, es que probablemente sí.
Llega la partida 18. Fischer está empezando a acariciar la corona, sabe que las sucesivas tablas le acercan a ella y decide no arriesgar lo más mínimo, una actitud completamente insólita en su carrera, porque acostumbraba a jugar a ganar siempre, incluso cuando no lo necesitaba. Está claro que, con el título en juego, Fischer se ha vuelto un estratega y se dedica a manejar los puntos y los tiempos, a calcular lo que le conviene, cosas estas que nunca había hecho antes. En esta partida amuralla a su rey tras un enroque largo, dispuesto a plantear un juego defensivo muy poco propio de su estilo. Sabiendo que Spassky necesita una victoria como el agua, deja que el ruso sea quien se rompa la sesera intentando buscar una forma de atacar el enroque.
Bobby pone en práctica un juego conservador, sí, pero que en realidad es una lección de defensa estratégica: ha planteado la partida para que a su rival le resulte casi imposible hacerle daño. Tiene las herramientas necesarias: una posición sólida, una capacidad de cálculo siempre imprescindible en el juego defensivo, y la tranquilidad de ir muy por delante en el marcador. Si juega a defenderse no ganará partidas, pero será casi intocable. Spassky se da cuenta. Muy a su pesar, se ve obligado a conceder un nuevo empate. Es el quinto consecutivo. El campeón nota cómo tiembla la tierra bajo sus pies. Fischer está cavando una trampa con la paciencia de un zapador; tarde o temprano, como no cambien las cosas, el suelo se hundirá bajo el campeón.
Partida número 19. Spassky continúa con la acuciante, casi desesperante sensación de que está a punto de obtener una victoria. Tras presionar muy bien a Fischer con un juego dinámico y ambicioso, el ruso llega al final con un peón de ventaja. Una vez más. Pero, también una vez más, falla en encontrar la manera de conservar ese peón, que Fischer probablemente ya había considerado vulnerable desde unas cuantas jugadas antes, porque ha dado muestras de que le había preocupado poco. Así que la ventaja se esfuma cuando Fischer captura ese peón. Para martirio de Spassky, no parece haber salida clara hacia la victoria. Firma un nuevo empate. La situación es terrible para ñel, pero, ¿qué puede hacer? No hay nada peor que empatar varias veces seguidas habiendo tenido siempre la sensación de poder ganar. Partida tras partida, Spassky está logrando ventaja en el juego. Partida tras partida, Bobby está cada vez más cerca del título.
Partida número 20. Fischer plantea otro enroque largo para, una vez más, intentar inhabilitar el ataque de Spassky. Otro planteamiento defensivo ante un hombre cuya única salvación es atacar. Fischer se sale con la suya y de nuevo consigue su objetivo: igualar las cosas. El ruso no sabe por dónde hacer mella en la defensa del americano. El juego llega a un final sin torres en el que ninguno de los dos bandos parece tener opciones claras de victoria. La final se está convirtiendo en un via crucis para el campeón, que firma el séptimo empate consecutivo. Resulta evidente que Fischer lo tiene todo bajo control.
Ya solo necesita un punto.
Partida número 21. En esta partida, Spassky necesita una victoria, sí o sí. De lo contrario, perderá su título. Fischer, que juega con negras, plantea la defensa siciliana, una de sus especialidades. Esta defensa puede conducir a un juego agresivo, algo que sobre el papel interesa a un Spassky que tiene como único imperativo el ganar. Sin embargo, en la séptima jugada, Bobby adelanta un peón que transforma la apertura haciéndola más cerrada y más propensa a un empate. El ruso se queda atónito ante ese giro táctico inesperado, y lo que se le prometía como una partida abierta y dinámica amenaza en transformarse en otro farragoso juego sin vencedor. Tampoco esta vez consigue un ataque claro. Un hipotético error o imprecisión de Fischer no llega nunca y la partida desemboca en una fase final de dudosa igualdad: Fischer tiene una torre y dos peones, frente al alfil y cuatro peones de Spassky. Además, dos de los peones de Spassky están unidos, reforzándose mutuamente, y parecen ofrecer una buena ocasión para intentar coronarlos, aunque no resulte sencillo buscar la manera de hacerlo. Una vez más, parece repetirse el síndrome de toda la segunda mitad de la final: las ventajas tácticas de Spassky parecen valer más en la teoría que en la práctica. Es como si Fischer cediera la iniciativa a sabiendas y se pusiera en desventaja a propósito, muy seguro de que esa desventaja es engañosa y —para él— fácil de neutralizar. Si Boris Spassky era hasta ahora el mejor jugador del mundo, Bobby Fischer está demostrando que ha aprendido a jugarle de tú a tú. Después de un toma y daca sin ganador claro, se llega a la jugada nº40, momento de aplazar la partida hasta el día siguiente. Spassky escribe en secreto la que será su próxima jugada, como dicta el reglamento, y la entrega al árbitro en un sobre cerrado para, con esa jugada, reanudar la partida al día siguiente.
El momento de la reanudación nunca llegará. La noche de Spassky es larga y agónica, porque sabe que, si cede ese punto, Bobby será campeón, pero al mismo tiempo contempla el tablero en busca de soluciones que no llegan, ni por parte suya, ni por parte de su equipo de ayudantes y consejeros. Está perdido. Por la mañana, el ruso telefonea al árbitro y le informa de su decisión: se rinde. Y lo hace así, a distancia. Ni siquiera se presenta a la reanudación, muy probablemente porque las autoridades soviéticas no quieren la fotografía de un Spassky derrotado posando junto al nuevo rey de los tableros. Aunque muchos aficionados creen que la rendición es prematura porque la posición es sutil, lo cierto es que la final ha terminado. Bobby Fischer acaba de convertirse en el decimoprimer campeón mundial de ajedrez. El sueño de toda su vida, al que se ha entregado desde la infancia, se ha hecho realidad. Lo celebra a su manera, refugiándose durante unos días en su hogar temporal de Isandia, disfrutando de paseos por el paisaje y del contacto con los caballos, animales con los que le gusta pasar el tiempo. Ha conseguido todo aquello por lo que siempre ha luchado.
Lo que nadie puede sospechar es que nunca volverá a jugar una sola partida en una competición oficial.
La prensa internacional, y la occidental sobre todo, se vuelve loca con la noticia. La Unión Soviética acaba de recibir un duro golpe en lo que era uno de sus mayores motivos de orgullo y autoestima nacional. Esta final le ha dado un giro inesperado a la Guerra Fría, con una victoria propagandística que ha venido del resorte más insospechado en los EE.UU: un tablero de ajedrez. De hecho, cuando el pobre Boris Spassky vuela a la URSS, encuentra una fría acogida: no hay comité de bienvenida en el aeropuerto, no hay peces gordos para consolarlo o felicitarlo por la dignidad que ha mostrado en la lucha. Y eso que Fischer ha dicho, al terminar la final, que Spassky es el rival más duro que ha tenido jamás. De poco servirá. El ahora ex-campeón empezará a tener serias dificultades con su carrera. Durante un tiempo, las autoridades comunistas le impedirán participar en torneos internacionales, hasta que Spassky se reivindique ganando el dificilísimo campeonato de la URSS, lo cual hace ridícula su forzada ausencia de la competición mundial. Ahora, para el Kremlin, Spassky es el hombre que perdió con Fischer, el campeón que no quiso plegarse a las exigencias del régimen. Ya no es bien visto. Y eso que Boris Spassky no es un opositor político, ni mucho menos. Como decíamos, Spassky no es comunista, y desde luego tampoco ha sido un campeón dócil para el Kremlin, pero no es un disidente. Él quiere seguir viviendo en su país. Es feliz en la URSS. Sin embargo, las cosas se le pondrán cada vez más difíciles allí. Maltratado por las autoridades, uno de los campeones más nobles que haya tenido cualquier deporte terminará, muy a su pesar, en el exilio. Harto de que le sigan haciendo la vida imposible, se marchará a vivir a Francia en 1976. Poco después se nacionalizará francés para poder seguir compitiendo. Pero ya nunca será el mismo jugador que fue, entre otras cosas porque se negará a seguir entregándose por completo al ajedrez. Quiere hacer otras cosas, practicar otros deportes, vivir su vida. El match con Fischer no solamente le ha quemado, sino que le ha enseñado que hay, como debe ser, mucha vida más allá de los tableros.
Fischer, por el contrario, es recibido en su país como un héroe nacional. Ha obtenido una victoria para su país y para Occidente en bloque, una victoria de la clase que ningún otro individuo ha logrado. Porque las demás victorias estadounidenses, como la carrera espacial, han sido producto de un trabajo conjunto. Y Bobby ha vencido a los rusos, pero lo ha hecho él solo, a su manera, sin ayuda de nadie. En Nueva York, su ciudad, se le ofrece un recibimiento propio de los titanes de la astronáutica. Es como si hubiese pisado la luna o hubiese viajado a Marte. Su hazaña ha adquirido una dimensión gigantesca a ojos del público. Incluso se decreta una fecha que se convertirá en el «Día de Bobby Fischer».
Los políticos se matan por hacerse fotografías con él, se le invita a los programas de TV de más audiencia, las empresas le tientan con suculentos contratos publicitarios (los rechazará todos) y la federación estadounidense de ajedrez registrará un récord absoluto de inscripciones. Bobby Fischer es ahora una figura de primera magnitud internacional, probablemente el hombre más famoso del mundo durante ese año 1972. Aunque a él poco parece importarle todo eso. En la cena honorífica por su triunfo, como de costumbre, declina beber ni siquiera una copa de vino. Es más, se aísla del resto de comensales y se sumerge en su pequeño tablero de ajedrez portátil, imagen insólita que registrarán las cámaras de seguridad del recinto. Es el hombre que lo ha ganado todo, pero que no ha cambiado mucho desde el colegio. Se pronuncian discursos en su honor, y él no está atendiendo. Está jugando al ajedrez. Contra sí mismo. No se lo volverá a ver en un torneo oficial.
Veintidós meses después, Bobby Fischer será despojado del título mundial por no presentarse a jugar la siguiente final contra el nuevo aspirante, el joven ruso Anatoly Kárpov. El gran público no volverá a saber de Fischer durante veinte años. Será el inicio de una etapa enigmática y fascinante que terminará de contribuir a convertirlo en leyenda. Durante esa etapa, casi nadie sabe dónde está, qué hace, o si alguna vez volverá a jugar para reclamar su corona. Bobby Fischer se convertirá en un fantasma, en una figura casi mitológica, como el Yeti o el monstruo del lago Ness. De no haber reaparecido en 1992 —para desgracia de su leyenda y, sobre todo, para desgracia personal suya—, estaríamos hablando quizá de una figura enigmática comparable a personajes de la Antigüedad clásica o del viejo Egipto. Bobby Fischer, el campeón que se esfumó entre las sombras. Visto lo visto, ojalá la historia hubiese quedado así. Pero ya hablaremos de eso en otra ocasión. Por ahora dejemos a Bobby como campeón, lo que nunca debió dejar de ser en nuestro recuerdo.
Excelente análisis del Match del siglo 1972.
Fischer hizo lo que quiso con Boris,demostró que era invensible ,fue tan grande que no quiso ni perder ni ganar
Gran historia…pero muy triste a la vez.
Habrá que esperar otra semanita para ver cómo sigue. Una serie de artículos excelente!
Yendo ya por no sé qué párrafo y qué se yo cuántas entregas, me he dado cuenta de repente que, efectivamente, estaba leyendo ya varios párrafos de varias entregas, y sobre ajedrez. Dado que solo soy un entusiasta ocasional de este deporte, y que hasta podría decir con la ligereza de un cualquiera que leer sobre ajedrez sería, en la mayor parte de los casos, aburrido, me sentí casi obligado a tratar de hacerle llegar al redactor mi felicitación por el brillante relato: gracias a el recorro la carrera de Fischer con la misma atención cual si fuera una buena novela. Brillante trabajo.
Excelente y cautivando relato. Atrapante e igualmente triste por la actitud de un Fisher insuperable pero demasiado enigmático.
Pingback: Leontxo García: «Bobby Fischer era una persona muy culta, pero fue influido negativamente por antiguos nazis cuya compañía frecuentó»
Articulo muy interesante. Gracias por publicar. Hay situaciones que se crearon que nunca obtendremos una respuesta, pero si humildemente doy mi opinion: La sexta partida de Bobby fue magistral. La segunda partida, y el error que le cuesta la partida, hay quienes piensan no fue error, fue intencional, con la finalidad de retirarse y crear la gran expectativa que logro al hacerlo. Hubo gente que pensaba : Bobby tuvo miedo y se retiro, no tenian en cuenta que ya en el pasado lo habia hecho muchas veces, como todos los ajedrecistas reconocen, Bobby estaba 15 años adelantado a su epoca, era invencible en ese momento. Con dos puntos en contra volvio y le dio la vuelta al campeonato, eso no lo hubiera hecho nadie. Barrio con todos los candidatos, los dejo sin ninguna opcion. Como el mismo dijo: Petrosian hizo lo que pudo. El sostenia que cuando un jugador salia a hacer tablas era muy dificil ganarle, y afirmaba que eso le hacian a el los jugadores rusos, la seguidilla de tablas que hizo fue para demostrar lo que sostenia. El le hubiera ganado facilmente al gran Karpov. Spassky vencio a Karpov, cuando Karpov era campeon del mundo, y Spassky no pudo hacer nada contra Fisher. La gran admiracion que los jugadores sentian por Bobby lo ayudaba a vencer a sus rivales, es dificil jugar comodamente contra alguien a quien consideras superior a ti.