Sus amigos recuerdan con humor que el montañero era él. El camino de Rosa Fernández Rubio (Parada la Vieja [Asturias], 1960) hacia el Himalaya, los Andes, la Antártida o convertirse en la primera española en culminar las Siete Cumbres —la más alta de cada continente— empezó en los montes asturianos en los que primero fue pastora, y que después comenzó a recorrer de la mano de un marido senderista. Nada, ni siquiera un cáncer de mama o una hepatitis autoinmune, ha mitigado después la voracidad aventurera de esta mujer menuda, de cuyas capacidades los primeros patrocinadores desconfiaban. Forma parte Fernández de la estirpe del alpinista británico Geoffrey Winthrop-Young, coetáneo y amigo de George Mallory, que continuó haciendo ascensiones en los Alpes después de perder una pierna en la primera guerra mundial. Poeta también, Young escribió estos versos con los que nuestra entrevistada, con la que conversamos en la pastelería que regenta su hermana en Oviedo, seguramente se identifique: «No he perdido la magia de los largos días:/ vivo en ellos, todavía sueño con ellos./ Aún soy bajo las estrellas el dueño de los caminos,/ el hombre libre de las colinas./ Con mi reloj de cristal hecho añicos, diluida ya la arena,/ me resisto en las alturas, me resisto en las alturas que conquisté».
Rosa: naces en Parada la Vieja, un pueblecito de Cangas del Narcea, en 1960. Tu primer contacto con la montaña es a través de tus abuelos, a los que ayudas a cuidar el ganado, ¿verdad?
Me crie en la Braña. Mi infancia fue la de una niña solitaria que vivía con sus abuelos. Nadie hubiera apostado un céntimo por que el eje de mi vida fuera a girar en torno al deporte, y muchísimo menos por que fuese a acabar cruzando el mundo decenas de veces en busca de retos deportivos (risas).
La mirada tradicional de las gentes del campo a la montaña es eminentemente utilitarista: se sube a las montañas para ver mejor al rebaño desde arriba, etcétera.
Para mí la montaña era una forma de vida, sí. Allá estaban los animales: los caballos, las vacas, los perros… Mi trabajo era llevarle la comida al perro. No sé si serían tres kilómetros, pero a mí me parecía muchísimo. La montaña como deporte empiezo a verla a los diecinueve años. Conozco a mi marido, con el que me caso muy joven y tengo una hija, y, con él, vuelvo a la montaña, pero ya de otra forma. Un sitio para el recreo, para pasarlo bien, para escalar…
¿Salís con algún grupo?
Vamos por nuestra cuenta, con amigos que vamos haciendo. Nuestros amigos siempre nos dicen: «¡El montañero era él, no ella!» (risas). Y es verdad, aunque yo tenía algo de alguna forma innato. A mí aquello se me daba muy bien; no se me ponía nada por delante: lo típico de que nunca te quedas atrás, que no tienen que esperarte, que eres autosuficiente…
Tus primeros pinitos como escaladora los haces en los Picos de Europa.
Recuerdo la primera vez que subí a la Torre de Santa María. Me enamoró. Conocí a otro amigo de Pola de Siero, Pini, que era incansable como yo y con el que me encantaba salir: podíamos ir, hacernos diez cumbres seguidas, volver a casa y estar pensando ya en el día siguiente.
José Manuel Piniella, un grande. Conozco sus aventuras: yo salí algo con el Grupo de Montaña Picu Fariu de Pola de Siero, que él lidera todavía.
Lo pasábamos súper bien.
¿Cuándo sales por primera vez de la Cordillera Cantábrica?
Empezamos a ir a Pirineos, luego al Mont Blanc, el Cervino… Montañas ya más comprometidas. Allí ya me enganché del todo, pero no se me pasaba por la cabeza hacer ochomiles. ¿Ochomiles? En mi vida, nunca.
¿Cómo es el aprendizaje de la escalada, de sus técnicas?
Ves a los otros, haces también un curso de escalada para saber cómo utilizar las cuerdas, asegurarte… Peldaño a peldaño.
En 1997, escalas tu primer ochomil: el Gasherbrum II. Has contado alguna vez que un grupo de montañeros necesitaba una mujer para conseguir patrocinios con más facilidad.
Era un grupo que había hecho una expedición a otro ochomil y quería volver a Pakistán, al Gasherbrum II, pero no tenía dinero. En aquella época, años noventa, una mujer en el Himalaya llamaba la atención de cara a la prensa, y pensaron que, si llevaban a una, lo iban a tener más fácil. Empezaron a pensar quién los podía acompañar y aparecí yo.
¿Eran amigos tuyos?
Conocía a Eloy [Sánchez], de la tienda Oxígeno, pero al resto no. Otro de ellos, Andrés [Ruiz], era el primer asturiano que había subido un ochomil. Pero no; no eran amigos de salir con ellos todos los días. Sin embargo, tardé segundos en decir que sí. Era la aventura de mi vida. Iba nada más que con la experiencia de los Alpes, pero recuerdo que, como no los conocía mucho, no me atrevía a preguntarles muchas cosas. Me decía: «¡A ver si les voy a preguntar mucho y piensan que a ver a quién hemos llevado!». Pensé: «Bueno, haré lo que hagan ellos. Ver, escuchar y aprender». Y así conseguimos ponernos tres en la cumbre: Silvino [Falcón], Kiko [Ruiz de la Peña] y yo.
¿Cómo es ese salto al Himalaya? ¿Es una mera cuestión de incremento cuantitativo de la dificultad, o son montañas cualitativamente distintas a las que tú conocías?
Son montañas que lo más diferente que tienen es el tiempo que tienes que pasarte fuera de casa. Y bueno, sí, el riesgo se multiplica. Yo a veces, cuando salgo de casa, digo: «No sé si voy a volver, pero no preocuparos, porque es la realidad». Vas a un campo base y sabes que, de todas las personas que estáis allí, alguien se va a quedar en la montaña. Es duro, pero es así. Es algo con lo que tienes que contar.
¿Has visto morir a compañeros?
Por suerte, no tuve nunca que presenciar un accidente mortal, de alguien cayéndose. Pero sí que, escalando por ejemplo el Everest por la cara norte, tienes que pasar por encima del cadáver de otra persona. Siempre digo que este es el único deporte en el que tienes que ser capaz de pasar por encima del cadáver de un compañero, y seguir escalando. Aprendemos a convivir con esos riesgos y con la muerte. Si, antes de salir de casa, empezases a pensar en las cosas que te pueden pasar, te darías la vuelta; encontrarías mil disculpas para no irte.
En el Everest hay cadáveres famosos: Green Boots, La Bella Durmiente… Se les ponen estos nombres. Y se sabe que, al pasar a su lado, se está a tal o cual distancia de la cumbre.
Cuando fuimos a la cara norte, Dawa [Tseiri], mi sherpa, que había estado algo así como dos años antes en el Everest, me fue diciendo dónde me iba a encontrar los cadáveres. Te los vas encontrando, sí. Y vas preparado. Pero recuerdo que, cuando bajamos de la cumbre, en el segundo escalón, había un cadáver con —me acuerdo como si fuera ayer— una chaqueta roja. Me llevé un susto tremendo, porque pensé que había sido en el momento, hasta que Dawa me dijo: «Vete tranquila, que es antiguo».
He leído que hay gente que arranca trocitos de la ropa de estos cadáveres a modo de recuerdo.
¿Sí? ¡Uf! Qué horror. Yo eso no lo he visto, pero en 2015 apareció la cabeza guillotinada de un alpinista, y hubo otros que, en el campo base, grabaron un vídeo y lo colgaron en redes sociales. Me parece de lo más macabro. Simplemente por respeto a la familia, porque se le reconoce. Al estar metidos en el hielo, es como cuando metes carne o un pescado en el congelador. Te das cuenta perfectamente de quién es.
Vamos a hablar de cosas más divertidas. Por ejemplo, el nombre de aquella expedición al Gasherbrum II.
«Siete cardos y una rosa» (risas). A mí me gusta mucho subir al Naranco con la bici, y vas viendo a los abuelos que suben caminando todos los días. Yo, a veces, llegaba en bici cuando ellos estaban arriba, donde el cristo, y me decían: «¡Ah, menos mal que aparece una flor, que aquí no hay más que cardos!» (risas). Aquel nombre fue cosa de los chicos, pero creo que era bonito.
Sigues haciendo ochomiles. En 1999, te retiras con congelaciones del Shisha Pangma, tras conquistar una de sus cumbres secundarias.
A veces pensamos que subimos un ochomil y ya sabemos subirlos todos, o que ya controlamos. Pero yo, después del Gasherbrum II, seguía sin tener experiencia. Aunque hayas escalado un ochomil, te sigue faltando. El caso fue que a la cumbre del Gasherbrum II, Kiko llegó en mallas, con una chaqueta de goretex, mientras nosotros estábamos ahí con el forro de plumas, las manoplas de plumas… Esa foto nunca la hicimos pública porque era un poco así, él tan descamisado y nosotros tan abrigados. Total, que, cuando nos fuimos al Shisha, pensamos que podíamos ahorrar algo de peso. Escalábamos por nuestra cuenta, sin porteadores, ni sherpas de altura, ni nada. Y decidimos ahorrarnos el saco: como somos muy fuertes, no lo vamos a necesitar. Si salía bien, bien, y si no, para casa. Teníamos una funda polar, pero no es como estar calentitos en el saco, dentro de una tienda.
Se mascaba la tragedia.
Nos metimos todos en una tienda, sentados, para ahorrar también en eso. Y echamos a suertes a quién le tocaba salir primero para ponerse crampones. Tienes que ponértelos fuera, para no destrozar la tienda. Y tuve la mala suerte de que me tocó salir la primera. Bueno, total, que, cuando ya estábamos preparados para la cumbre, caminaríamos como trescientos metros y yo ya noté que no sentía los pies. Quería doblar los dedos y los tenía como hinchados. No era capaz. Hubo que dar la vuelta y tuve la grandísima suerte de que Kiko dijo: «Me doy la vuelta contigo, no te des la vuelta sola, por si acaso». Cuando llegué a la tienda y quería abrir la cremallera, no podía. Tenía las manos agarrotadas, no era capaz de hacer nada. Total, que entro a la tienda, me quito las botas, los calcetines, y veo que tengo los dedos negros. Kiko se me queda mirando y dice: «¿No será sucio?» (risas). La verdad es que no nos lavábamos, porque había que gastar gas para hacer agua, y una expedición con muy pocos recursos como la nuestra no podía gastarla en eso. Pero no era sucio, eran congelaciones. Nos dimos la vuelta, y aprendí que hay que subir a los campos de altura con equipo.
¿Conservaste los dedos?
Me trataron en el hospital de Gijón y me los recuperaron, aunque siempre noto más frío en ese pie derecho.
En el Shisha Pangma, también sufrirás un edema pulmonar en 2013. No has llegado a coronar ese pico, ¿verdad?
Ese año no pensaba marchar, pero al final decidí irme. Iba un grupo de gente que conocía; un grupo fuerte. ¿Qué pasó? Que ellos venían de escalar otro ochomil, y venían ya aclimatados, pero yo no; yo venía de Oviedo, que está, obviamente, muy abajo. Además, querían subir rápido. Iba un sherpa, Dawa [Chhang], que terminaba allí los catorce ochomiles. Cuando llegamos al campo base, que está a cinco mil metros, yo ya noté un frío que no era normal. Y en el campo dos, noté que me hinchaba. Se nota rápido. Empiezas a notar que doblas mal las manos, que tienes la cara hinchada… Tuve, sí, principios de edema. Pero me salvé porque me bajé y me vine para casa.
Por lo que veo, no eres de las que se obstina en seguir cuando se topa con problemas graves.
Siempre he ido sola —bueno, con Dawa— y tengo claro que, si no bajo yo, no me van a bajar. Si tienes un equipo fuerte detrás, puedes arriesgar más, porque sabes que te van a sacar. Yo me digo: «Sí, puedo subir, pero lo más fácil es que no baje».
¿Siempre has ido al Himalaya con el mismo sherpa?
Con Dawa, sí. Siempre con él hasta el Kanchenjunga en 2011, en que la expedición la organizaba otra agencia con la que no trabajaba Dawa. Fue la primera vez que cambié de sherpa.
¿Cómo diste con él?
Eloy y Kiko me lo recomendaron. Me dijeron que era supertécnico, una gran persona, muy cariñoso; que iba a ser como mi padre, como mi hermano; que me iba a tratar de lujo. Y así fue. Conozco a toda su familia: sus niños, la hija, la mujer…
Nepalí, ¿no?
Sí. Él era del valle del Khumbu, pero vivía ya en Katmandú cuando lo conocí. Digo «era» porque se lo llevó un cáncer fulminante en 2018, pobrecito.
La relación con él, ¿era de igual a igual? En el trato general de los alpinistas occidentales con los sherpas no deja de haber un componente, digamos, colonial.
Sí que había expediciones comerciales —comerciales entre comillas, porque, bueno, eran comerciales, pero no las comerciales de ahora— que los trataban como peones: mandarlos a hacer porteos a los campos de altura, a montar las tiendas… Pero Dawa y yo, no. Con Dawa era: «¿Mañana vamos al Campo 1?». E íbamos los dos. Él, por supuesto, llevaba más peso que yo, porque era mucho más fuerte. Pero éramos dos compañeros de escalada; con él era igual que cuando salgo aquí a escalar con una amiga o un amigo.
Hablabais en inglés, supongo, ¿no?
Sí, bueno, en mi inglés simpatiquísimo (risas). La primera vez que fui al Everest, mi familia decía: «¡Pero cómo se va a marchar sola, si no sabe inglés!». Dawa siempre se acordaba de que yo solo sabía decir «tengo hambre», «tengo sed» y «estoy cansada». En dos meses con él, algo ya aprendí. Pasamos mucho tiempo juntos, y él me iba repitiendo las cosas, aunque su inglés era más bien un nepalinglish. Pasaron tres o cuatro años, y un día dije: «Bah, voy a dar clases de inglés». Acudí al profesor que le daba clases a mi hija cuando era pequeña. Fui un día y al siguiente me dijo: «¡Me agobias!». Le digo: «¿Cómo te voy a agobiar, si la que estoy aprendiendo soy yo?». Y me dice: «¿Tú allí te entiendes?». Le digo: «Hablo perfectamente con los sherpas, puedo tener una conversación bastante fluida». Me contesta: «¡Pues hablas cualquier cosa menos inglés!» (risas). Dejé las clases. Más tarde me apunté a un curso online. Pero bueno, con los sherpas, bien. Puedo entenderme.
En otras ocasiones, caso del Dhaulagiri en 2000, te retiras debido a la meteorología.
Aquel año estábamos muy pocos: entre unos suizos, unos alemanes y nosotros, igual éramos doce personas en el campo base, nada comparado con la gente que va ahora. Y el día de la cumbre había muchísima nieve, y llegó un momento en el que era imposible seguir. Si la nieve está bien y puedes caminar por encima, no hay problema, pero cuando tienes que ir abriendo huella, y más yo, que soy pequeñita… Físicamente no dábamos.
¿Es muy duro tomar esa decisión de darse la vuelta porque te han derrotado los elementos?
Sí, porque te ves cerca. Estábamos muy arriba, ya embocando el corredorcito que va a la cumbre. Pero tienes que pensar que la cumbre no está arriba, sino abajo. Yo en esto soy como Carlos [Soria]: tienes que arriesgar, por supuesto, porque si no arriesgas no lo vas a conseguir, pero también saber hasta dónde puedes arriesgar.
Pronto empiezas a pensar en el Everest. Lo complicado es conseguir el dinero. ¿Cómo es ese proceso de búsqueda de patrocinadores?
Muy malo. Lo peor. Yo cogía las Páginas Amarillas y me ponía a llamar a empresas. A todas les parecía que sí, que bueno, que parecía interesante, la primera asturiana, pero me doy cuenta de que, cuando llegaba, me veían tan pequeñina que se decían: «Va a ser que esta no va a subir al Everest». Un paisano más fuerte, más grande, tenía más posibilidades. No había manera, y a los tres meses de irme, todavía no tenía el dinero. Recurrí a mi padre, pero me dijo que para cualquier cosa menos para eso. Nos costó un enfado de meses. Me decía: «No puedo entender que dejes a tu familia, que arriesgues tu vida y que encima te gastes un dinero que no tienes». Desde su punto de vista, había que entenderlo.
Nunca aceptó que fueras alpinista, ¿verdad?
Nunca. Jamás me dio la enhorabuena por haber subido a algún sitio.
Siempre se pregunta a las alpinistas mujeres cómo compaginan el alpinismo y la familia, la crianza… A un hombre, nunca se le hace esa pregunta.
Para mí compaginar fue sencillo, porque mi hija ya tenía dieciocho años y se fue a estudiar fuera. Era diferente que si tienes un bebé, que, claro, no te puedes marchar dos meses de casa.
Pero hay hombres que lo hacen.
Sí, claro. Saben que va a quedar la mamá cuidando del niño. Por eso también era más difícil, en aquel momento, encontrar mujeres en la montaña.
¿Consigues finalmente la financiación para irte al Everest?
La consigo gracias a mi abuela. Le pedí el dinero a ella. Para mí, era como mi madre, porque me crie con ella. Me decía: «Me da mucha pena, porque vas a tener que dormir debajo de las estrellas, sin casa…». Conocía la realidad de lo que era el monte: las tormentas, la nieve… Donde yo me crie, caían unas nevadas que teníamos nieve tres meses. De hecho, yo nací en enero y hasta el 23 de febrero no me registraron. Y mi abuela se decía: «Madre, si a dos mil metros es así, ¿cómo será a…?». Pero me dio el dinero.
¿Tu abuela entendía tu afición mejor que tu padre?
Sí, sí, la entendía mejor. Con ser una persona mayor y de otra generación, me entendía mucho mejor.
Te vas al Everest. Pero no lo coronas.
Aquella fue una expedición durísima. Aposté muy alto. Quería subir sin oxígeno. Era el cincuenta aniversario y quería subir de las primeras.
¿De la expedición de Hillary y Norgay?
Sí, de la primera ascensión. Hicimos un primer intento y llegamos a ocho mil seiscientos, pero nos tuvimos que dar la vuelta, porque el tiempo empeoraba. Yo no quería volver. Le decía a Dawa: «¡Estamos muy altos, podemos llegar!». Pero Dawa me decía: «Es muy fácil que llegues, pero también que no vuelvas». Nos bajamos. Pero llegamos al Collado Sur, que está como a ocho mil metros, y recuerdo que había varias expediciones grandes y que tenían las botellas de oxígeno apiladas en triángulos, como montañas. Tengo las fotos por casa. Yo le digo a Dawa: «Dawa, ¿con oxígeno crees que podemos subir?». Y me dice: «Con oxígeno, sí». Entonces le digo: «Pues quiero subir con oxígeno. No quiero volverme a casa sin la cumbre». Intentamos que las expediciones que habían llegado ese día al Collado Sur nos vendieran dos botellas de oxígeno. Imposible. Nadie. Llegué a decirle a Dawa de coger dos botellas por ahí y pedirle máscaras a quien fuera, pero me dijo: «Eso no se puede hacer». Las reglas de la montaña hay que respetarlas, y nos bajamos. Nos bajamos a un campo avanzado en el que ya había cocinero, en lo que llaman el Valle del Silencio, al pie de la pared del Lhotse. Dawa me dijo: «Para que no desgastes tanto, bajo yo al Campo Base, me encargo de comprar las botellas, las subo y así descansas un día y ya después vamos otra vez para arriba». Lo hicimos así. Pero al día siguiente, cuando nos ponemos a subir por la pared del Lhotse, vemos a un sherpa jovencito con el que habíamos estado muchas veces con edema. Teníamos que ponerle oxígeno; no íbamos a dejarle que se muriera. Así que le pusimos una de las botellas al sherpa. Llamamos al cocinero y salieron a buscarle diciéndonos que no nos preocupáramos, que siguiéramos subiendo, que ya lo atendían. Hablaron con su jefe y nos dijeron que nos dejaban oxígeno en el Collado Sur. Pero cuando llegamos al Collado Sur, vemos que, efectivamente, al lado de la tienda que habíamos dejado arriba había una botella de oxígeno, pero una como las del hospital. Digo: «Dawa, ¿cómo voy a subir con eso en la espalda? ¡Es imposible!». No sé lo que pesaría, pero igual diez kilos.
Y entonces, ¿os dais la vuelta?
Dawa me dijo: «Mira, hacemos una cosa: la utilizamos para descansar y nos vamos a la cumbre». Así lo hicimos. Me puse el oxígeno de la botella aquella para descansar y a las doce y media de la noche o así, cuando salía la gente, salimos. Pero empecé a ver que me adelantaban, que iba cada vez más despacio. Teníamos una botella de oxígeno, pero, si la gastaba muy arriba, igual la liaba.
¿A qué altura estabais?
A ocho mil doscientos o así. No podía. Y me volví. Volví contenta, porque en una semana había hecho, como quien dice, dos ochomiles: había subido a ocho mil seiscientos y, en la misma semana, otra vez a ocho mil doscientos. Pero cuando llegué a Asturias, me dijeron: «Qué pena, este año no hiciste nada». Me quedé… ¡En mi vida me había esforzado tanto! Para mí era lo más.
A la cumbre del Everest te llevará finalmente una cena subasta.
Tuve la suerte de tener buenos amigos deportistas. Contándoselo a Chechu Rubiera, a Manuel Busto…, me dijeron: «Jolín, Rosa, tienes que volver. Hay que hacer lo que sea, pero tienes que volver». E hicimos la cena subasta con material deportivo de todos ellos, de futbolistas, de Fernando Alonso, de Enrique Mejuto, el árbitro… Todos se sumaron para que pudiera volver al Everest y así fue como volví en 2005. Todo lo que yo había soñado en 2003 se cumplió en 2005. Subí por la norte sola con Dawa e hicimos la primera cumbre de aquel año. Fue la bomba, una pasada. Realmente, cuando no llegas a la cumbre es cuando más aprendes, porque es cuando lo valoras todo y te das cuenta de en qué fallaste, de por qué esto salió mal, de cómo lo puedes hacer mejor…
¿Cuáles son las sensaciones allá arriba? ¿Hay tiempo para entregarse a un sentimiento, digamos, poético de la montaña? ¿O en la cabeza del himalayista solo hay hueco para el desafío deportivo, para el esfuerzo competitivo?
No, no, yo no soy nada competitiva. Me gusta ir a la montaña a disfrutarla. Cada uno hace montaña de una forma. Si mañana vamos dos a Ubiña y luego nos haces una entrevista a los dos, seguro que te contamos cosas diferentes. Yo estoy enamorada de la montaña. Me encanta. Lo que hago me apasiona. A veces me dice mi marido: «Te vas a Peña Santa, pero ya estuviste la semana pasada, ¿cómo tienes ganas de volver otra vez?». Le respondo: «¡Es que es diferente!». Voy a ir con gente distinta, el tiempo va a ser distinto, me voy a encontrar otras cosas… Siempre hay algo nuevo, cosas chulas nuevas que te emocionen.
En los últimos años, asistimos al auge de formas cronometradas de montañismo: una proliferación de maratones de montaña o la búsqueda de récords en el subir y bajar montañas emblemáticas lo más rápido posible. Escuché una vez a los hermanos Pou en la Semana Internacional de Montaña de Gijón que el cronómetro nunca formó parte de la mochila de un montañero. ¿Estás de acuerdo?
Las carreras están muy de moda y creo que lo están porque dejan mucho dinero; es un negocio bárbaro para las marcas y las empresas. Hay carreras de montaña, carreras de esquí, también esos retos de rapidez… Pero sí: yo creo que la gente a la que nos gusta escalar y la montaña, el cronómetro lo dejamos en casa.
En Yosemite y así ya hay quien hace el descenso en wingsuit, este traje de alas de seda, para reducir más aún los tiempos.
Conozco a Carlos Suárez, que lo hace, pero, uf, eso ya es demasiado para mí. Sí que hice parapente, y me gustaba mucho volar.
Nos hemos adelantado a otro de tus grandes retos: aprender a andar en bicicleta.
Mi marido y yo tenemos una tienda de bicis, y un día leí un artículo de un chico de Gijón que había recorrido en bici el Himalaya, pasando por el campo del Everest. Me dije: «Esta es la mía, pero no voy a decirle nada ni a Javier; me voy a callar». Empecé a hablar con las casas que nos servían y a contarles: «Mirad, tengo este proyecto; ninguna mujer ha cruzado el Himalaya en bici pasando por el campo base del Everest». Les pareció interesantísimo. Y entonces ya tuve que comentarlo en casa. El problema era que no sabía andar en bici.
Importante.
Tenía que aprender a andar en bici como fuera. Salía de Oviedo hacia la zona de San Claudio, pero iba con mucho miedo. Mi marido me propuso entonces ir a la playa de Xagó. No era verano, no iba nadie, y allí me atrevía, porque, si me caía, caía en arena. Me subía en la bici y me ponía a pedalear, pero luego no me atrevía a bajarme. Fue horrible. Por otro lado, sola al Tíbet no me iba a ir; había que ir mínimo tres personas. Al final fuimos cuatro contándome a mí. Uno, Joaco, hacía montaña conmigo; los otros dos eran solo de bici. Empezamos a entrenar juntos, pero yo hacía más kilómetros corriendo con la bici en la mano que encima de ella, incluso bajando L’Angliru, aunque fuera pista. Era miedica, no: súper miedica. Pero me decía: «Yo, como sea, aprendo». De los cuatro que fuimos, solo dos conseguimos acabar esos mil y pico kilómetros que separan Lhasa de Katmandú. Y yo fue la primera vez que vi el Everest, la cara norte además, que no sabía que era por la que iba a terminar subiendo.
Entre 2006 y 2007, completas el Proyecto 7 Cumbres: coronar la más alta de cada continente. Hay una que me despierta mucha curiosidad: el Vinson, en la Antártida.
La Antártida te emociona. Llegas y lloras. Es como trasladarte a otro mundo totalmente diferente; a una zona que es como deberían ser todas las montañas: un sitio en el que no ves basura por ningún lado. Está todo súper controlado; cada hora tienes que estar llamando por radio para decir dónde estás. Se cuida todo con un mimo que se tendría que trasladar a la alta montaña del resto del planeta. Y es muy emocionante, porque también hay muy poca gente: masificación cero. Y vivir en la base es muy especial.
¿Es un pico difícil?
No, dificultad no tiene. Lo que tiene es mucho frío: tienes que ir equipado como para hacer una cumbre de ocho mil metros. Cuando se quita el sol, te mueres de frío; todo se congela y el interior de la tienda se vuelve escarcha pura. Es como estar dentro de un congelador, y hay que llevar una cosita de plástico para recoger todo ese hielo antes de que amanezca, pegue el sol y se te inunde la tienda. Fue una cosa que me llamó mucho la atención.
Y ¿qué tal la Pirámide de Carstensz? Lo complicado en este caso es aproximarse, debido a su ubicación remota, ¿no?
Es muy aislada, y cuando yo fui, llevaba unos cuantos años cerrada. No se podía ir. Ahí sí que fue como una lotería. En el McKinley, en junio, me encontré a un chico al que había encontrado en el Aconcagua en enero. Yo subía cuando él bajaba y en esto que oigo que me llaman: «¡Rosa!». Yo, flipando. ¡Estoy en Alaska! ¿Quién me puede conocer aquí? Iba con un chico mexicano, y ambos iban a irse a la Pirámide de Carstensz, donde habían estado un año antes y se habían gastado un dineral, pero al final no habían conseguido el acceso. Esta vez tenían un contacto y creían que sí sería fácil. Le dije: «Por favor, déjame el teléfono y, cuando llegue a Anchorage, yo te llamo. Y solicítame el permiso. Di que va una persona española». Pues bueno, bajé del Vinson, llamé a casa, a mi marido, y le dije: «Voy a pagar el permiso para Carstensz». «¡¿Cómo que vas a pedir el permiso, si no tienes dinero!?». «Ya, pero si no pago el permiso, me quedo sin ir». Me dijo: «¡Estás loca!». Pero le dije: «Mira, yo saco el permiso, y los miles de dólares ya aparecerán como sea». Además, coincidía que otras dos españolas querían hacer las 7 Cumbres, así que no podía, ni darle mucha publicidad al asunto, ni dormirme, porque, si no, me las iban a pisar. Total, que quedé con este chico, hicimos la foto, todos los papeles y sacamos el permiso.
¿Cómo aparecieron los dólares?
Vendí todas las imágenes de 7 Cumbres a una productora. No me atrevía a pedir más dinero a los patrocinadores, porque el Vinson era un pastón también. Lo hice mal, porque no les gustó; me dijeron que podían haberme ayudado. Pero a mí me daba cosa pedirles más.
Y te vas a Nueva Guinea.
A Manado, donde estaba la persona que nos iba a llevar a la pirámide; la que tenía que ir poniendo dólares bajo manga para pasar por todos los puestos de control hasta llegar a ella. Tuvimos que esperar una semana para poder volar al campo base en un helicóptero de esos grandes del Ejército, que meten miedo.
Es una montaña bonita, ¿verdad?
Es preciosa, me recordó mucho a Peña Santa. Es de roca caliza, además; tienes que escalar con guantes de piel.
He visto fotos, y es cierto que se parece mucho a Peña Santa.
El único inconveniente es que llueve todos, todos, todos los días. Pero todos, ¿eh? No hubo ningún día que no cayera una tormenta. ¿Qué hicimos? Escalar de noche. Íbamos cuatro: este chico mexicano, su padre y un guía. Su padre iba con el guía, y el chavalito, conmigo. Hicimos dos cordadas. La nuestra fue la primera. El guía decía: «¡Parece que vives en esta montaña, es como si la conocieras!». Y le explicaba que estoy acostumbrada a a escalar en Picos de Europa, y que para mí es muy fácil leer la montaña y ver por dónde va la ruta. Pues bueno, llegamos a la cumbre, y yo dije: «Va a llover seguro». Decidí bajar sola. El chavalín ya se quedó con su padre y el guía, y yo tiré para abajo volando, destrepando, rapelando en un par de sitios. Fue llegar a la base de la montaña y empezar a llover. Abajo estaba el personaje este, que me recibió con grandes aplausos: «¡Madre mía, pero cómo bajaste sola!».
Te conviertes en la primera española en coronar las 7 Cumbres. ¿Te hicieron mucha fiesta?
Me empezaron a conocer fuera de Asturias; a llamarme para conferencias y tal. También me dio la oportunidad de volver al Himalaya: si no fuera por esto, creo que no hubiera conseguido patrocinios. De haber sido vasca o catalana, lo hubiera tenido mucho más fácil, estoy segura, pero al ser asturiana… Fue 7 Cumbres lo que posibilitó que empezara a tenerlo. Me dieron la medalla del Consejo Superior de Deportes por ser la primera española, y empezaron a aparecer patrocinadores. Volví al Lhotse, porque comparte ruta con el Everest, y como lo había pasado tan mal, me dije: «Voy a reconciliarme con la cara sur». Fue una experiencia súper chula. Hasta nos saltamos un campamento que hay en medio; era un año en el que estaba muy fuerte. Cuando volví a casa, empecé a soñar a lo grande: «¡Los catorce!». Era el año 2008, 2009, y todavía había patrocinadores; no había venido el bajón que vino después.
La crisis.
Eso es.
Ahora, ¿ya no tienes dificultades para conseguir patrocinadores por ser mujer?
Sigo teniéndolas. Siempre tengo muchísimas ideas y ganas de hacer cosas con las chicas del club, pero es complicadísimo. Lo es hasta que llegas a la base de la montaña. Cuando estás allí, igualdad absoluta, porque la montaña nos va a tratar igual a ti y a mí; todo va a depender de lo que hagas, de la autonomía que tengas, de tus conocimientos, y va a dar igual que seas mujer u hombre.
En 2008, 2009, no solo llega la crisis. Te detectan un cáncer de mama. Habías empezado el 2009 con mucha ilusión, patrocinadores, un proyecto y billetes comprados.
Me lo detectan en enero. Mi gozo en un pozo. Tengo que reinventarme y empezar otra vez. Estaba acostumbrada a situaciones de riesgo, a ver la muerte de cerca, a saber que puedo morirme en cualquier momento, pero aquello se me escapaba; me di cuenta de que iba a ser mi montaña más dura. Le dije a la médico: «Mira, yo voy a hacer todo lo que me digas, pero quiero intentar combinar los tratamientos con entrenar, porque yo me voy en abril». No me dijeron que no. Empecé con la radio. Pero en marzo, la médico ya me dijo: «Rosa, no puedes marcharte». Yo le dije: «Bueno, a Pakistán se puede ir en junio…». Y me dijo, palabras textuales: «Por un mes que te suspendamos el tratamiento, si te vas a morir, te vas a morir igual. Si tu cabeza te dice que quieres ir…». Me fui al Broad. Era un año de mal tiempo, pero llegué por encima de siete mil metros, cargué las pilas. Me vine a casa feliz. Pero entonces empecé con quimio, que ya te cambia el cuerpo, te debilita.
Y, no pudiendo salir a la montaña, decides montar un club de bicicleta para mujeres: Una a Una.
Comenté a mis amigos: «Oye, si conoces a alguna chica, tu novia, tu mujer, alguien a quien le apetezca este proyecto…». Me decían: «Rosa, cuando seáis cinco, me llamas». En 2011 ya éramos más de cuarenta socios. Fue algo s´per bonito.
En 2011, coronas dos ochomiles: el Kanchenjunga y el Manaslu. Uno te resultó muy difícil, el otro muy fácil, ¿no es así?
El Kanchenjunga, para mí, es una de las más duras, porque tienes que estar mucho tiempo en altura, por encima de ocho mil trescientos metros. El día de cumbre fueron catorce horas, que se dice rápido. Yo todavía estaba con secuelas, claro; no estaba físicamente al cien por cien. Lloré mucho, lo pasé fatal: vómitos, etcétera.
Llevabas una protección especial para que la mochila no te lacerase las heridas que tenías en el pecho debido a la radioterapia, ¿verdad?
Eso fue en el Broad. En 2011, ya no tenía esas heridas, pero físicamente no estaba bien. Lo que me llevó a la cumbre fue la cabeza: «Yo estoy aquí para hacer esta montaña y dedicársela a toda la gente que está pasando por un cáncer, a los médicos, a toda la gente que tiene algo que ver con esta enfermedad». El cuerpo no me daba, pero, a veces, la cabeza es más del cincuenta por ciento.
¿Te ha dejado el cáncer secuelas permanentes?
Durante cinco años. Hasta pasados cinco años, no volví a sentirme bien. Pero ahora tengo otro problema: durante la pandemia, no sé si por el estrés o por qué, contraje una hepatitis autoinmune para la que ahora tengo tratamiento de por vida. Es un tratamiento que afecta a los huesos, y se nota, se nota. Ahora ya no puedo echarle la culpa al cáncer. Además, estuve tomando corticoides durante un año, y esos tratamientos son tremendos. Pero bueno, sigo en la montaña, haciendo con ganas todo lo que puedo.
Has intentado varias veces el K2.
Estuve en 2015, un año de mucho calor, en el que coincidí con Carlos Suárez y otra gente. Estábamos a siete mil metros e íbamos en camiseta; temperaturas altas, aunque por la noche bajaban. El tema fue que, cuando ya teníamos la aclimatación hecha y nos disponíamos a subir para la cumbre, llegamos al campo base avanzado y vimos que había bajado una avalancha que había tapado todo lo que teníamos allí. Nos pusimos a desenterrar cosas y yo le dije al sherpa: «Mira, nos vamos al campo base, y ya volveremos tranquilamente mañana». Veía que no había bajado todo de arriba, y había una zona más de hielo, en la que había cuerdas, de la que tampoco quedaba nada. Esa misma noche, bajó otra avalancha de arriba, de los campos de altura, que se llevó todo el campo 3 y el 2. Si llegamos a subir, nos quedamos todos en la montaña. Ni lo intentamos. Nos fuimos para casa y me quedé con muchas ganas de volver.
Vuelves en el verano de 2022. Pero te encuentras una muchedumbre impresionante. El K2 ya está, también él, masificado.
Era otra montaña. En cuanto llegué al campo base, dije: «Me quiero ir a casa». Era un ambiente totalmente diferente, de juerga. Pakistán es un país en el que está prohibido el alcohol, pero aquello era un arsenal de botellas de whisky.
Un botellón de altura.
Pero un botellón de élite. Son clientes que pagan un pastizal por subir al K2, y allí había Moët Chandon, el whisky más caro que te puedas imaginar, los vinos igual, unos altavoces de metro con la música a tope… Había juerga todos los días. Si no era el cumpleaños de uno, era el santo de otro; la fiesta era continua. Yo no la viví mucho, porque me puse enferma, y pasé muchísimo tiempo metida en la tienda, sin salir. Pero era un horror. Aparte, la gente paga muchísimo dinero, y tienen unas comodidades que no son normales. Tienen hasta césped artificial para entrar en la tienda, o, en los campos de altura, aislante entre las colchonetas y la tienda. ¿Qué pasa con todo esto? Que las tiendas quedan montadas, y si hay vientos fuertes y rompen, no pasa nada, porque si les cobro cien mil dólares, puedo perder diez tiendas en la montaña. Cartuchos de gas, en mi vida vi tantos. Los usan de calentadores, dentro de la tienda. Para ellos, todo tiene que ser lo más cómodo posible. Y luego vas y es como si hubiera pasado un tsunami: las tiendas, la ropa, todo por allí tirado. Debería obligárseles a recoger esa basura. Hay vídeos en Internet que yo, si no los veo, no me lo creo. Ese es el montañismo que tenemos ahora, después de la pandemia. Gente con mucho dinero que quiere hacerse una foto en estas montañas y paga lo que sea por subir.
Literalmente lo contrario del estilo alpino, esa escuela del ir solo, con los mínimos pertrechos y no dejando huella en la montaña.
Nada que ver. Para mí, no es hacer montaña. Estás en una cola de cien personas viéndole el culo al de delante, lo que, aparte, es un suicidio colectivo si pasa algo: se quedan cincuenta personas colgadas de una cuerda. Puede ser cómodo a la hora de bajar: los bajan como petates, descolgándolos con un sherpa delante y otro detrás controlando. Pero tardan cuatro días en bajar desde la cumbre. ¡Cuatro días! En lo que puedes hacer en tres horas, echas el día entero. Van de un campo a otro y no son capaces de continuar.
He leído que también es habitual que uno haga sus necesidades por allá y no las recoja, se congelen, se acumulen y ya amenacen con provocar pequeñas avalanchas en algunos puntos, que acaben contaminando cabeceras de ríos.
Es todo asqueroso, vomitivo, un horror. Lo bueno es que es un mes al año. No es el Mont Blanc o el Kilimanjaro, que todo el año reciben miles y miles de personas. Creo que, en el caso del K2, no podemos hablar de masificación por ese motivo: es un mes. Tampoco es un trekking como el del Everest, que sí que es una barbaridad, porque ya les venden ir caminando al Campo Base y, después, volver en helicóptero, por lo que tienes un flujo continuo de ellos. La última vez que estuve, que no sé si fue en 2016, ya era horrible la cantidad de helicópteros que había, y eso que todavía no habían empezado con esto. De momento, solo hay los del Ejército, pero yo creo que van a empezar a abrirlo a empresas privadas. En el K2 no pasa eso. Y ¿qué pueden ser, mil personas? Pero claro, mil personas dejando basura… Mucho plástico, además: todo ese aislante que están utilizando, etcétera. Debería pagarse, por lo menos en Pakistán, a porteadores de altura solo para limpieza. Los sherpas cobran un pastizal por subir a los clientes, y no van a querer limpiar la montaña. Antes, los sueldos eran mucho más pequeños; lo que cobraba un sherpa no tiene nada que ver con lo que cobran ahora. Y se les podía pagar un dinero por cada botella de oxígeno que bajasen. Ahora ya no lo necesitan, y pienso que se podría entrenar y preparar a porteadores pakistaníes para que subieran al campo 2 a limpiar. La cuestión es que eso hay que recogerlo casi en el momento, porque, si no, se congela con la montaña, y nadie va a subir con un soplete a descongelar los plásticos, los hierros de la tienda, etcétera. Por otro lado, cuando hay avalanchas, barren todo, y la montaña queda limpia en parte, pero todo va al glaciar. Aunque sea un mes al año, eso queda ahí. Alguien tiene que hacer algo. Alguna organización mundial con más capacidad para hablar con los gobiernos debería decirles que lo están haciendo fatal. En Pakistán ya están haciendo una carretera hasta Paiyu, donde empieza el glaciar Baltoro; así te quitas esos tres días de trekking y ya puedes meter más gente. ¡Don Dinero, poderoso caballero!
En 2013, lo pasas mal en el Annapurna, donde vives tres avalanchas seguidas en menos de cuarenta y ocho horas. Has contado que es la única vez que pensaste que te quedabas en la montaña.
No fueron avalanchas enormes, de barrer la montaña, pero sí que fueron avalanchas importantes. En la primera, pensamos que dos compañeros habían muerto. A mí me pilló ya bastante arriba, no abajo, en el embudo; sufrí más que nada la ola expansiva de polvo y trozos de hielo. Seguimos subiendo y llegamos al campo de arriba, a una zona que tenía una pendiente bastante inclinada. Hicimos un corte en la nieve y vimos la diferencia entre la nieve granulada y la más compacta; había tres capas diferentes. Yo le dije al sherpa: «Oye, ¿tú crees que aquí estaremos seguros?». Me dijo: «Si no nieva más, sí». Como todo el mundo se puso a montar la tienda, nosotros también, pero no terminamos de montarla y escuchamos un estruendo. La tienda que teníamos al lado había desaparecido. Salimos corriendo con la pala a desenterrarles; eran una pareja de iraníes. La chica se vino a la tienda conmigo mientras el sherpa y su novio desenterraban la tienda, y estábamos hablando de «madre mía, estamos en un sitio que ¡uf!», y de repente, ¡zas! escuchamos otra explosión y se nos vino todo encima.
¿Qué pasó después?
Salvamos que teníamos la tienda abierta. Salimos a gatas y había una grieta grande, y cruzamos todos por ella: unos mexicanos, la expedición de Carlos [Soria], todos. Pasamos al otro lado, pero sin crampones, sin arnés, sin el material necesario para salir de allí. Dijimos: «Como siga nevando, aquí nos quedamos, no nos queda otra». Tuvimos la suerte de que paró de nevar y que los sherpas recuperaron mi tienda, que fue la única que pudieron recuperar. En esa tienda nos metimos ocho o no sé cuantos, y pasamos la noche. Al día siguiente, no habíamos cenado, no habíamos bebido más que el agua que subíamos en el termo… Y nos decimos: «¿Qué hacemos? ¿Seguir subiendo, esperar…?». Estaba Carlos y estaba también Tente Lagunilla, que es otro alpinista de Palencia muy bueno, y se bajaron. Yo le dije al sherpa: «Mira, si ellos se bajan, nosotros nos bajamos también». Luego llegamos a un punto en el que la avalancha se había llevado las cuerdas, y estábamos todos en un sitio resguardado, pero con el miedo de que nunca sabes cuándo va a romper; a veces rompía de noche y a veces de día. Estuvimos allí como una hora de reloj, y en un momento dado fui a llamar al sherpa y descubrí que, de la tensión de estar allí debajo pensando qué iba a ser de nosotros, me había quedado sin voz. Empecé a darme golpes y a decirme a mí misma: «¡Espabila!». Porque te puedes bloquear, y si te bloqueas, se acabó: no sales. Pasé miedo, y siempre digo que no puedes pasar miedo, porque el miedo te bloquea. Reaccioné a tiempo, pero podía haber pasado cualquier cosa. Al final, uniendo cuerdas, conseguimos bajar.
¿Retos para el futuro? ¿Sigues pensando en los catorce ochomiles?
No, eso ya no, porque se ha convertido en otra cosa. El Everest, el K2, el Manaslu y el Broad Peak están supermasificadas. Me podría apetecer volver, por ejemplo, al Shisha, que sigue teniendo poca gente, pero China está cerrada, así que el Cho Oyu y el Shisha Pangma, nada. No sé los chinos qué planes pueden tener. Volver a ocho mil metros siempre te apetece, es un reto que está ahí. Pero lo que no te apetece es meterte en estos sitios de mucha gente y compartir campo base con ellos. Al final acabas rallada. Aunque no quieras, te ralla. Creo que mi próximo proyecto va a ser en Sudamérica. Bolivia es un país que me encanta, tiene montañas superbonitas. Igual hacer algo allí con las chicas del club.
Leí hace tiempo a no recuerdo qué himalayista que decía que su montaña preferida era una —tampoco recuerdo cuál— que tiene algo así como 7995 metros, la más alta del mundo que no es un ochomil. Explicaba que es tan bonita o más que los ochomiles, pero, al no formar parte del reto de los catorce, está vacía.
Hay sietemiles superbonitos, sí. Y muchísimas zonas en Pakistán o Nepal a las que no va nadie. La gente, si va de trekking, quiere ir al campo base del Everest o, si acaso, a los Annapurnas, porque es lo que suena. Creo que la gente a la que de verdad nos gusta escalar tenemos que empezar a ir a esas montañas.
¿Cuál es tu montaña preferida?
A mí me gustan todas las montañas. Hombre, los Picos de Europa me encantan. Son mi casa, y es donde más disfruto, porque estás ahí por el día y, por la tarde, puedes estar en la playa dándote un baño. Quizá la montaña más especial para mí sea Peña Santa.
Preguntaron célebremente a George Mallory por qué subir montañas. Respondió: «Porque están ahí». ¿Qué responderías tú?
Yo subo montañas porque es mi pasión, y porque soy feliz en la montaña.
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