En diciembre de 1987, ocho años después de su primera cita y más de siete años después de que formalizaran su relación con paseos por Central Park y ensoñaciones románticas bajo las estrellas, Mia Farrow dio a luz su primer hijo con Woody Allen. Ella tenía por entonces cuarenta y dos años, y el cineasta cincuenta y uno. El niño entraba a formar parte de una extraña familia de nueve hermanos: seis eran hijos de Mia Farrow con el compositor Andre Previn —tres biológicos y tres adoptados, incluyendo a Soon-Yi, una niña coreana hija de una prostituta—. Otros dos habían sido adoptados directamente por Farrow aunque, años después, Woody compartiría legalmente la paternidad —Dylan y Moses—. Quedaba, por último, este hijo de la discordia, el que según casi todas las versiones acabaría con lo poco de paz que quedaba en la pareja.
La relación entre Woody y Mia iba tan mal en lo personal —no así en lo profesional— que incluso durante el embarazo, Farrow le dijo a Allen: «No te encariñes demasiado con el niño, no creo que lo nuestro vaya a ninguna parte». Aun así, Mia le dejó a Woody elegir el nombre del bebé. Su primera opción, Ingmar, fue rechazada rotundamente. Con un Ingmar en la vida de Allen ya era suficiente, debió de pensar Farrrow, quien sí aceptó la segunda propuesta: Satchel, y la aderezó con un O’Sullivan que acompañó al niño hasta que decidió cambiarse el nombre por el de Ronan y sustituir el apellido paterno, Königsberg, por el materno, Farrow.
En cualquier caso, ¿por qué eligió Allen para su primer hijo, ya cumplidos los cincuenta, un nombre tan extraño? La explicación hay que buscarla en el gran deporte de la infancia del actor y director: el béisbol. Todos sabemos que Woody es un habitual de los Knicks y que el baloncesto es una de sus pasiones, pero sus primeros nervios frente a un transistor los pasó en los años cuarenta escuchando partidos de los Brooklyn Dodgers, su equipo del alma, una elección algo peculiar cuando lo más fácil del mundo era ser de los New York Yankees de Joe Di Maggio y compañía.
Si Di Maggio era considerado por todos el mejor bateador de la liga, corría la leyenda de que el mejor pitcher ni siquiera estaba entre los profesionales sino trabajando de mercenario en ligas menores, extranjeras o partidos de exhibición. Eran aquellos los únicos escenarios en los que las estrellas de las Negro Leagues podían enfrentarse con blancos, en su mayoría retirados de la MLB. La presencia de negros en la gran liga profesional estaba prohibida, no ya por ley, sino por un tácito «acuerdo entre caballeros», como los propietarios daban en llamarlo.
El nombre de ese legendario pitcher, que pasaba ya de los cuarenta años y en el que era imposible separar la realidad de la narrativa que él mismo se encargaba de alimentar, era Satchel Paige. Un tipo bastante alto —un par de centímetros por encima del 1,90— negro como el carbón, procedente del sur de los Estados Unidos cuando ser un negro en el sur de los Estados Unidos no era precisamente una fiesta y con la bola rápida más devastadora que grandes figuras como Babe Ruth o el recurrente Joe Di Maggio hubieran visto nunca.
El nombre de Satchel era el nombre de un héroe. El nombre de alguien cuya carrera quedó truncada por el racismo y que sin embargo logró reponerse hasta convertirse en una estrella de la cultura pop blanca, la de los programas de televisión para familias que podrían aparecer perfectamente en relatos costumbristas de Carver o Cheever. Los mismos programas en los que el propio Allen colaboraría frecuentemente durante los años sesenta, los previos a su consagración definitiva como director de cine, cuando «solo» era un monologuista de éxito.
La estrella que salió del reformatorio
Lo primero que hay que saber de Satchel Paige es que no se llamaba Satchel Paige. Su nombre era Leroy —a veces, él mismo lo escribía LeRoy, como si así elevara su estatus— y su apellido era Page, sin más, cortesía de un padre alcohólico y con la mano fácil. El apodo de «Satchel» tiene mil orígenes. El oficial, el que el propio jugador quiso transmitir al mundo entero en sus entrevistas y sus dos autobiografías, —¿por qué conformarse con una?— tiene que ver con su trabajo en la estación de tren de Mobile, Alabama, recogiendo las bolsas (satchels) de los viajeros cuando aún era un niño.
Hay otras opciones: una, que algún amigo de la infancia se lo pusiera para referirse al exagerado tamaño de sus zapatos, grandes como maletas, y, dos, que el mote apelara a su habilidad no ya para transportar maletas de viajeros en las estaciones sino para robarlas. Esta última versión encaja con su pasado como delincuente de poca monta: a los trece años fue enviado a un reformatorio para negros y no salió hasta los dieciocho. En principio, aquello podría haber marcado la vida de cualquiera, pero para Satchel fue casi una bendición: no solo se libró de cinco años de palizas del padre sino que aprendió a jugar al béisbol y perfeccionó su técnica como pitcher a base de entrenamientos diarios en un lugar donde, por otro lado, no había mucho más que hacer.
Tanto le cundió el aprendizaje que, nada más salir, encontró acomodo en un equipo semiprofesional de la ciudad de Mobile. Su sueldo era ridículo, pero sumando varios sueldos ridículos de los muchos hermanos la familia salía adelante. El padre murió a los pocos meses. Cuando lo hizo, y como una manera de acabar con el pasado e iniciar un nuevo camino, el nombre familiar cambió a «Paige». Sonaba igual que el anterior y tenía un punto más sofisticado que seguro que a Satchel le encantaba.
Las noticias sobre este chico que lanzaba la bola como el demonio fueron expandiéndose por todo Estados Unidos. Mientras tanto, Satchel se conformaba con cortar el césped del estadio donde jugaban los profesionales, es decir, los blancos. Eran los años veinte y el país vivía aún la fiesta de la primera posguerra. Había dinero por todos lados, incluso para formar ligas de negros y pasearlos por el país, mitad deporte, mitad circo. Eran también los años de los gánsteres como Gus Greenlee, un tipo extraño, con muy buen ojo para los negocios, que decidió unir a los mejores jugadores negros del país en un equipo del norte, los Pittsburgh Crawfords.
Aquellos Crawfords, en los que aparte de Satchel jugaban estrellas como Josh Gibson, Judy Johnson o Cool Papa Bell, fueron los grandes dominadores de la Negro League durante los años treinta, haciéndose con su último título en 1936. Las temporadas, igual que las de la MLB, solían durar de febrero a octubre, dejando el invierno libre para que sus jugadores tuvieran la oportunidad de buscar contratos menores en países como México, Venezuela o Cuba.
Satchel era de los que aprovechaba cada oportunidad de este tipo. Aquel mismo 1936 los New York Yankees organizaron un partido de exhibición para probar a un chaval de origen italiano llamado Giuseppe Paolo DiMaggio. A Satchel le tocó, como siempre, el equipo de los perdedores, un conjunto de semiprofesionales, universitarios y aficionados que llegó a la novena entrada empatado a uno contra el equipazo que los Yankees habían montado al efecto. El partido se decidió en la décima entrada, con un batazo de Di Maggio contra Satchel. Batear una bola de Satchel se había convertido en algo tan improbable que el enviado de los Yankees mandó inmediatamente un telegrama al Bronx: «Di Maggio es tan bueno como pensábamos, ha conseguido batear una de las cuatro bolas de Satch».
Satch como medida del estrellato ajeno. Siempre a la sombra. «Me conocen más por ese partido que perdí que por los mil y pico que gané», solía repetir apesadumbrado. Con todo, su mejor historia estaría aún por llegar.
La fiesta del Chivo
En la primavera de 1937, Satchel Paige tenía ya treinta y un años —o treinta y tres o treinta y cinco, vaya usted a saber, porque su edad siempre fue motivo de discusión—. Descansaba en su habitación de hotel de mala muerte antes de uno de los partidos de exhibición de los Crawfords cuando alguien subió a decirle que un caballero «español» estaba preguntando por él. Satchel estaba acostumbrado al acento, lo había oído en sus múltiples viajes por países al sur de la frontera, donde si ganabas doscientos cincuenta dólares a la semana podías darte por satisfecho.
Tras mucho insistir, el hombre en cuestión consiguió entrar en la habitación de Satch. No era español, obviamente, sino dominicano. Quería contratarle para el equipo del dictador Rafael Trujillo, uno de los más sanguinarios de su tiempo… y eso que su tiempo dio para un buen montón de sangre. Decirle que no a Trujillo o, en este caso, a su mediador, el doctor José Enrique Aybar, uno de los altos mandos del régimen, no era fácil, pero Satchel no estaba interesado en más viajes y al fin y al cabo tenía contrato con Greenlee y los Crawfords. La fiesta había pasado y, en plena Depresión, el dinero escaseaba… pero Greenlee no era la clase de tipo con el que querías tener problemas.
«No, gracias», dijo en un educado castellano y Aybar no tuvo más remedio que sacar su as de la manga: «Le ofrecemos treinta mil dólares. Para usted y otros ocho compañeros. Usted decide qué compañeros y cómo reparte el dinero». Treinta mil dólares. Si hay que venderse, que sea por algo más de treinta piezas de plata. Satchel cambió rápidamente de opinión, llamó a su amigo Gibson y se fue a escondidas a Santo Domingo, por entonces conocida como Ciudad Trujillo, lo que provocó la indignación de Greenlee y, en la práctica, el fin de los Crawfords y, casi, de las Negro Leagues.
El equipo de Trujillo era una basura. Ni siquiera estaba entre los cinco mejores de la liga cuando llegó Satchel, investido como héroe por la prensa local. Por lo que se dice, al «Jefe» no le interesaba demasiado el béisbol pero sí le interesaba bastante ganar. De hecho, en una ocasión consiguió ser reelegido con más votos que electores. Aquel torneo de 1937 llevó el nombre de «Campeonato Nacional Pro-Reelección Presidente Trujillo», en un alarde de neutralidad. Curiosamente, la reelección no llegaría a producirse porque el propio Trujillo se echó a un lado después del escándalo internacional que supuso la matanza de miles de haitianos que intentaban cruzar la frontera.
En su lugar puso a un títere y en 1942 volvió donde lo había dejado.
El caso —y el incidente de Haití lo demostraba— era que Trujillo odiaba a los negros. Hasta cierto punto, Satchel había salido de Málaga para meterse en Malagón. Un Malagón donde los criollos mandaban y los mulatos eran vistos con desconfianza. Trujillo fue de los dirigentes que con más ahínco acogió a refugiados de la guerra civil y después de la Segunda Guerra Mundial solo para poder «europeizar» su país y distinguirlo de su odiado vecino animista.
Desde el primer día, a Satchel y a sus compañeros se les dejó claro que la única opción era la victoria. Uno no organiza un campeonato para su reelección para que lo acabe ganando cualquier otro. Los Dragones de Ciudad Trujillo fueron remontando posiciones y la federación decidió que se jugaran el título contra las Águilas Cibaeñas. Acumulando los resultados de la liga regular, a los Dragones les bastaba con ganar uno de los cuatro partidos que tenían que disputar para llevarse el título… El problema es que después de perder los dos primeros el pánico empezó a surgir entre los dirigentes dominicanos.
La solución fue la habitual en un régimen de ese tipo: meterlos en la cárcel. Como suena. Paige y parte de sus compañeros estadounidenses fueron llevados a una celda a pasar la noche previa al tercer partido, para evitar así cualquier distracción. Les vigilaban unos tipos armados hasta los dientes que no les perdían ojo. Cuando llegó la hora del partido, aún en el vestuario, el doctor Aybar entró y se limitó a decir a todo el mundo: «Más les vale ganar hoy». Uno de los jugadores se mostró sorprendido: «¿Qué quiere decir exactamente con que más nos vale ganar hoy?». «Mejor será que no lo descubra», contestó Aybar, y se marchó.
Los Dragones ganaron, por supuesto. Para no hacerlo. Paige apenas jugó en ese partido, pero recuerda la atmósfera opresiva del campo, las fuerzas del ejército rodeando el banquillo sin saber si pretendían protegerlo o amenazarlo. En cuanto acabó el campeonato, se fue volando a Estados Unidos.
El fin de la segregación
No fue una vuelta fácil. Greenlee le repudió y ni Satch ni sus compañeros pudieron volver a jugar en las Negro Leagues durante una buena temporada. Afortunadamente, el empresario Bill Veeck apareció de la nada para acogerlo bajo su tutela. Veeck organizó una serie de exhibiciones entre estrellas negros y blancas, especialmente en los años de la Segunda Guerra Mundial, cuando muchas de las promesas de la MLB tuvieron que marchar a combatir en Europa y el Pacífico. Paige era demasiado viejo ya para el reclutamiento. Rozaba los treinta y cinco años.
Fueron estos los días en los que se forjó la leyenda de Paige, acompañado siempre de Veeck. Los años en los que más de cincuenta mil personas se reunían en el Yankee Stadium solo para verle lanzar la bola en partidos amistosos. Los años en los que de verdad se empezó a revisar ese «pacto entre caballeros» que impedía a los negros jugar en la MLB como lo impediría en la NBA hasta 1950. De hecho, ya en 1942, Veeck se planteó comprar la franquicia de los Philadelphia Phillies con la idea de llenarla de jugadores procedentes de la Negro League. El resto de propietarios bloquearon escandalizados la operación.
Hubo que esperar hasta 1946 para que los dos primeros jugadores negros debutaran en la liga. El primero fue Larry Doby, un casi desconocido que fichó por los Cleveland Indians. El segundo, apenas un par de días después, fue Jackie Robinson, fichado por los Brooklyn Dodgers y que acabaría deslumbrando como novato del año. No fue fácil para ninguno de los dos: tuvieron que soportar insultos, menosprecios y amenazas de muerte, especialmente cuando les tocaba jugar en el sur.
El fichaje de Doby fue obra, cómo no, de Veeck, convertido por fin en propietario de una franquicia. El día que llegó al vestuario, el jugador-entrenador Lou Boudreau le fue presentando uno a uno a sus compañeros: «Este es Joe Gordon» y Gordon le retiró la mano. «Este es Bob Lemon» y Lemon le retiró la mano. «Este es Jim Hegan» y Hegan le retiró la mano. Los tres fueron despedidos al año siguiente por Veeck. No lo pasó mucho mejor Robinson, a quien le costó mantener el nivel de la primera temporada, intimidado ante tanto acoso cada vez que salía de Nueva York.
No fueron los únicos en pasarlo mal aquel año: a sus cuarenta ya cumplidos, Satchel Paige se sentía menospreciado. Él, con su mezcla de deportista y showman, había puesto el béisbol negro en las portadas y en los noticiarios. ¿Cómo se lo pagaban? Dejándole de nuevo fuera, esta vez con la excusa de la edad. Negro y viejo, lo tenía todo. Sin embargo, Veeck no le iba a dejar tirado. Cuando en 1948 los Cleveland Indians ficharon al pitcher la mayoría de expertos vio la operación como una obra de marketing o un gesto cara a la galería. No solo cuarenta y dos años parecían muchos, sino que nadie estaba realmente seguro de que fueran cuarenta y dos y no cincuenta.
Satchel calló todas las bocas. Sigue siendo hoy en día el rookie más viejo de la historia de la MLB y a punto estuvo de llevarse el premio al mejor novato del año. No lo hizo pero consiguió algo más grande: ser el primer pitcher negro en jugar unas Series Mundiales… y ganarlas. A partir de ahí llegaron unos años extraños: 1949 fue un desastre y los Indians le rescindieron el contrato, pero Satch no se rindió y siguió jugando con equipos menores hasta que en 1951 le repescaron los Saint Louis Browns. Su propietario era, cómo no, Bill Veeck.
Los Browns no eran un equipo muy competitivo, pero Paige, a los cuarenta y cinco años, sí lo era. A rachas, pero lo era. Tanto que llegó a jugar los All Star de 1952 y 1953 como mejor jugador del equipo. Esta última selección fue una especie de regalo-homenaje porque su futuro en la MLB ya estaba condenado: aquel sería su último año en Saint Louis. Con cuarenta y siete años, Satchel se retiraba —en principio definitivamente— de las ligas profesionales, solo a los cinco años de llegar.
Parecía el final pero la vida de Paige no entendía de limitaciones.
El hombre que no fue Cassius Clay ni Lew Alcindor
Siguió jugando, claro. Al menos, que se sepa, hasta 1961, justo cuando cumplió cincuenta y cinco años. Conforme la lucha por la igualdad y contra la segregación fue calando en la sociedad estadounidense, su figura fue creciendo como un referente de la opresión que los negros vivieron durante siglos. Satchel no era un Cassius Clay ni era un Lew Alcindor. De compararle con alguien sería una especie de Sammy Davis Jr., un negro que caía simpático en un mundo de blancos.
Los homenajes se sucedieron. Todo el mundo quería conocer la historia perdida de este hombre sonriente y a lo largo de los sesenta se convirtió en un personaje más o menos habitual de la televisión estadounidense. Le lanzaba bolas a Steve Allen, bromeaba con Johnny Carson… En 1965, coincidiendo con sus cuarenta años como profesional, los Kansas City Athletics decidieron hacerle un último tributo y le ficharon, junto a otras estrellas de las Negro Leagues de los años veinte, treinta y cuarenta, para un solo partido, contra los Boston Red Sox, curiosamente el último equipo en aceptar a negros en su plantilla.
No torcieron el brazo hasta 1959, doce años después del debut de Robinson y Doby. Por entonces, en la misma ciudad, Bill Russell ya llevaba cuatro temporadas llevando a los Celtics de campeonato en campeonato.
Antes del encuentro, Satchel apareció en el montículo de lanzamiento sentado en una mecedora. Formaba parte de un espectáculo que duró tres entradas. Tenía ya cincuenta y nueve años y aun así, en esas tres entradas, ningún contrario consiguió una carrera y solo uno logró golpear una de sus bolas rápidas. Justo cuando iba a empezar la cuarta entrada, el entrenador decidió retirarlo del campo entre una mezcla de aplausos (al jugador) y abucheos (a la decisión del técnico). A esa edad, era imposible que el brazo resistiera más lanzamientos.
Aquel partido reactivó de nuevo su carrera y entró a formar parte de una especie de Globetrotters del béisbol. Un equipo itinerante, formado enteramente por exjugadores de las Negro Leagues, que combinaban diversión, espectáculo y un poco de deporte. Aquello duró hasta 1967, justo el año que Woody Allen consiguió vender el proyecto de su primera película como director, Toma el dinero y corre, que se estrenaría dos años después con un éxito que pilló a todos por sorpresa.
Paige siguió durante varios años su carrera como hombre de espectáculo hasta que la salud le fue fallando poco a poco. Su muerte llegó en 1982, cinco años antes del nacimiento del hijo de Woody y Mia. El hecho de que un judío de Brooklyn le siguiera teniendo como gran ídolo, a la altura de un genio sueco de malas pulgas, lo dice todo sobre su vida de película.